El Espíritu Santo nos precede y despierta, nos atrae y seduce

jueves, 15 de mayo de 2008
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Después de hablar así, Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo:  “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que el hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que Él diera la Vida eterna a todos los que Tú le has dado.  Ésta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera.  Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos.  Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra.  Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste.  Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido glorificado. Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y yo vuelvo a ti.  Padre Santo, cuídalos en tu Nombre a los que me has dado, para que sean uno, como Tú y Yo somos uno.”

Juan 17, 1 – 11

La Iglesia nos regala, en la Palabra de Dios, el texto de la oración sacerdotal de Jesús, la oración de Jesús por los suyos en este día martes 6 de mayo, próximos a celebrar Pentecostés, en que vamos a renovar nuestro Bautismo, es decir nuestra inmersión en el Espíritu de Dios.

¡Cuántos corazones están como leña seca y tirada! Podrían arder y dar calor a sus hermanos. ¡Cuántos quizás no se dejan consumir por miedo a desaparecer, a perder lo poco que tienen, creyendo que tienen ya suficiente, que no pueden tener más, que lo ya alcanzado es todo lo que necesitan! Pero sólo Dios puede saber, sólo el Espíritu de la Verdad puede manifestarnos cuánto necesitamos, a cuánto estamos llamados… Nadie debe agotar la vida de la fe en su propia percepción. Hay que dejarse conducir.

Sumergirse en Dios para que caliente mi corazón y así lo dilate, lo expanda. Y entonces comience a consumirme haciéndose fuego, calor, transformándose en energía. Ésa será la obra de Dios en mí. Tal vez yo piense: “hasta aquí llegué, ya no puedo más.” Puedo pensar esto frente a un problema, o a un defecto que arrastro y que ya no lucho más, frente a situaciones o a personas; frente a mi situación matrimonial o a mi comunidad; frente a mi tarea de servicio, a mi trabajo; frente a tantas realidades… Quizás estoy sin arder.

¿En qué estoy sin arder? El Espíritu es el fuego de Dios, lanzado para que consuma, dilate, haga madurar, arder y crecer nuestra existencia, para convertirla en una energía transformante que es la vida de la gracia, que debe tocar los corazones y cambiar nuestro mundo.

No es una cuestión de capacidades, de organización ni de fuerzas. Es tan sólo una cuestión de permitir a Dios arder, sumergirme en Él, creer en su Amor, dejar que Él obre en mí.

Que el Señor nos traiga esa llama, que nos vaya transformando.

Espíritu Santo: Jesús vivió por Él. Su oración fue por Él. Qué lindo cómo, en el Catecismo (Nº 683), la Iglesia nos recuerda la Primera Carta a los Corintios (Cap. II): “Nadie puede decir `Jesús es el Señor´ sino por el influjo del Espíritu Santo.” Esto esPalabra deDios, palabra pulsada por el Espíritu Santo. Nadie puede ni siquiera decir “Jesús” si el Espíritu de Dios no nos anima. Y la Palabra de Dios nos dice siempre la verdad, siempre algo necesario, algo que hay que descubrir y tras lo cual hay que elegir vivir. No tanto poniendo empeño, sino más bien aceptando y confiando.

También en la Carta a los Gálatas dice: “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abba, Padre.” El Catecismo dice que este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo es necesario, primeramente, haber sido atraídos por el Espíritu Santo. Él es quien nos precede y despierta. Él es el autor de la atracción. Recordamos las palabras que se repiten como eco en nuestros corazones: “Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir.” Ésa es la obra del Espíritu.

Todo en Jesús es por la acción del Espíritu. En el cristiano pasa lo mismo. Por eso no es extraño que la Palabra de Dios diga, a través de San Pablo, “Nadie puede decir `Jesús es el Señor´ sino por el influjo del Espíritu Santo.”

Y lo que más ha querido Dios, al hacer la Redención, es soplar el Espíritu, puesto que el Espíritu no obra sino en Redención, en la acción redentora del Hijo. Por eso, entrar en la comunión con Dios Espíritu Santo es entrar en comunión con el Hijo, que es Camino, y es entrar en comunión con el Padre, porque el que ve al Hijo ve al Padre. Ésta es la experiencia: hacerse actuar por el Espíritu significa adquirir la forma de Jesús y vivir la condición de Hijo. Como dice en Gálatas: “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abba, Padre.” El Espíritu es el que nos hace clamar como hijos, es el que reaviva la imagen y la identidad de hijos de Dios en nosotros. Lo más grande que tenemos, ser hijos de Dios, es posible por el don del Espíritu Santo.

