09/04/2020 – Comenzamos nuestro retiro de Pascua radial, primer anuncio:
«He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios». Y tomando una copa, dio gracias y dijo: «Tomen y compártanla entre ustedes. Porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios». Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía». Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes. Lucas 22,15-20
«He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios». Y tomando una copa, dio gracias y dijo: «Tomen y compártanla entre ustedes. Porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios». Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía». Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes.
Lucas 22,15-20
Hay una Pascua del cordero que se celebraba en el AT y que expresaba el camino de la liberación con que Israel se abría rumbo hacia la Tierra prometida, pasando por el Mar Rojo, introduciéndose en el desierto. De aquella gesta salvífica, liderada por Moisés, el pueblo hace memoria desde siempre. La Pascua judía es el lugar desde donde Dios se ha rebelado más fuerte al pueblo de Israel y en torno al cual toda la reflexión del AT gira. Es el gran acontecimiento de la Salvación. Junto a esta Pascua están los 10 mandamientos que Dios viene a dejar a su pueblo, en la persona de Moisés, quien lidera en nombre de Dios el peregrinar del Pueblo de Dios.
Aquí estamos en presencia de otra Pascua. El cordero es reemplazado por el hijo de María, el que viene de Nazaret, Jesús. El Peregrino de Galilea. Éste que ha enseñado con palabras y con gestos, de una manera prodigiosa, un reino nuevo que se acerca, el de los Cielos. El que se ha venido revelando como Hijo de Dios y que definitivamente terminará de hacerlo en el misterio Pascual. El cordero es reemplazado por el Hijo del Hombre. Él es el cordero Pascual que ahora se ofrece. Y hay un nuevo mandamiento que lo sintetiza todo: “El amor a Dios por encima de todas las cosas y el prójimo como a nosotros mismos, hasta llegar a dar la vida por aquellos que consideramos hermanos nuestros en el espíritu”.
Hay una nueva Pascua que se está iniciando. Va a terminar esta Pascua con la inmolación del Cordero, en la Cruz con Jesús. La Pascua que se celebra en la última cena con el cuerpo y la sangre de Jesús, sacramentalmente presente allí, va a culminar en la Cruz y en la Resurrección de Jesús de entre los muertos, venciendo la muerte y el pecado.
Aquella Pascua primera liberó al Pueblo de Dios de la esclavitud de los egipcios, y le abrió un camino a la tierra prometida. Esta nueva Pascua, con el cordero Pascual, el Hijo de Dios, viene a liberarnos del pecado y de la muerte, como la consecuencia más terrible que el pecado ha venido a dejar en el corazón del hombre. No es una liberación más, es la liberación definitiva de todo hombre y de toda mujer, que adhiere al mensaje de Jesús. Y al mismo tiempo esta Pascua, abre un camino hacia el Cielo, el Cielo que Jesús lo ha dicho y lo sigue diciendo, no está lejos de nosotros sino en medio de nosotros: el Reino de los Cielos. Quien adhiere a la Persona de Jesús se encuentra con él.
Los discípulos están participando de la mesa, ellos van a terminar con la misma suerte de Jesús. Todos, salvo el que se perdió en el camino, Judas, van a terminar martirizados. Como Jesús, entregando su vida. Viviendo a fondo el mandamiento del amor, en clave de servicio. Jesús así se los enseñó y así hoy nos lo enseña a nosotros.
Participar de una misma mesa en Israel, supone participar de una misma suerte. Esto se nota claramente cuando los escribas y los fariseos dicen de Jesús: “Cómo, este maestro come con publicanos y pecadores”. Si come con publicanos y pecadores, entonces él quiere ser un pecador y un publicano. Quiere ser un traidor y uno que niega la ley de Dios, porque aquellos corrían esa suerte de vivir renegados de Dios y entregando a Israel en manos de quien oprimía desde el gobierno político y económico. Jesús aparece sentado en la misma mesa de los pecadores. ¿O no será al revés? Que los pecadores se sientan a la mesa de Jesús.
Jesús ha venido a instalar un nuevo banquete. En la Pascua, definitivamente va a decir que este es el banquete. Es un banquete no de pan y vino solamente, sino de vida de Dios en el corazón. Es el banquete que se anticipó también en aquella mesa tendida en el campo, cuando Jesús multiplicó el pan y los peces, para dar de comer a una multitud. Sumó a muchos al Reino que él preside en el banquete eterno, para que degusten con Jesús, una suerte: la de ir a la vida para siempre. Quien come de este pan, tiene vida eterna, dice Jesús.
