El ejercicio de poder – El carisma de la profecía

viernes, 22 de agosto de 2008
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I – El ejercicio de poder

“Ustedes han comprobado en mí los rasgos que distinguen al verdadero apóstol: paciencia a toda prueba, signos, prodigios y poderes.”

2º Corintios 12, 12

Alguna traducción dice “y milagros” pero es dinamis, fuerza y poder, de lo que habla Pablo en este versículo 12, como también lo hace en otros pasajes de su rica pluma y su profuso ejercicio epistolar.

Después de hablar de fe en el poder de realizar milagros y de las curaciones milagrosas, Pablo concluye con una expresión que resulta un tanto enigmática: “ejercicio de poder”. En realidad, en muchos momentos Pablo se refiere al poder de Dios, dinamis, que está actuando en el mundo. En esos casos no habla del “poder de realizar milagros”, sino del poder que actúa en el Evangelio y produce la salvación de los creyentes.

Por ejemplo, en Romanos 1, 16-17: “Yo no me avergüenzo del Evangelio porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen: de los judíos en primer lugar, y después de los que no lo son. En el Evangelio se revela la justicia de Dios, por la fe y para la fe, conforme a lo que dice la Escritura: el justo vivirá por la fe.” Este poder se manifiesta en quienes para los ojos humanos es lo más débil. “Fíjense, hermanos, a quiénes ha elegido Dios.  No hay entre nosotros muchos nobles, no hay entre nosotros muchos poderosos. Dios eligió lo débil del mundo, Dios eligió lo que no cuenta, para confundir a los que creen que son algo. Y allí Dios, en medio de la debilidad de los pobres, ha manifestado su poder” (1º Corintios 1)

María dice: “El Todopoderoso ha obrado en mí grandes cosas. Ha mirado la humildad de su esclava”.

El poder de Dios se manifiesta, en la perspectiva de Pablo, como la obra del Espíritu que se revela en medio de la fragilidad humana. La predicación de Pablo, que es con poder, es desde la debilidad de Dios en la cruz. Hay toda una teología en torno a la debilidad, la fragilidad, la vulnerabilidad de los instrumentos de los que Dios se vale. Y Pablo es el primer testigo para expresar el poder salvador ejercido por el Espíritu Santo que testifica la obra de Jesús. De allí que nosotros no tengamos que desalentarnos frente a nuestra debilidad, ni abatirnos frente a lo que en nosotros no está puesto del todo en su lugar. Por el contrario, debemos aprovechar esas fragilidades físicas, esas debilidades morales, esas ineptitudes que tenemos a veces para relacionarnos o para cumplir con nuestro trabajo de la mejor forma posible porque no alcanzamos a hacerlo; todo lo que en nosotros es carestía en términos materiales, sicológicos, morales, físicos, relacionales; todo lo que es aspiración y que no alcanzamos a lograrlo; todo ello no es para desalentarnos sino que allí mismo, en el hiato, en el hueco, radica nuestra fortaleza.

Pablo dice “cuando yo soy débil, cuando se manifiesta mi fragilidad, mi vulnerabilidad, entonces obra el poder de Dios en mí. Los que son verdaderamente apóstoles, están dotados de este poder.” Con lo cual el apóstol, llamado a ser una columna de la Iglesia, llega a serlo no por su condición humana sino porque en su condición de fragilidad y debilidad está Dios obrando con toda su fuerza. Y Pablo nos dice: “ustedes están dotados de este poder, para el trabajo apostólico en la Iglesia”.

Es sorprendente que a algunos miembros de las comunidades, y particularmente a los que trabajan en el apostolado, se los haga partícipe de esta fuerza que resucitó a Jesús y que ya ha comenzado a realizar la renovación de la humanidad hasta llegar a la resurrección de los creyentes. Si bien San Pablo no explica de qué manera pueden algunos fieles realizar ese ejercicio de poder, se ve claramente que así ocurre. Los prodigios que Dios obra, los hace sabiendo que en quienes los obra puede hacerlo libremente porque no hay una competencia de poder, sino que justamente en ese lugar de fragilidad humana y no de endiosamiento, sino en esa condición humilde de quien se acepta frágil, débil, tembloroso, como Pablo reconoce que es su modo de predicación, allí Dios actúa con fuerza y con poder. Pablo dice “cuando fui a ustedes no me acerqué con la persuasión del discurso humano; delante de ustedes todo tembloroso iba a predicar”. Allí expresa su frágil condición. En esa vulnerabilidad, Dios opera con poder, actúa con fuerza y es capaz de grandes prodigios. Por eso, como María, debemos alegrarnos por nuestra propia debilidad, para que allí se muestre el poder de Dios.