Esto es lo que debemos reavivar en este Pentecostés: vivir filialmente, permanentemente como hijos. Es el Espíritu el que obra esta condición de hijos. Y no podríamos vivir esto ni tener fe si el Espíritu primero no nos atrajera. El Espíritu nos seduce.

Ninguna persona puede buscar a Dios ni orar si el Espíritu no lo impulsa desde adentro. Por eso la oración es amor. Y es el amor que tiene inicio en Dios. La oración es Dios actuando en mí, y es obra del Espíritu. Y el Espíritu “es el que viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos pedir como nos conviene”, como dice San Pablo.

La oración es la manera de conocer el plan que Dios tiene para nosotros. Pero la oración no es posible si Dios no viene en ayuda de nuestra debilidad. Dios tiene el plan, lo manifiesta y pulsa el corazón para que me abra al conocimiento del plan divino sobre mí. Esta acción de Dios no se puede dar sin la libertad humana. Muchos se preguntan, entonces ¿qué valor tiene mi esfuerzo, mi búsqueda? Tiene todo el valor. Porque Dios habla con el hombre, que es libre. Sin embargo, no es la libertad la que inicia la relación con Dios.

La libertad sólo puede ser actuada por el Espíritu para la relación con Dios como Padre, con el Espíritu como neuma, como soplo, como calor; y con el Hijo, con Jesús, como Hermano y como camino. La libertad humana es la capacidad para el diálogo con Dios y, por ende, es la la capacidad para el diálogo con el hermano. Es también disponibilidad, acogida, receptividad. Y la oración es la acción de Dios que reconoce mi receptividad y la respeta, porque es la libertad la que dice hasta dónde le doy permiso.

Es muy linda la imagen de aquél artista que había hecho un hermoso cuadro de una puerta, pero sin picaporte. Cuando le preguntan porqué le falta el picaporte, el artista aclara que esa puerta es el símbolo del corazón humano, que no puede ser abierto por nadie desde afuera, ya que sólo puede ser abierto desde adentro.

Hay tantos dones de Dios y tanta paz, que se quieren difundir en nosotros cuando nos diponemos a orar, a encontrarnos con Él en la Palabra, a darle tiempo, a adorarlo, a postrarnos delante de Él en la presencia Eucarística, donde está el Señor viviente. ¡Qué locura la nuestra! ¡No tener tiempo para estar con el Señor! Pero cuando lo adoramos, el Espíritu pasea libremente por el jardín de nuestros corazones.

En otra parte del Evangelio se nos relata el encuentro de Jesús con Saqueo: pareciera que Saqueo es quien tiene la iniciativa, porque lo estaba buscando. Y como era petiso, se subió a un sicómoro para poder ver al Señor. Toda su astucia en lo mundano, en lo temporal, si bien le había permitido ser exitoso en la sociedad, no le alcanzaba para el encuentro con lo definitivo. Porque era petiso. ¿Qué hizo entonces? No se anuló por ser petiso, sino que se trepó a un sicómoro (una especie de higuera). Y el Señor miró hacia arriba. Parecería como si estuviese sorprendido de ser buscado. Yo diría que esa mirada posterior a la aparente búsqueda de Saqueo era el signo de que el Espíritu había obrado ya antes en él para pulsarlo a buscar a Dios.

Eso es lo que pasa con cada uno de nosotros. Por lo tanto no hay que preocuparse tanto de todo lo que siente, vive y le pasa a una persona. Aunque uno no pueda controlar, hay que darle el tiempo a Dios y hay que dejarle obrar. También hay que interceder con la oración para que el Señor obre en una persona y para que esa persona acepte el paso de Dios por su corazón. Porque Dios pasa por el corazón de toda persona. A esto hay que saberlo: nadie vive si Dios no pasa por su corazón. Aunque el hombre rechace a Dios, Dios pasará por su corazón, tal vez no para quedarse pero sí dejando, como los pies en la arena, sus huellas.

Y nadie podrá renunciar al paso de Dios y nadie podrá resistirse puesto que si pudiéramos resistirnos a ese paso obligado de Dios, no existiríamos. Existimos porque Dios nos crea y nos sostiene. Para poder participar de la gloria, tiene que ser aceptado el soplo del Espíritu, que es el que nos hace buscar eso definitivo: la gloria de Dios.

