El encuentro con Jesús nos revela nuestra identidad

martes, 14 de agosto de 2007
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Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: “¡La paz este con ustedes!” Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor.

Jesús le volvió a decir: “¡La paz este con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también.” Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos.”

Juan 20; 19 – 24

Los discípulos se alegran al ver a Jesús, salen del temor, del miedo, los apóstoles contemplan después de la resurrección a ese Cristo glorioso permanentemente delante de ellos, es el mismo Jesús con quien habían vivido unos tres años y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de una vida nueva, mostrándole las manos y el costado.

Claro que no fue fácil creer para ellos, después del escándalo de la cruz, de hecho la Palabra nos muestra a los discípulos de Emaus que a través de un itinerario laborioso en el espíritu logran al final del camino identificar quién era aquel peregrino misterioso que transitaba con ellos, al partir el pan se les abren los ojos y descubren que era Jesús, el que ya no estaba, el que ahora desde dentro los impulsa a ir a decirle a los hermanos que era en Galilea donde iba a mostrar su grandeza, la que había prometido, la de la resurrección.

El apóstol Tomás creyó después de haber comprobado el prodigio “Si no pongo mis dedos en sus manos y en su costado no creeré”, en realidad aunque se viese y se tocase su cuerpo solo la fe podía superar aquel misterioso rostro transfigurado de Jesús, al que le cuesta a los discípulos reconocer como el mismo Señor, creen que es un jardinero, creen que es un peregrino, creen que es un pescador que está a la orilla, no terminan de ver que es el mismo Jesús que está resucitado, es una experiencia nueva para los discípulos.

Esta experiencia ya la habían vivido de algún modo en el camino junto a Jesús en aquellos tres años de peregrinar cuando la Palabra nos relata el diálogo de Jesús con los discípulos en Cesarea de Filipo se habla de esto, de la dificultad que los discípulos tienen para terminar de penetrar el misterio, para meternos en lo hondo, en lo profundo, hacia donde el Señor nos va llevando que es al encuentro renovado con Él, transformante desde su persona que nos revela nos hace falta un camino de fe, una experiencia de fe.

“Qué dice la gente que soy yo. Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros dicen que eres Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas. Y ustedes que piensan que soy yo”, la gente, el pueblo logra como entrever la dimensión religiosa, excepcional de este Maestro, de este Rabí que habla de una manera realmente fascinante, pero no consiguen como encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel, en realidad Jesús es distinto, es este grado de conocimiento que viene de la fe que atañe a lo profundo de su persona lo que Él espera de los suyos.

“Y ustedes quién dicen que soy yo” es la fe de Pedro y con él el de la Iglesia en todos estos tiempos que llega realmente al corazón yendo a la profundidad del misterio, “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, cómo llegó Pedro a esta fe y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de un modo cada vez mas convencidos sus pasos.

El Evangelista San Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús recibe la confesión de Pedro “Simón, esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre sino mi Padre que está en el cielo”, la fe es un don que llega de lo alto, la expresión carne, sangre evoca al hombre y el modo común de conocer, en el caso del vínculo con Jesús y del misterio de vida que él nos abre a este modo habitual de acceder al conocimiento de la realidad en cualquiera de sus formas, no es suficiente, solo se puede entender a Jesús y su misterio entrando a Él descalzos, poniéndonos de rodillas y dejándonos tomar por este regalo inmenso que el Padre quiere renovar para vos en el don maravilloso de la fe. Penetrar el misterio de Jesús a través del misterio de la fe es la única posibilidad que tenemos para entenderlo y entendernos.

Lo entendemos a Jesús solo desde la fe, nos autocomprendemos desde este encuentro con Jesús en la fe, cuando decimos vamos a lo hondo, vamos a lo profundo, vamos a la otra orilla tiene significaciones diversas este meternos con Jesús y en su barca para llegar hasta donde él nos quiere conducir, de todos lo sentidos que esto guarda hay uno que es absolutamente necesario vivir, es el del encuentro en la profundidad de nuestro ser. Cuando nos encontramos con Jesús y su misterio se nos revela nuestra condición más honda y mas profunda, nuestra mas clara identidad, conocerlo a Jesús es la mejor forma de autoconocernos y este conocimiento brota del encuentro con Él en la fe.

El interno conocimiento de Jesucristo, dice San Ignacio de Loyola en la primera semana de los ejercicios, está la gracia que hay que pedir con la experiencia de la confusión de sí mismo, es como animarse a romper con todo lo que yo creo de mi mismo en positivo y negativo y dejarme devolver una imagen diversa, mas real, en positivo y en negativo de quién soy.

El conocimiento interno de Jesucristo unido a la vergüenza de sí mismo, la confusión de sí mismo nos permite dos cosas: penetrar mas profundamente en el misterio de Jesús y al mismo tiempo abrirnos, romper con el cascarón y animarnos a encontrarnos con nosotros de una manera distinta.

Siempre ocurre así cuando tenemos una mas honda y profunda relación con el Señor, hay algo nuevo que nace también en nosotros, solemos decir aaaah era así, cuando nos encontramos en el trato con el Señor en la Palabra, en la oración, en una moción interior que nos viene del corazón, decimos mira vos esto lo leí tantas veces y ahora lo entiendo de una manera nueva, esto lo escuche muchas veces pero ahora que loe escucho lo entiendo, ese descubrir siempre en el camino un costado nuevo, es hondo, profundo el misterio, la Palabra y la carne, la gloria Divina y su morada entre nosotros, la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades es la que revela la identidad de Jesús.