 

II – El carisma de la profecía

Hay un carisma en el que Pablo insiste, y que aparece mucho ya en el Antiguo Testamento: es el carisma de la profecía. Entre los carismas que el Espíritu suscita en las comunidades, Pablo tiene especial aprecio por el carisma y el don profético. Aparece en Romanos. 12, 6. También en 1º Corintios 14, 1: “Procuren alcanzar ese amor, y aspiren también a los dones espirituales, sobre todo al de profecía.”

El don de profecía resurge en el Nuevo Testamento. Los profetas fueron figuras muy familiares en el Antiguo Testamento; la Escritura recoge varios libros atribuidos a estos personajes que son la boca de Dios, a través de los cuales Él se expresa. Hombres y mujeres de la Palabra, que hablaban a la comunidad de Israel de parte de Dios. Comenzaban su discurso diciendo “esto dice Yaveh”. Levantaban la voz y al presentarse ante el pueblo, expresaban lo que ellos habían recibido y lo que Dios quería comunicar. Cuando relatan cómo es que llega a ellos el mensaje de Dios, es claramente la voz profética la que comienza a decir “y esto dice Yaveh”. Yaveh les dijo que dijeran aquello, porque tenían certeza de que la palabra del Señor había sido puesta en sus labios.

La misión del profeta consiste en amonestar y corregir al pueblo, y mostrarles el designio de Dios sobre ellos. El pueblo debía aceptar lo que proclamaba el profeta; su palabra era la palabra de Yaveh y quien la rechazaba, estaba rechazando al mismo Dios.

En ocasión de este ejercicio carismático, a veces se producían problemas porque aparecían falsos iluminados. Y la Palabra, ya en el Antiguo Testamento, distingue claramente entre los verdaderos profetas y los falsos profetas. Con el tiempo se va extinguiendo el profetismo en Israel, dejándole más lugar a la Ley. Ya sobre la llegada de Jesús, el profetismo está exiliado del contexto de vivencia israelita, salvo algunas pocas voces que vemos alrededor de Jesús. Una muy fuerte, que grita en el desierto “preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Se reviste de piel de camello, come langostas, lleva una vida muy austera, realiza un bautismo de conversión. Se llama Juan. Es el Bautista, el primo de Jesús, quien proféticamente había saltado de gozo en el seno de su madre cuando recibió la visita de María con Jesús en su vientre; desde aquel lugar comenzó a proclamarlo. Este Juan el Bautista, el último profeta del Antiguo Testamento y el primer profeta del Nuevo Testamento, reflota –con el poder de Elías- la gracia profética para el nuevo tiempo que vendrá.

El profetismo comienza a tomar vigor, fuerza y trascendencia en la persona de Juan. Pero alrededor de Jesús aparecen dos personajes más que profetizan: Simeón y Ana. Dos ancianos que oran y en el templo, cuando Jesús es presentado, reciben la gracia de profetizar acerca del destino de este niño: “será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción” (Lucas 2, 34).

Incluso Jesús, al comienzo, es reconocido como un profeta. Pero Él es más que un profeta. Él es el mismo Hijo de Dios entre nosotros.

En 1º Corintios 11, 4-5 y en Romanos 12, 6 se habla de profetas y de profetisas. En las comunidades paulinas comienzan a manifestarse estos dones proféticos en hombres y en mujeres. Pero en ningún momento se dice que anunciaran cosas futuras. Más bien tenían a su cargo una función de exhortación y de enseñanza. El que profetiza habla a los hombres para edificarlos, exhortándolos y reconfortándolos.

“El que profetiza, edifica a la comunidad” dice Pablo, siguiendo el texto que leíamos antes, 1Cor. 14, 3-4. Anteriormente había hablado Pablo de los dones (1º Corintios 13), rematando (en 1º Corintios 14, 1) con que los dones más importantes son aquellos que edifican a la comunidad. Y entre los que edifican a la comunidad en la caridad, está el don de la profecía que ayuda a poner de pie a los hermanos.