El Catecismo dice que para entrar en contacto con Cristo es necesario primeramente (es indispensable, no existe otra posibilidad) haber sido atraídos por Espíritu Santo. Entonces, que nadie se crea que es capaz de la fe ni esté tan orgulloso de su fe, sino más bien agradecido e impactado por la misericordia y la abundancia de Dios que pasó por su vida. Que se llene de alegría y de disponibilidad. Y para que nadie deje de estar, como María, diciendo “aquí estoy”; como el profeta: “aquí estoy, envíame”; como María: “yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho.”

Él es quién nos precede y despierta en nosotros el don de la fe. Esa fe que ha sido donada y que no sólo la da Dios, sino que también la actúa Dios, la tiene que despertar Dios. Nada en el orden de la fe puede actuarse si no es en comunión de mi libertad y de la acción del Espíritu que antecede los deseos de la libertad.

El Espíritu actúa fuertemente para condicionar, en orden a la plenitud, la pequeña libertad herida por el pecado, que va a buscar y buscarse a sí mismo. Pues para ser libre, hay que salir de uno mismo. Sólo el Espíritu Santo podrá darnos esa experiencia de la libertad interior.

Hay que conocer cómo Dios actúa en nosotros. Igual que en el modo humano el que más ama da el primer paso, y el que menos ama está esperando que le digan que dé el paso, así también sucede en la fe: Dios es quien da el primer paso.

Mediante el Bautismo, primer Sacramento de la fe, la Vida (que tiene su fuente en el Padre, o sea la Vida intratrinitaria, la que vive Jesús como Verbo, con el neuma, el Espíritu, en el Padre) esa Vida se nos ofrece por el mismo Hijo, a través del Hijo, que se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en el Pueblo de Dios, que es la Iglesia. Es una síntesis, muy apretada, del proceso como Dios obra el inicio de la vida en el Espíritu.

La madre del Salvador, que es la receptora de todo lo del Espíritu, nos enseña y nos ayuda a orar con intensidad y con entrega, con confianza y con firme decisión, para que Dios pueda obrar en nosotros y para que nosotros querramos y podamos hacer lo que Dios desea para nuestras vidas.

Esto es prioritario, fundamental, es lo propio de un crisitano: habiendo sido tocados por el Espíritu, somos transformados en hijos de Dios y por lo tanto debemos vivir de acuerdo a lo que el Espíritu nos va moviendo e impulsando, según las mociones del Espíritu.

El Espíritu siempre va a buscar la voluntad del Padre, el plan de Dios. Él es quien nos va manifestando y enseñando toda la verdad. Y también es el autor de la santidad. Por lo tanto, es el que nos permite actuar al modo de Jesús y desear lo que Dios desea, es decir, desear la voluntad de Dios.

Éste es el misterio de la fe: obramos impulsados por el Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor. No nos habrá de pedir nada que sea contrario a nuestro bien, a nuestra dignidad, a nuestro crecimiento. Nada contrario al amor, ni a la paz, ni a la verdad. El Espíritu siempre, como nadie, ama y respeta a la persona de cada uno. La llama y hay un don, específico, creado por el Padre en el Hijo, para cada persona. Hay una pulsión del Espíritu conveniente, adecuada, en la medida del llamado que Dios le hace a cada persona. Pero ese Dios se puede brindar sólo en tanto y en cuanto es receptado por nosotros.

En la Palabra de Dios, el mismo Señor, a través de la presencia del Ángel Gabriel saluda, en aquel acontecimiento bíblico histórico de la Anunciación (que para nosotros es tan importante): “Llena de gracia” le dice a María. ¿Qué le quiere manifestar? Que está llena de la presencia de Dios, ya que María fue libre del pecado original y por eso está llena de la gracia. Eso quiere decir que todo su ser, su mundo interior, su búsqueda, su libertad, están pulsadas por el Espíritu Santo.

