El proceso de purificación del Padre Pio

viernes, 28 de junio de 2013
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“Misericordia Dios mío, misericordia, que mi alma se refugia en ti, me refugio a la sombra de tus alas mientras pasa la calamidad. Invoco al Dios Altísimo al Dios que hace tanto por mí. Desde el cielo me enviará la salvación, confundirá a los que ansían matarme, enviará su Gracia, su libertad.

Estoy echado entre leones devoradores de hombres, sus dientes son lanzas y flechas, su lengua es una espada afilada.

¡Elévate sobre el cielo Dios mío y que tu gloria cubra toda la tierra!”

Salmo 56, 2-6

 

La noche oscura en la vida del Padre Pío

 

En San Giovanni Rotondo, después de sufrir mucho a causa de enfermedades pulmonares muy fuertes, Pío no sabía aún si se iba a poder ordenar sacerdote, debido a su estado de salud. Él quería ser fraile capuchino, pero cabía la posibilidad de que se convirtiera en sacerdote del clero. La congregación franciscana capuchina le exigía que viviera en Pietrelcina porque consideraba que era el mejor lugar para su salud. Allí había recibido las estigmas. Pero el Padre Pío encontró su lugar en el mundo en San Giovanni Rotondo: cuando vio desde lejos el convento de los frailes enclavado entre las montañas de Gargano dijo para sus adentros que nunca más se movería de allí. En ese convento retomó la lectura de libros ascéticos, el estudio, la meditación de la Sagrada Escrituras, la dirección espiritual a través de muchas personas y la formación de los jóvenes aspirantes al sacerdocio.

 

“En 1913 Jesús le había dicho: ´No temas, yo te haré sufrir pero te daré la fuerza… Deseo que tu alma, con cotidiano y oculto martirio sea purificada y  probada` (Epist. I, 339). Ahora el estado de purificación estaba llegando al culmen. Además de las pruebas físicas, el fraile de Pietrelcina padecía sufrimientos morales atroces, martirizantes, aumentando por una particular  sensibilidad de carácter. Son reveladoras de su densidad algunas expresiones extraídas de diversas cartas escritas a sus hijas espirituales: ´Estoy siempre suspendido sobre el duro patíbulo de la cruz, sin consuelo y sin tregua. Mi alma se va marchitando en Su dolor. El peso del dolor me mata. Estoy sufriendo, inmensamente en el espíritu, que podría repetir sinceramente con el profeta: he caído en aguas profundas y me arrastra la corriente. Estoy exhausto de tanto gritar, y mi garganta se ha enrojecido. El temor y temblor me han sobrevenido y las tinieblas me han cubierto por todas partes (Salmo 63,3). Yo me encuentro dispuesto sobre este altar de dolores, lleno de angustia, y temo ser aplastado bajo la pesada prueba a la que el Señor me somete`.

 

El Padre estaba atormentado por terribles sugestiones, sentimientos de desconfianza, incertidumbre de haber correspondido al amor de Dios, temor de haber ofendido u ofender, también de modo leve, al Señor. Él no sabía ya qué camino recorrer para alcanzar a Dios. En la oscuridad, tenía miedo de tropezar o de caer a cada paso; temía que sus tribulaciones no fueran queridas o permitidas por el Señor; temía no haber resistido al primer asalto o hasta el final las insidias del demonio. En consecuencia, la fantasía le presentaba pensamientos inconfortables manteniéndolo en una angustia de mortal. Estaba experimentando el fenómeno místico de la ´noche oscura`. Dios, con una luz muy intensa, había obnubilado su alma con el fin de poderla “purgar” antes de elevarla hacia vetas de contemplación.

 