Según la clásica forma del Concilio de Calcedonia del año 451 las cosas son así: una persona en dos naturalezas, la persona es solo aquella, la Palabra eterna, el Hijo del Padre, las dos naturalezas sin confusión alguna pero sin separación alguna posible son divina y humana, es un misterio.

Nuestra capacidad de poder entender y de poder ponerle palabras a este misterio es grande, es por eso que el modo de penetrarlo es animándonos a callar y en el callar comprender. San Ignacio en su vida fue descubriendo a cada paso el misterio de Dios, un nuevo costado, un nuevo matiz y repite que esto le ocurre con una conmoción fuerte en el corazón, con abundante lágrima dice, expresando su sentir hondo de encuentro con Jesús, este Jesús que pregunta “Quién dicen ustedes que soy yo” es verdadero Dios y verdadero hombre.

Nosotros como Iglesia igual que el apóstol Tomás estamos invitados continuamente a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María y entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección.

Acerca tu dedo, mira sus manos, metamos la mano en su costado, como Tomás nosotros nos mostramos ante Jesús resucitado en la plenitud de su esplendor y exclamamos “Señor mío y Dios mío”, como Pedro nos sentimos indignos de esta presencia, como él cuando lo vemos delante nuestro, como estamos, nos animamos a ir hasta donde está él porque nos atrae su presencia, dice Juan 1, 14 “La Palabra se hizo carne” esta espléndida presentación de Juan del misterio de Cristo está como confirmada a lo largo de todo el Nuevo Testamento.

Aquí se sitúa también Pablo cuando afirma que el Hijo de Dios nació de la estirpe de David según la carne, si hoy nosotros con el racionalismo que reina en gran parte de nuestra cultura quisiéramos entenderlo a Jesús haríamos la misma experiencia que San Agustín cuando caminando por la playa intentaba entender el misterio de Santísima Trinidad y de repente ve un niño que sacaba agua del mar y la metía en ese pozo, cuando le pregunta qué estas haciendo, el niño le dice estoy trayendo todo el agua del mar a mi pocito, estaba queriendo hacer su propio mar delante de él, fue suficiente para que Agustín entendiera que era imposible racionalizar el misterio, que para entenderlo hay que callar y dejarse llevar a lo profundo, a lo hondo por la gracia del Espíritu Santo y por el don de la fe que el Padre regala “Simón, no ha sido ni la carne ni la sangre lo que te ha permitido decir quién soy yo, es el Padre quien te lo ha revelado”.

Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre, mañana también , hasta la eternidad seguiremos descubriendo algo nuevo de Dios.

Este encuentro con el Señor que va renovándose permanentemente en nosotros y nos regala este don y esta gracia de continua transformación es un anhelo hondo que hay en cada uno de nosotros, el salmista lo dice claramente: “Mi alma tiene sed de Dios, cuándo voy a llegar a contemplar su rostro” y también reza así “Señor yo busco tu rostro, no me lo escondas, muéstrame tu rostro” es un antiguo anhelo del pueblo de Israel que no podía recibir una respuesta mejor y mas sorprendente que la contemplación del rostro de Jesús.

En Jesús Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho brillar su rostro sobre nosotros, Dios y hombre como es Cristo nos revela también nuestra propia identidad, nuestro rostro, no se si te ocurre algunas veces que no te reconoces, que haces algunas cosas donde vos decis en un sentido o en otro, ¿este soy yo?.

Es cuando estamos desencajados en la vida, salidos, cuando no terminamos de ser nosotros mismos, el misterio de Jesús lo que hace es traducirse en un eje para nosotros, por eso hablamos de la centralidad de Jesús para nuestra vida, la centralidad de Jesús en nuestra propia existencia es la que nos contiene, es la que no nos hace perder los márgenes, es la que no nos permite que nos desbordemos y al mismo tiempo es la que permite que nuestro ser crezca, aumente en su caudal de posibilidades de ser, a este caudal de posibilidades de ser lo llamamos tiempo nuevo para un hombre nuevo participando de esa vida divina de Dios.

Es en el misterio de la Encarnación donde están las bases para una verdadera posibilidad de ser hombres y mujeres nuevos, capaces de ir mas allá de los propios límites y de las propias contradicciones, moviéndonos hacia Dios mismo, hacia la meta de llegar a ser como Él y entrar en comunión con Él a través de lo que llamamos incorporación al misterio de Jesús porque este encuentro con Él no es un diálogo de dos desconocidos, ni un intercambio de palabras donde yo te digo y vos me decís, es un misterio de comunión que es Jesús en mí y yo la posibilidad de poder estar en Él, Jesús en mi persona llegando a decir lo que le hagan a este guarda porque me lo hace a mí, Jesús en la persona de mi hermano y yo en la persona de Jesús, este misterio de comunión es el que nos permite la construcción del hombre y la mujer nueva que estamos buscando.

Son las dimensiones salvíficas de redención nueva que se ofrecen en la persona de Jesús, cuando hablamos de salvífico, de redención, estamos hablando de potencialidades dormidas que a veces hay en nosotros que se despiertan a partir de un encuentro que plenifica, hablamos de plenitud cuando hablamos de redención, hombres y mujeres plenos, maduros, crecidos, la salvación no es magia, la redención no es una experiencia de liberación de una carga sin nuestra participación, la redención, la salvación, la plenitud surgen a partir de un encuentro con Jesús que nos da la posibilidad de cargar con lo nuestro sin perder la posibilidad de ser lo que estamos llamados a ser y mas aun, ser mas de lo que nos hubiéramos imaginado ser.