Y si uno ve tantas personas santas, tan dóciles al Espíritu, que se dejan mover por el Espíritu, uno se pregunta cómo habrá sido María, sin el pecado y llena de Dios, sin maldad, sin contradicciones, sin altibajos, sin egoísmos, siempre disponible, atenta, percibiendo a Dios y viviendo su vida desde una experiencia de alianza muy particular con el Señor: como hija de Israel. María fue preparada para el Encarnación del Verbo de Dios y estaba llena del Espíritu. ¡Qué lindo mirar a nuestra Madre, la Santísima Virgen María, la que siempre vive en Dios y la que siempre está a nuestro lado! ¡Qué bueno poder contemplarla, plena de gracia, un alma transparente, feliz, inundada de la luz de Dios, morada y tabernáculo del Espíritu.

Nosotros podemos recurrir a la Madre del Salvador, a María para preguntarle cuáles son las manifestaciones del Espíritu y qué pasa en el corazón cuando obra el Espíritu. Cóntanos, Madre, ¿cómo obró el Espíritu en tu corazón, qué cosas logró, cómo lo viviste, cómo lo percibiste, cómo te estremeciste? ¿Cómo pudiste decir sí y qué pasó, después de ese sí, adentro tuyo? ¿Había urgencias, paz, miedo? ¿Había sensación de pobreza, de pequeñez? ¿Había alegría, ganas, ilusiones, decisiones? ¿Qué sucedió en tu corazón, Madre?

Cuando los hijos de María invocamos al Espíritu Santo, ¿qué es lo que va pasando en nuestro corazón, en nuestro mundo interior? ¿Qué va cambiando en nosotros?

También podemos preguntarnos ¿qué le pedimos al Espíritu Santo? Porque el Señor nos dice que pidamos: “Pidan, hasta ahora no han pedido nada.”  Y hoy nos preguntamos: ¿nos atrevemos a pedir el Espíritu Santo para nuestra vida diaria? La misión del Espíritu Santo no está sólo en relación con la Iglesia y con María, ni está sólo para actuar en la Santidad de la Iglesia, en los Sacramentos, sino que está para actuar en lo cotidiano de nuestra vida, especialmente en el cumplimiento de nuestro deber de estado. Porque es allí donde el Espíritu Santo tiene la misión de actuar la voluntad y el deseo de los designios de Dios.

Debemos pedir lo que tenemos que vivir. Tenemos que pedir incluso lo que creemos que podemos alcanzar. Saber pedir, vivir de la invocación del Espíritu Santo. Es importante que hagamos este entrenamiento.

Alguien decía que el Espíritu Santo es el gran olvidado en la historia de la Iglesia, en la vida pastoral y en la vida espiritual. Hay que reconocer que hay algunos movimientos y acciones en la Iglesia que Dios ha ido suscitando, que nos permitieron rescatar esa mirada y ese depender más de la acción del Espíritu Santo. Por ejemplo, la Renovación Carismática de la Iglesia Católica, que proviene del movimiento pentecostal protestante. ¡Bendito sea Dios que permitió que de allí surgiera la Renovación Carismática! ¿Qué importa de dónde? El Señor nace de dónde quiere y como quiere. ¡Qué maravilla! ¿¡Cuántas almas –que como sacerdote, como pastor, he tenido oportunidad de conocer- han despertado a la fe?! Gente que salió de la prostitución, de la droga, concretamente por el poder de la oración de la comunidad, por la alabanza, por la unción del Espíritu, por el Bautismo en el Espíritu. ¿¡Cuánta gente que he visto hacer procesos de fe, con un amor a la Palabra, un dedicar tiempo no para estudiar la Biblia sino para leer con el corazón y escuchar al Señor, haciendo oración y alabanza?! ¡Cuántos cantos surgieron de aquella experiencia de encuentro con Dios Espíritu Santo! ¡Bendito sea Dios!

Cuenta la Palabra de Dios que en uno de los encuentros de Pedro con los primeros cristianos les preguntó si habían recibido al Espíritu Santo, y nadie sabía quién era. Muchas veces nosotros, por más que somos bautizados, tenemos ignorancia. Nadie puede amar lo que no conoce. Y el primer mandato que Dios nos dio es “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con toda tu fuerza; y al prójimo como a ti mismo.” ¿Cómo podemos amar a quien no conocemos? El Catecismo de la Iglesia Católica, en la Primera parte, Capítulo III, desde el número 683 en adelante, habla del Espíritu Santo. Aquél que es el gran actor de la santidad, que hace posible mi vida en Cristo. Eso que yo creo que es difícil, que no puedo ser buen cristiano ni fiel a Dios, que no puedo vivir mi fe; esa autosugestión que yo tengo: por un lado se origina en que no conozco a Dios y por lo tanto no lo dejo obrar en mi vida. ¿Cómo lo voy a dejar obrar a Dios si no lo conozco, si es un extraño para mí?

