El Pecado

martes, 23 de octubre de 2012
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Estamos caminando ya en el año de la fe, y en el texto que nos sirve como guía, Portafide, en el número 13, el Papa Benedicto nos invita a transitar en la fe con la seguridad que el Señor va a llevar a buen final toda nuestra vida. Y dice así: “A lo largo de este año será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable de entrecruzarse de la santidad y el pecado”. Mientras la primera pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y el desarrollo de las comunidades. La segunda, el pecado debe suscitar en cada uno de nosotros un sincero y constante acto de conversión con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos”.

Es en esa perspectiva que vamos a retomar ese magnífico libro del Cardenal Bergoglio “Mente abierta, corazón creyente” de la editorial claretiana. Seguimos profundizando y aprovechando todo su contenido.

El Cardenal nos invita a adentrarnos en esta realidad tan humana, tan propia de todo corazón. Tenemos la experiencia que el pecado está en nuestra vida y por eso el Señor nos llama a volver a él. Por lo tanto, también nosotros nos dice el libro del Apocalipsis, “Teniendo en torno nuestro, tan grande nube de testigos, sacudamos todo lastre del pecado que nos asedia”. Así es, estamos asediados por el pecado que socaba nuestro estar fundados en la iglesia. El pecado socaba nuestra identidad que es pertenencia a la iglesia. Un asedio inteligente porque proviene de alguien que tiene mucha inteligencia. Un asedio que es de por vida. “Él te aplastará la cabeza y tu le acecharás el talón”. Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros, nos advierte Juan en su primera carta. “El que comete pecado, comete también la iniquidad, porque el pecado es de iniquidad” El apóstol Juan al plantearse el problema del pecado utiliza también un criterio básico, no hay comunión con Dios si no hay transformación del corazón, no hay transformación del corazón fuera de Jesucristo. En Jesús el pecado es vencido, en la muerte Jesús dio muerte a nuestros pecados y nos regala la primicia de su gracia en el sacramento de la reconciliación.

 

Consigna: ¿Cómo te ayuda el sacramento de la confesión en la lucha cotidiana contra el pecado? ¿Cómo a través de la experiencia del sacramento de la reconciliación vamos día a día venciendo a ese pecado que está en nuestro corazón?

El pecado oscurece nuestra vida y el Señor, que es luz, al perdonarnos nos devuelve su luz.

El Cardenal Bergoglio nos dice que podemos recorrer el evangelio en esta óptica de lucha entre luz y tiniebla. Esa luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la han comprendido dice el evangelio de Juan. “Vino a su casa pero los suyos no la recibieron”. Por eso el apóstol Pablo nos exhorta en la Carta a los Romanos “Hijitos míos no pequen, vivan la gracia de no tomar el pecado con ligereza”. Por eso necesitamos descubrir que sólo en Dios seremos transformados. Que esa transformación no la podemos hacer por nosotros míos. Si me sitúo en medio de esas dos verdades recién entonces comienzo a tener esperanza. Surge la oración humilde y sincera. Desde lo más profundo te invoco Señor, en la conciencia de no hacer nada. En este grito lo reconocemos cautivos y divididos por el pecado, y a medida que progresamos en la luz, la confesión de los pecados es más nítida. Somos conscientes de nuestra debilidad, pero no desesperamos porque tenemos también conciencia que el Señor viene a socorrernos. Cuando pecamos entramos en sintonía con esa iniquidad. Iniquidad que manifiesta la maldad del mundo sometido al diablo. Más que una debilidad el pecado conforta el rechazo fundamental de la luz. Hay una ligazón entre la ausencia de iniquidad y la presencia de Jesús. Después de la venida de Jesús no hay escusa. Será el mismo espíritu quien convencerá al mundo de esto. Lo esencial del pecado, de la iniquidad, es el rechazo radical de una libertad solicitada por el amor. Más que acto, la iniquidad es una raíz, una actitud frente a la vida. El pecado es siempre un rechazo a Dios. Un decirle a Dios, no te necesito, no te quiero, no quiero ser parte de tu propuesta, no quiero ese reino, no serviré. Y el pecado se va instalando despacito en nuestro corazón y lo va endureciendo. Detrás de una desobediencia, hay siempre un prescindir del Señor, una idolatría. Por eso qué importante ponerle nombre a nuestro pecado. Qué importante reconocer que somos pecadores. San Benito invitaba en sus reglas, a sus monjes que cada mañana al levantarse pidieran al Señor, “Señor quiero ser santo” pero al anochecer de esa misma jornada pudiera reconocer con humildad “Señor ten piedad” “Ten misericordia porque he pecado”. Esa tensión en la cual estamos cada uno de nosotros no nos tiene que entristecer. Vos y yo, todos, deseamos realmente seguir al Señor. Es un deseo sincero. Pero vos y yo al terminar la jornada tenemos muchas cosas para agradecerle al Señor. Muchos rostros que nos acercó, muchas posibilidades de palpar su presencia, también momentos en que hemos podido sintonizar con su corazón y ser instrumento de la gracia del Señor. Pero vos y yo a la noche reconocemos que hubo cosas que hicimos mal. Todavía no podemos amar plenamente. El Pedro orgulloso cuando se dio cuenta en su pecado, en la barca ante el milagro de la pesca gritó “Aléjate de mi Señor porque soy un pecador”. Pero con Pedro ya humilde, con toda la iglesia le decimos “Señor no se te ocurra alejarte de mí, porque justamente soy un pecador y sin tu perdón yo no puedo nada”

Cuando hablamos de pecado no estamos hablando de fracaso. Todo lo contrario. Jesús venció el pecado.