Entonces, no es que Jesús participa del banquete de los pecadores, los pecadores participan del banquete de Jesús. Los que están llamados a correr la misma suerte de Jesús son los que abren el corazón. Desde su corazón pobre, miserable, pecador, a la propuesta de vida que esconde el mensaje de Jesús y que se celebra en el banquete Pascual, que Él preside.
Anticipadamente en la multiplicación de los panes, pero en cada una de las reuniones que Jesús ha estado con sus discípulos. Por ej, en Caná de Galilea; cuando lo invitan a comer a la casa de Lázaro, de Marta y de María. Cuando se sienta a comer en la misma mesa que Leví, o cuando Jesús se sienta a comer con Zaqueo, está sumando a los que están fuera, dentro del banquete de Jesús. Los otros lo miran como uno más, no entienden que es el Hijo de Dios que viene a presidir el nuevo banquete del Reino de los Cielos. Quien se sienta a comer con Jesús vive la misma suerte de Él, si entiende y acepta el mensaje de Jesús.
El mensaje es claro, ahora hay un mandamiento nuevo y el lugar desde donde se vive este mandamiento, es el servicio. “El primero entre ustedes debe ser el servidor de todos, dice Jesús”. No se detenta poder en este banquete y no se puede participar con Él, si no hay un compromiso de caridad para con los hermanos más necesitados. Este banquete supone la vida, y el banquete de la vida, donde muchos están sentados a la orilla del camino, sin poder participar de lo que verdaderamente es para todos.
¿Deseas honrar el Cuerpo de Cristo? No lo desprecies. Cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en el frío y en la desnudez de quien te necesita. Porque el mismo que dijo: “Esto es mi Cuerpo” y con su Palabra llevó a la realidad lo que decía, afirmó también “Tuve hambre y no me dieron de comer”. Y más adelante “siempre que dejaron de hacerlo a uno de estos pequeños a mí en persona lo dejaron de hacer”.
¿De qué servirá adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego con lo que te sobre adornarás la mesa de Cristo. (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Marcos). Una cita que nos acerca Juan Pablo II en la Carta Encíclica “Solicitudos Real Sociales”, del 30/12/87.
Es todo un mismo mensaje el que el Señor nos comparte en esta última Cena, que vamos a rememorar en este Jueves Santo. Es el mensaje del Amor encarnado en su persona, que se ofrece, que se entrega, que se da. “Este es mi Cuerpo”, dice Jesús. “Yo Soy el Cordero que se inmola. Cada vez que ustedes se reúnan en asamblea como comunidad y celebren este Pan y este Vino, Yo estaré presente allí”. Ésta es mi Sangre, que se derrama por ustedes para el perdón de los pecados.” El Cuerpo, la Sangre de Jesús, el Señor entregado en sacrificio de amor para librarnos a nosotros e invitándonos a nosotros a participar del banquete en la clave de la caridad. Si no hay caridad, particularmente para quien más necesita, no hay verdaderamente banquete Pascual. De hecho, es en este lugar donde nuestros banquetes Pascuales deben renovarse.
Bienvenida Caridad, capaz de renovar su genuino sentido: el sacramento del Amor, que es la ofrenda de Jesús por nosotros, en su Cuerpo y en su Sangre. Si la Caridad concreta por el Cristo que vive a mi lado no está presente, ¿Qué estoy celebrando? ¿A quién celebro? Llamados a renovarnos en la Eucaristía a partir de una renovación interior en la caridad.
La Eucaristía es un sacramento de tanta riqueza y de tanto misterio. Como Dios ofrece el misterio, no en lo oscuro, sino mostrándonos una parte e invitándonos a descubrir lo que todavía no hemos encontrado, la mejor manera y mejor actitud de acercarnos al misterio y a la riqueza del don Eucarístico, es el permitirnos sorprendernos por la abundancia de su don, y el dejarnos guiar por una fe sencilla, humilde, capaz de decir: “No veo, pero creo”. Aunque no entienda, acepto; aunque no sienta, participo; aunque esté solo, vivo en comunión con la Iglesia toda, misterio eucarístico, cuerpo de Jesús. Y construyo en la solidaridad fraterna el gesto de adoración, donde Dios me pone de rodillas delante de Él, habiéndome hecho participar de su presencia, en el haber estado presente Él en medio de nosotros, rebelándonos su Gracia, en el hecho de ser hermanos.
El misterio Eucarístico se celebra desde el don maravilloso de la presencia de Jesús, en medio de nosotros. Esto es el don de la fraternidad. Por eso Jesús cuando se despide de los suyos y deja este sacramento de su cuerpo y de su sangre, invita a los hermanos a vivirlo desde el don de la caridad, desde el don del servicio, desde el don de la fraternidad.
