El discernimiento en la vida cotidiana III Buscar y hallar lo que a Dios le agrada

miércoles, 23 de diciembre de 2009
image_pdfimage_print

Tercer encuentro: lo que a Dios le agrada

En nuestros dos encuentros anteriores San Ignacio nos ha dado algunas ayudas para distinguir las alegrías duraderas, fruto del Espíritu Santo, de las alegrías fugaces y vanas. Las alegrías verdaderas extienden su influencia benéfica a la vida cotidiana. Nos hacen andar contentos en el seguimiento de nuestro Señor, con deseos de rezar y de servir.

La consolación

A estas alegrías Ignacio las llama consolaciones.

Si tomamos las Reglas de discernimiento del librito de los Ejercicios, podemos describir así a la consolación que experimentaba Ignacio al comienzo de su conversión:

“La vida de Cristo y los hechos de los santos causaban en su alma un movimiento interior: venía a inflamarse su corazón en amor de su Creador y Señor de tal manera que no podía amar ninguna cosa creada en sí misma sino en el Creador y Señor de todas ellas”.

Como dice esa canción tan linda: “Amarte a ti Señor, en todas las cosas y a todas en ti. En todo amar y servir”.

Ignacio experimentaba “una alegría interna que lo llamaba y atraía, de manera constante, a las cosas celestiales y a la propia santidad, aquietándolo y pacificándolo en su Creador y Señor (EE 316).

Así es la consolación. Y lo más lindo es que Ignacio nos enseña a reconocer la Persona que con su voz, es causa de su Alegría. Como dice en otra de las reglas:

“Es propio de Dios y de sus ángeles en sus mociones dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y confusión (que el enemigo induce). Porque es propio del mal espíritu militar contra la tal alegría y consolación espiritual trayendo razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias” (EE 329).

El mal espíritu milita contra la consolación

Esta última frase nos ayuda a comprender mejor primera tentación que atacó a Ignacio en su nueva vida al servicio de Dios. En su retiro espiritual en la Cuevita de Manresa, Ignacio oraba humildemente y tenía una alegría serena y pareja. Y de golpe le vino aquel pensamiento -¿recuerdan?-: “Y cómo podrás tú sufrir esta vida setenta años que has de vivir”. Eso es lo que Ignacio llama “una razón aparente, una falacia”. Es decir, un pensamiento que nos parece muy lógico, que “va con nosotros”, pero en realidad esconde una falsedad y viene del enemigo. Es un ataque solapado contra la alegría en que vive el que se confía en las Manos de la Providencia de Dios. Ignacio no se dejó amedrentar por la razón aparente del mal espíritu y respondió en el acto con mucha fuerza interior: “Oh miserable! Me puedes tú prometer una hora de vida”. Responder así, para un alma simple como era la de Ignacio, es una gracia que el Espíritu Santo da a todos los pequeñitos del Reino. Dios da su sabiduría a los sencillos y fortalece a los humildes que recurren a Él.

Como ven, vamos repasando y saboreando lo que vimos. Porque como dice Ignacio, “no el mucho saber harta y satisface el alma sino el sentir y gustar las cosas de Dios internamente”. Habíamos dejado, también, una imagen muy linda de lo que significa discernir: la de Nuestra Señora que desata los nudos. Qué alegría da cuando uno le encuentra la punta al ovillo y al desatar un nudo permite que el hilo de la vida se simplifique y teja alegremente relaciones de amor y de paz.

Aquí vemos cómo Ignacio desata un nudo que le sobrecogió el alma encontrando la palabra justa que derrota al enemigo en su propia argumentación (como hacía Jesús con los fariseos cuando le planteaban dilemas tramposos): el mal espíritu le habla de poder ─ “no podrás aguantar” ─ e Ignacio le responde “y vos no podés prometerme ni una hora de vida”. Con esto le corta el diálogo, lo cual es más importante que el ingenio de su respuesta.

Con el mal espíritu no hay que dialogar

Quiero dejarles aquí una imagen fuerte que sirva de ayuda para discernir el modo de proceder del mal espíritu. Hoy están de moda los asaltos telefónicos, ¿vieron? Alguien irrumpe con un llamado en nuestra vida y lo que nos dice nos paraliza. Nos damos cuenta de que hay algo raro, pero las cosas que nos dice nos atrapan: es propio del ladrón ir anudando datos verdaderos con datos falsos, mientras nos envuelve en su red y nos va manejando el miedo. Lo que hay que hacer es tener a mano la frase que nos permite cortar. No se puede hablar con el mal espíritu. Eso es discernir una tentación: apenas reconocido el enemigo, se lo echa, sin dialogar.

Con el mal espíritu no se dialoga. Esto está claro.