El enceguecedor esplendor, en vez de iluminar su espíritu, le causaba tormentos y tinieblas, extremas aflicciones y penas interiores que lo hacían gemir y exclamar: “Mi Dios, estoy perdido y te he perdido, ¿pero te encontraré? ¿Me has condenado a vivir eternamente lejos de tu rostro? Me voy adentrando como puedo en esta oscura prisión, pero es arduo avanzar en la cerrada oscuridad de estas espesas tinieblas, entre el huracán y la tortuosa opresión del enemigo, que se aprovecha de la tormenta para hacerme caer y vencerme. Yo te busco Dios; pero, ¿dónde encontrarte? Ha desaparecido toda idea de un Dios Señor, Amo, Creador, Amor y Vida. Todo desapareció y yo-¡ay de mí!- me he perdido entre la espesa oscuridad de las más profundas tinieblas, caminando en vano entre recuerdos lejanos, buscando un amor perdido y sobre todo no pudiendo amar. ¡Oh, mi bien! ¿Dónde te encuentras? Yo te perdí, estoy perdido de tanto buscarte. Mi bien, ¿dónde estás? No te conozco más, y estoy perdido, pero es necesario buscarte, tú que eres la vida del alma que muere. ¡Mi Dios y Dios mío! No sabría decirte otra cosa: ¿porqué me has abandonado?” (Epist. I, 1028). En la desolación más negra, el Padre Pío consideraba su indignidad, su miseria moral frente a la grandeza y la santidad de Dios. Tenía la sensación de haber sido rechazado por el Señor, justo juez”. (1)

 

 

En la pascua, ser uno con Cristo

 

El secreto de la espiritualidad del Padre Pío estaba en su empatía con la Pascua de Cristo: “El Amor crucificado lo había transformado en ´¡crucificado de amor!`. El Padre Pío trataba de alcanzar la perfecta semejanza de Cristo. Quería revivir a Jesús, quería transformarse, configurarse, identificarse con Él. Quería vivir y obrar como había vivido y obrado el Redentor.  En la base de esta relación amorosa estaba el sentimiento que los psicólogos llaman ´empatía`, es decir, la consciencia, el perfecto conocimiento de los pensamientos y de los afectos de Cristo y además la capacidad de entrar, de penetrar en su mentalidad para asumirla, dentro de una sensibilidad altero céntrica, tanto en los aspectos cognitivos como emotivos”. (2)

 

La empatía en Cristo es aquello que San Pablo en la Carta a los Filipenses, en el capítulo 2 versículo 5, nos invita a tener interiormente y que el Padre Pío, en su rica sensibilidad interior, le da la bienvenida: “tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. “´Para amar verdaderamente a Jesús” dijo un día a uno de sus hijos espirituales ¡es necesario ser otro Jesús! Pero como el amor se prueba en el dolor, se muestra en el sufrimiento, el Padre Pío tenía el temor de no sufrir todavía bastante, y por lo tanto de no amar como habría querido. Entonces le pidió al Señor más penas para poderle ofrecer más amor. Miraba la cruz a las espaldas de su Amado y no comprendía su inmenso valor. Jesús le hablaba de sus dolores y, con una voz conjunta de dolor y de mandato, lo invitaba a poner su cuerpo para aligerar sus penas”. (3)  

 

A nuestro amigo, el Padre Pío, se lo llamó el Cirineo de Cristo, porque verdaderamente ayudó a llevar la cruz de Nuestro Señor. “El 5 y 6 de agosto del año 1918, en la celda número 5 del convento de San Giovanni Rotondo, se verificó un hecho extraordinario. El padre Pío, el 21 del mismo mes, así lo describió al Padre Benedicto de San Marcos en Lamis, su director espiritual: ´Yo no tengo el mérito para decirles lo que ocurrió en este periodo de superlativo martirio. Estaba confesando a nuestros muchachos la tarde del cinco, cuando en un instante me invadió un extremo terror ante la visión de un personaje celestial que se presentaba ante el ojo de mi inteligencia. Tenía en su mano una especie de arnés, similar a una larga lámina de hierro con la punta bien afilada y de la cual parecía que emanaba fuego. Ver todo esto y observar que dicho personaje desataba con violencia dicho arnés en el alma, fue una sola cosa. A duras penas logré emitir un lamento; me sentía morir. Dije al muchacho que se retirara, ya que me sentía mal y no tenía la fuerza para continuar.  Este martirio duró, sin interrupción, hasta la mañana del día siete. Cuánto viví en este periodo doloroso no sabría decirlo. Veía que hasta mis entrañas eran arrancadas y desparramadas por ese arnés, y todo a hierro y fuego. Desde aquel día en adelante he sido herido de muerte. Siento en lo más íntimo del alma una herida que está siempre abierta, que me atormenta continuamente` (Epist. I, 1065). El Padre Pío creía que se trataba de “un nuevo castigo infringido por la justicia divina”, pero el Padre Benedicto con una respuesta clara y precisa lo tranquilizó asegurándole que todo lo que estaba sucediéndole no era “una purga”, sino que era “efecto del amo”. (4)