Juan Pablo II en su encíclica, la Iglesia vive de la Eucaristía, nos invita a asombrarnos por el misterio eucarístico. Con la presente carta, el Papa decía: “Deseo suscitar este asombro eucarístico en continuidad con la herencia jubilar que he querido dejar a la Iglesia en la carta Novo Millenium Inneunte, y con su coronamiento mariano, Rosarium Virgine Maríe. La eucaristía, decía el Papa, es un insondable misterio de fe que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la Palabra de Dios”. Hay que acercarse a la eucaristía en la actitud adorante y escucha, de oyente. Ante la eucaristía sólo podemos entrar de rodillas, para entenderlo. Es decir, con un corazón humilde, contrito, capaz de abrirse porque está quebrado interiormente a lo que Dios quiera rebelarle. De la entrega y del quiebre que él hace de si mismo, ofreciéndose por nosotros. Solamente un corazón contrito, quebrado, humillado por dentro, que se sabe hambriento del Dios que se entrega igualmente, puede entrar en Dios. De aquel que se ha partido para darse en alimento. Si nosotros no nos partimos desde dentro, si con un corazón contrito no nos abrimos al misterio de Dios, no podemos entrar en comunión con aquel que se ha partido para entregarse.
De corazón partido el de Dios al nuestro. El de él partido y repartido. El nuestro partido interiormente para ser recogido. Y reconstituido, y reparado. El nuestro y el de nuestros hermanos. Surge como gracia primera de la eucaristía, el don reparador del cuerpo de Cristo, en el corazón y en la vida de los que más sufren.
De allí que Jesús haya vinculado la celebración eucarística, la primera, al don de la caridad para con los hermanos. Hoy, el Señor nos invita a la verdadera misericordia que se ha de abrazar y dejarnos abrazar por el misterio eucarístico y descubrir que esto, nos compromete en el amor fraterno, particularmente con los que más sufren.
En este misterio, los sentidos y la razón quedan suspendidos, y sólo si se abre el corazón, es decir, el centro de nuestra vida, nuestro yo más hondo y más profundo podemos entrar en comunión, con aquel que se abre para entregarse. Podemos entrar en comunión con Él y quedar anonadados. Y sólo la fe puede terminar por develarnos este misterio de fe. Pero la Eucaristía es misterio de luz que nos ilumina para reconocer a Jesús. No sólo en el sacramento del amor, en el que participamos en el banquete, en la asamblea. Sino también en los hermanos sufrientes y en los acontecimientos diarios, como parte de la historia de Dios. Eucaristía está íntimamente ligada a la vida de comunidad.
Pablo lo va a decir en la 1º Carta a los Corintios, 12 “nosotros somos el Cuerpo de Cristo y este cuerpo de Cristo es presidido por la caridad, por el amor.” El alma del cuerpo de Jesús es la Caridad. Yo, decía Teresita del Niño Jesús, he encontrado el lugar donde puedo ser todas las cosas, es el amor de Dios, donde todo surge y adonde todo tiende. Es el corazón de Jesús, es la Eucaristía. El lugar de donde brota como una fuente el misterio del amor de Dios, ofrecido por nosotros. Y es adonde todo el amor que tenemos para responder a Dios, en nuestro humilde y balbuceante manera de responderle a semejante misterio, es atraído por Dios. Todas las obras de amor que nosotros, consciente o inconscientemente hacemos, a favor del misterio Dios-Amor, son como recogidas en la Eucaristía.
Por eso, cuando presentamos las ofrendas, la presentamos como fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que ha intentado responder en amor, a tanto amor ofrecido.
Y en ese lugar, el amor vivido a favor de los hermanos y de Dios, se transforma y el Cuerpo de Cristo, que es la comunidad de la Iglesia, que celebra, se regenera, resucita.
Es reparador el amor que brota de la Eucaristía.
Y el compromiso al que nos lleva es a la reparación. Tantas obras de amor de la que uno es testigo. Te invito a que desde la Eucaristía de hoy, renueves tu compromiso de amor con Jesús, en ese que te dice, estuve en la calle y me fuiste a ver; estaba enfermo y me visitaste; estaba preso y a la cárcel fuiste. Era uno que vivía en la esquina y en la plaza y me acercabas la comida. Era un niño abandonado y me abriste una casa. Estaba en situación límite en mi salud, no tenía dónde caerme muerto y me ofreciste una casa de para tener donde morir.
Era un peregrino y me abriste un lugar para curar mis heridas. Y diste todo de lo tuyo, tu amor, para servirme en el amor y desde el amor, hacerte testigo de Jesús el buen samaritano.
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