Alegría y deseo de servir

Ahora bien ¿cómo puedo estar seguro de que una alegría fue verdaderamente de Dios? Escuchemos a Ignacio que nos cuenta cómo Dios nuestro Señor iba haciendo que las gracias que le daba se decantasen –como pepitas de oro en el cedazo- por su propio peso y se fuera así clarificando su mente con los sentimientos y criterios de Cristo:

Y en el camino le acaeció una cosa, que será bueno que se escriba, para que se entienda cómo nuestro Señor se había con esta ánima, que aún estaba ciega, aunque con grandes deseos de servirle en todo lo que conociese, y así determinaba de hacer grandes penitencias, no teniendo ya tanto ojo a satisfacer por sus pecados, sino agradar y complacer a Dios. Y así, cuando se acordaba de hacer alguna penitencia que hicieron los Santos, proponía de hacer la misma y aún más. Y en estos pensamientos tenía toda su consolación, no mirando a cosa ninguna interior, ni sabiendo qué cosa era humildad, ni caridad, ni paciencia, ni discreción para reglar ni medir estas virtudes, sino toda su intención era hacer destas obras grandes exteriores, porque así las habían hecho los Santos para gloria de Dios, sin mirar otra ninguna más particular circunstancia. Tenía tanto aborrecimiento a los pecados pasados, y el deseo tan vivo de hacer cosas grandes por amor de Dios, que, sin hacer juicio que sus pecados eran perdonados, todavía en las penitencias que emprendía a hacer no se acordaba mucho de ellos” (Autob. 14).

Nos quedamos un rato gustando estos grandes deseos de Ignacio de servir al Señor que le da su alegría verdadera.

Repasamos el texto: Grandes deseos de servir a Dios… Iba perdiendo peso la consideración de sus pecados pasados e iba ganando consistencia el deseo muy vivo de hacer cosas grandes por amor de Dios… Y poco a poco en el corazón de Ignacio se aposentará y vendrá a reinar sólo el puro deseo de agradar a Dios.

¿Qué enseñanza podemos cosechar para nuestro discernimiento en la vida cotidiana? Nos habíamos preguntado ¿Y cómo puedo estar seguro de que una alegría fue verdaderamente de Dios?

El deseo de servir es la repuesta. Si miramos el pasado, el criterio es que las alegrías sean permanentes. Si miramos al futuro, el criterio es que enciendan siempre más el deseo de servir. Las alegrías de Dios son siempre apostólicas, suscitan el deseo de salir a anunciarlas, son contagiosas: alegrías para compartir. Todo lo contrario del miedo que encierra y paraliza. Y de la diversión egoísta que nos vuelve mezquinos y nos deja tristes.

Es que cuando uno experimenta en su vida esa alegría que proviene del Amor gratuito de Dios, le brota un deseo incontenible de expresarse en gestos de servicio a los demás. La Virgen santísima, nuestra Señora, nos regala el testimonio más transparente de esta regla espiritual: el Alégrate del Angel la llena de gozo e inmediatamente se levanta y va a servir a su prima santa Isabel.

Sacamos entonces nuestra lección: Alegría de Dios y deseo de servir son como dos polos de una misma gracia, que podríamos llamar la gracia de discernir aquello que le agrada al Padre. El Padre siente agrado y se complace cuando sus hijos se alegran de su mirada –cuando El nos mira con bondad en nuestra pequeñez-; y también cuando de esa alegría brota en nosotros el deseo secreto de servir al prójimo, de ayudar al herido, de perdonar las faltas a los demás…

Eso le agrada al Padre.

A Dios le agrada que andemos consolados, apacentados bajo su mano todopoderosa, custodiada nuestra conciencia por su misericordia siempre mayor que el pecado, sintiéndonos cuidados y bendecidos, alimentados y bien enseñados…

Al Padre le agrada que esta consolación de frutos abundantes en nuestra vida cotidiana: frutos de oración y de servicio. Que le brindemos el servicio de nuestra adoración, en espíritu y en verdad, como la Samaritana. Y el servicio de cuidar a sus pequeños, a los pobres y enfermitos, a los abandonados y excluidos, como hizo el Buen Samaritano.

Vincular alegría y deseo de servir

¿Y qué tarea dejamos para esta quincena?

Se me ocurría proponerles un sencillo ejercicio que consiste en conectar y vincular en nuestra vida estas dos realidades: la alegría y el deseo de servir. ¿Cómo andan tus deseos de servir? A tu familia, en tu trabajo, a los pobres… Si estás deseoso de servir y te sentís animado y con fuerzas, aún en el cansancio del trabajo, dale gracias al Padre. Seguro que podés identificar que El es la fuente de tu alegría.

Si por el contrario tu cansancio está teñido de desilusión y más bien aguantás y tratás de zafar en el servicio, pedile al Padre que te mime un poco. Seguro que no estás conectado con sus ojos buenos, que te has alejado de él llevándote tu parte de la herencia o estás trabado por una mirada un poco resentida de tanto compararte con tu hermano pródigo y de no mirar al Padre que te dice “todo lo mío es tuyo”.

Hace bien conectar la falta de deseo de servir con la necesidad de ser mimado y consolado por el Señor. Nosotros nivelamos para abajo: solemos conectar “falta de deseo de servir” con culpa. El Señor en cambio nivela para arriba, si querés servir dejate perdonar, dejate corregir, dejate consolar… Pedí “doble gracia” si te hace falta, como pedía Teresita, que se sentía pequeña y limitada al lado de los grandes santos y entonces pedía “gracia doble” para poder servir al Señor.

La alegría de sentirse con derecho a pedir gracia doble de alegría para poder tener grandes deseos de servir. Al Padre le agradan estas confianzas de sus hijos predilectos, caradureces que le permiten mostrar lo todopoderoso que es su amor.

La tarea, pues, de examinar en nuestra vida la alegría y deseo de servir dejando que el Espíritu las vincule en nuestro interior de manera que se retroalimenten mutuamente en un círculo virtuoso agradable al Padre.