El pecado no tiene la última palabra y por eso cuando nosotros tocamos nuestro límite, el Señor nos dice, “Anímate, déjamelo a Mí, ven que Yo te quiero abrazar, perdonar, quiero que vos experimentes aquello tan cierto, Te amé hasta el extremo, Me hice pecado para que vos tengas mi propia vida”. Por eso la experiencia cristiana está centrada como nos dice Benedicto XVI, en ese Señor que nos cambia. Benedicto nos repite una y otra vez, “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro por un acontecimiento, con una persona que da un nuevo horizonte a la vida. Acontecimiento que también se manifiesta en el sacramento de la reconciliación.

El cardenal Bergoglio dice que el pecado tiene también no sólo algo de idolatría sino mucho de hechicería, porque es como una rebeldía en donde nuestro corazón hace propio el crimen de la idolatría. La escritura muchas veces nos recuerda este endurecimiento del corazón por el pecado, del abandono de Dios hacia los pecadores. Esto es ya el final de un proceso. Cuando nuestra iniquidad nos domina, cuando nuestras culpas nos arrastran como el viento. La característica fundamental de este endurecimiento es el rechazo insistido al amor, a la palabra de Dios. Hasta parecería que la palabra de Dios no tiene lugar en nuestros corazones. Por eso Jesús nos exhorta a caminar en su luz, a no dejarnos tropezar. Estamos en el tiempo de la misericordia, en el tiempo del a paciencia de Dios. San Ignacio nos exhorta a que nos admiremos de como me han dejado en vida conservado en ella. San Ignacio nos exhorta a no abuzar de la paciencia de Dios, a no jugar con su amor. Que no me pase como a Esaú, que vendió su derecho a la progenitura por un plato de pintura. Recuerden que después cuando quiso heredar la bendición de su padre fue rechazado y por más que le imploró con lágrimas no pudo tener un cambio de decisión. Dios es misericordioso, es paciente. Pero Dios nos regala en su tiempo providencial un tiempo de gracia que no debemos desaprovechar. El Señor está a la puerta y golpea pero espera que nosotros le abramos. Muchas veces nos acontece a todos que cuando sentimos ese peso del pecado, a veces encontramos escusas para no acercarnos al sacramento de la confesión. Que lo dejo para más adelante. Siempre confieso lo mismo. Porque me voy a confesar con un hombre que también es pecador. Yo le digo a Dios directamente mis pecados. Nunca se han puesto a pensar cuantas escusas ponemos para negar el sacramento de la confesión. Y no son escusas que ponemos al bautizar un hijo o cuando queremos recibir una bendición. Es que de un modo especial al demonio le gusta embarrar la cancha a aquel que se va a acercar a ese espacio de misericordia a donde definitivamente va a estar vencido. A mí me encanta cuando tengo que confesar a los chicos por primera vez, vienen con miedo y después de ponerse en presencia de Dios y como nos enseña San Ignacio, a agradecer aquello que Dios les ha regalado. Con sinceridad ¿A qué cosa le quieres pedir perdón a Dios? Algunos te cuentan una historia que termina con un pecadito, padre me pelie con mi hermano. Otros dicen el pecado con una aclaración, padre, mentí, pero no mucho. Cada chico se confiesa a su manera. Lo que sí es notable que cuando uno lo invita a pedir perdón, a rezar un acto de dolor, su carita comienza a transformarse. Cuando uno le hace la absolución, terminamos en un abrazo el chico está feliz. Y cuando le preguntamos cómo te sentiste, nos dice me saque un peso padre, ahora estoy contento.

Cuando salimos de la confesión nos sentimos renovados, felices, en nuestro corazón hay paz.

La absolución es hermosa cuando dice “Que los méritos de la pasión de Cristo, la intercesión de María y de todos los Santos, todo el bien que hagas y el mal que te toque sufrir te sirvan para aumentar tu vida de gracia, tu capacidad de amar y dejarte amar por Dios y los hermanos. El Señor tu Dios te ha reconciliado, vete en paz y se vos también sacramento de perdón para los demás”

El irnos a confesar implica un acto de humildad y de verdad.

Misericordia Dios mío por tu bondad. Por tu inmensa compasión borra mi culpa, porque yo reconozco mi pecado. Tengo siempre presente mi falta ante ti. Confesar los pecados es siempre reconocer la verdad.

“Señor Tú lo sabes todo, tu sabes que te amo, pero sabes que mi amor todavía no es pleno, no es total, todavía no puedo amar como debería amar”.

 

                                                                                                             Padre Alejandro Puíggari