Debemos conocer al Espíritu Santo, empezar a dialogar con él. Una buena forma de comenzar a conocerlo es que la fe me lleve a creer y a aceptar lo que se me enseña, lo que recibí de mi Iglesia. Yo sé que el Espíritu Santo existe y actúa. Otra linda forma de conocerlo es tratarlo. Así como uno puede comenzar a dialogar con un vecino al cual no conoce bien, y en el diálogo descubrirá que las cosas que suponía de este vecino no tienen nada que ver con la realidad de esta persona. De igual modo pasa con Dios. ¿Cuánto más es lo que no sabemos que lo que sabemos de Dios? Más es lo que no sabemos del Amor que lo que sí percibimos de Él. Por eso, la vida es una deuda, un desafío. Estamos para alcanzar o, mejor aún, para ser alcanzados por Dios.

Es muy bueno el tiempo de Pentecostés, tiempo del alma que se abre a Dios. Nos debemos abrir a ese diálogo, ese conocimiento. “Señor, que te conozca. Señor, que me conozca.” Debemos empezar a comunicarnos con el Espíritu Santo. Por más que pensemos “yo no sé bien cómo es, nadie me enseñó, nadie me catequizó…”, sabemos al menos que el Espíritu Santo existe. Entonces, comencemos por saludarlo todos los días, diciéndole: “Buenos días, Dios Espíritu Santo. Ayudame hoy. Y ya que Vos sos el Amor, dame un poquito de tu Amor para poder querer a los que me rodean.”

Muchos de nosotros debemos refrescar nuestro seco corazón. Debemos ponerle un poco de agua fresca. Eso es el Espíritu Santo. Quizás está como una leña olvidada, tirada, a la intemperie, bajo el efecto de las humedades, los calores, las lluvias, de la acción permanente del sol, pudriéndose sin ninguna utilidad. Y quizás esta leña pueda ser utilizada en este invierno, en alguno de los hogares a leña. Y entonces ya no necesitaremos tanto abrigo, sólo gracias a un tronquito que en lugar de estar tirado en el patio, esté en el hogar haciéndose llama y calentando el ambiente. Así nos pasa con nuestro corazón: tal vez está duro, abandonado, sin esperanzas, sin ánimo… ¡Cuántos hermanos hay que creen que ya no tiene sentido la vida por algunas desgracias que les han pasado, pensando incluso que Dios se ha olvidado de ellos, o que Dios los está castigando, o que lo que les pasó es lo peor que les podría haber pasado, que son “el último orejón del tarro”, que nadie ya se acuerda de ellos, que no sirven para nada…! ¡Cuántos hermanos y hermanas estarán necesitando del don del Espíritu Santo! ¿¡Cómo no unirnos para invocarlo, para que transforme esos leños inútiles en troncos que se dejan quemar despacito para ir dando calor a los demás?! ¡Ojalá muchos podamos ser calorcito de Dios para nuestros hermanos!

Oh, Purísima Virgen María,
que en tu Inmaculada Concepción
fuiste hecha por el Espíritu Santo
tabernáculo escogido de la Divinidad,
reza por nosotros
y haz que el Divino Paráclito
venga pronto a renovar la faz de la tierra.
Oh, Purísima Virgen María,
que en el misterio de la Encarnación
fuiste hecha por el Espíritu Santo
verdadera Madre de Dios,
reza por nosotros
y haz que el Divino Paráclito
venga pronto a renovar la faz de la tierra.
Oh, Purísima Virgen María,
que estando en oración con los apóstoles en el Cenáculo
fuiste inundada por el Espíritu Santo,
reza por nosotros
y haz que el Divino Paráclito
venga pronto a renovar la faz de la tierra.
Ven, Espíritu Santo,
llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos el fuego de tu Amor.
Envía tu Espíritu, Señor, para darnos nueva vida y
renovar la faz de la tierra.
Dios, que has iluminado los corazones de los fieles
con la luz del Espíritu Santo,
danos de gustar todo lo recto
según el mismo Espíritu
y gozar siempre de su consuelo.
Por Jesucristo Nuestro Señor,
Amén.

Padre Mario Taborda