A mí personalmente me reconforta y me confirma en el camino, recibir de algunos oyentes el testimonio de que esta obra profética (Radio María) los alienta, los pone de pie, los anima, los edifica. Y realmente éste es un pueblo de profetas. Esta obra que nosotros vamos compartiendo con vos, esta obra de Dios en medio nuestro, en el discernimiento que hemos ido haciendo de la fuerza carismática que la alienta, de su espíritu, decimos que es una obra profética, de profetas y de profetisas, de hombres y de mujeres que proclamamos y anunciamos, buscamos edificar confortando, alentando, invitando a los hermanos a ponerse de pie.

Además, sentimos profundamente que estamos llamados a constituirnos en comunidades proféticas. En distintos lugares tienen que comenzar a aparecer -de hecho, incipientemente esto ya va ocurriendo- voces y experiencias proféticas, en comunidades orantes y fraternas, alentadas por este espíritu del profetismo, donde Dios busca algunas bocas para poner de pie a su pueblo e invitarlo a seguir peregrinando, exhortándolo y corrigiéndolo pero, por sobre todas las cosas, alentándolo a levantar la mirada porque tiempos nuevos se avecinan y lo que va pasando queda a los costados, en los márgenes sino atrás; y lo nuevo, lo que vendrá, está en boca de quienes profetizan y nosotros somos testigos de este carisma que Dios derrama también hoy sobre la comunidad de la Iglesia.

Le pedimos al Señor que nos siga alentando en este sentido y que su voz profética en nosotros resuene cada vez con más claridad.

Cuando Pablo quiere hablar de profetismo, utiliza el verbo “edificar”, que implica una tarea que es parte de la misión que le encargó el Señor a Jeremías cuando fue llamado “para que edifiques y plantes” (cfr. Jeremías. 1, 10 y 24 “yo los edificaré”). “Edificar”, no destruir.

Esto nos enseña a que nuestra misión debe ser cada vez más propositiva y menos crítica o enjuiciadora, menos moralista. No se trata de dejar de ver las cosas que no están bien o desordenadas en el mundo en que vivimos, que son contrarias al proyecto de Dios. No es suficiente sólo ver dónde está lo oscuro del camino: es mejor encender una luz. Madre Teresa, haciéndose eco de un antiguo dicho popular inglés, decía que es mucho más importante encender un fósforo que maldecir la oscuridad.

Justamente, la esencia del anuncio profético -como Pablo lo entiende- continuando con la línea de Jeremías, está en el edificar y en el encender una luz. Proponer encarnar en nosotros un modo nuevo y distinto de vivir, que sea capaz de servir de contrapeso de otros estilos que a priori vemos que no son la mejor forma; pero tampoco nosotros hemos encarnado del todo un verdadero estilo al modo del que Jesús quiere como para indicar, como una luz que se enciende en medio de las sombras, cuál es el camino.

El profeta edifica, construye. La metáfora de la edificación supone a la comunidad como imagen de un edificio que es el templo de Dios; y su construcción es una tarea que no se agota con lo que hizo el que la fundó, sino que debe ser continuada por otros. Pablo decía “ustedes son el edificio de Dios; según la gracia que Dios me ha dado, yo puse los cimientos, como lo hace un buen arquitecto y otro edifica encima”. Aún cuando otros deban construir sobre cimiento puesto por Pablo, él tiene por principio no edificar sobre cimiento puesto por otros. Edifica sobre cimientos que él mismo ha puesto, en Cristo. “Él es el que funda la comunidad” dice Pablo;y eligió este instrumento para poner los cimientos; arriba de lo que este instrumento ha puesto, se edifica, se construye.

Las imágenes que usa Pablo no se confunden. Por una parte, los miembros de la comunidad edifican porque constituyen y contribuyen a la construcción; y por otra parte, son edificados porque ellos son el edificio que se está construyendo. Y es verdad: cuando uno da y construye, se construye.

En Pablo, la edificación que genera el profetismo tiene a la comunidad por objeto. Es decir, no se profetiza para decir algo que no se sabe o que traerá claridad para los tiempos futuros, sino que se profetiza poniendo de pie a los que forman parte de la comunidad. Y esto es hecho con ese lenguaje que sale de la caridad. Por eso justamente, Pablo ubica esta perspectiva del profetismo edificante después de haber anunciado el camino: el de la caridad.

¿Qué necesita la exhortación para edificar? La unidad. Y por eso Pablo sale a reprender a los indisciplinados, a animar a los tímidos, a sostener a los débiles, a ser paciente con todos. ¿Para qué? Para unirlos a todos dentro del misterio del Cuerpo de Cristo que es la comunidad.

Cuando se edifica la comunidad, se edifica sobre el cimiento que pone el Apóstol en la roca que es Jesús, y en torno al cual hay que construir. ¿Qué se construye? El Cuerpo de Cristo. ¿Y qué se destruye cuando uno se aparta de Jesús? Se destruye el Cuerpo de Cristo.

Cuando nosotros estamos en comunión unos con otros bajo el signo de la caridad y nos edificamos mutuamente, colaboramos a la manifestación de mayor claridad del Cuerpo de Cristo, de la presencia de Cristo en el mundo. Cuando nosotros nos apartamos de este lugar, lo que hacemos es volver a aniquilar el Cuerpo de Cristo.

Pablo habla, entonces, en términos proféticos para construir la comunidad, para edificarla. La tarea de hacer crecer y mantener la unidad de la comunidad es una misión que compete principalmente al apóstol en su servicio profético. Pero puede suceder, dice Pablo, que alguno aparezca como inspirado por el Espíritu Santo y destruya en vez de edificar. A estos que provocan la división dentro de la Iglesia se les anuncia un final terrible, porque la comunidad es el templo de Dios. Y si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo va a destruir a él.

Atención, entonces, con algunas expresiones con las que nosotros levantamos el dedo, creyendo estar sosteniendo la verdad, aunque estando más alentados por alguna bronca o algún sentimiento de resentimiento, y sólo logramos sembrar más discordia que unión. Si es para sumar, para incorporar, para sumar, benditas sean las palabras que se pronuncian en la comunidad. Pero si es con el dedo que acusa, con la expresión que divide, si es con la sagacidad del que ve la fragilidad y allí se instala para mostrar la debilidad y aniquilar a los pequeños, ¡cuidado! Porque el que hace estas cosas después sufre las consecuencias que se devienen de este modo de actuar, dice Pablo.

Por eso, hay que cuidarse de los falsos profetas, de aquellos que a veces dicen verdades muy ciertas pero que no edifican. En este sentido, importa tanto la verdad que se dice cuanto el modo de decirla. Martín Descalzo dice que hay verdades que son tan agrias como el vinagre, que son medias verdades. Y las medias verdades son mentiras. No hay medias verdades. Las medias verdades suelen ser mentiras. Suelen ser dichas en un contexto descontextuado, y entonces sirven para un pretexto cualquiera, pero no para construir ni edificar.

¡Atención con nuestro modo de intervención en la comunidad a la que pertenecemos! No sea que creyéndonos paladines y defensores de la verdad, por nuestra manera crítica y aguda de expresarnos, ayudemos a la destrucción. Lo que hace falta es construir, edificar. Y para ello hay que ser propositivos. No alcanza con decir lo que no está bien, sino que debemos hacer algo para que la cosa esté mejor.

La Iglesia ha tenido por mucho tiempo una claridad inmensa en sus documentos a la hora de analizar lo humano, porque tiene la luz de la sabiduría de años de camino como maestra en lo humano, guiada por el Espíritu. Pero la verdad es que nosotros los cristianos, los católicos en particular, no siempre hemos encarnado en nuestra vida todo aquello que hemos proclamado con mucha lucidez, racionalidad e intelectualidad en algunos ámbitos donde es necesario proclamarlo así. Solo si la Iglesia como pueblo, nosotros todos, encarnáramos los valores que hemos definido con tanta claridad en la Doctrina Social de la Iglesia, y los multiplicáramos con nuestro testimonio y estilo de vida, el mundo en el que vivimos sería aquél que soñamos en Jesús, la “Civilización del Amor”. Hay que dar un paso. El método es ver, juzgar y actuar. Ver, vemos bien. Juzgar, juzgamos con claridad. Pero a la hora de actuar, nos quedamos a mitad de camino. Hay algo que no está funcionando en nuestro modo de ir siendo. Tal vez sea la necesidad de un espíritu profético que aparezca con mayor claridad, de modo propositivo, para construir, para edificar.