El tesoro es encontrarse con Jesús y entregarse a Él

miércoles, 4 de agosto de 2010
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El tesoro es encontrarse con Jesús y entregarse a Él
 

       “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.”

     Mateo 13,44-46

     Lo que estoy llamado a entregar

     Con estas dos expresiones parabólicas, Jesús nos abre al valor supremo del Reino y la actitud del hombre para alcanzarlo. Abrirse a la generosidad con la que Dios se vincula con el hombre a partir de la perspectiva del Reino es el tesoro, es la perla. Han sido imágenes empleadas por Jesús para expresar la grandeza del llamado a la vida nueva que Él nos tiene preparada en el vínculo con esta dimensión valórica nueva del Reino de los Cielos que Él preside. El camino para alcanzar esta vida nueva para siempre, este permanecer eterno, corre por este lugar de gratuidad y de ofrenda con la que Dios viene a invitarnos también a nosotros a la entrega. El tesoro del que habla la Palabra significa abundancia de dones que se reciben, gracia para vencer los obstáculos, para crecer en la fidelidad día a día. La perla indica la belleza y la maravilla de Dios en la vida. No solamente es algo de altísimo valor, sino también el ideal más bello y perfecto que el hombre puede conseguir: vincularse al Reino. El Reino de los Cielos es Jesús y lo que Él comunica. Vincularse a Jesús es la novedad de vida que Él trae.

     Justamente hay una novedad en las segunda parábola con respecto a la del tesoro: el hallazgo de la perla supone una búsqueda esforzada; el tesoro se encuentra de improviso. Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchas veces viene después de un tiempo de ardua búsqueda. En otros momentos el encuentro es impetuoso, furtivo, inmediato, sorprendente. Dios irrumpe, dice presente, es inconfundible su estar allí, no hay dudas de que es Él, y -casi diría yo- sin pedir permiso. El hombre que descubre esta presencia, este llamado y este encuentro, no puede sino darlo todo para quedarse con aquello, y sentir que nada se pierde sino que todo se transforma. Una vez descubierta la perla, el tesoro, es necesario dar un paso más. La actitud que se toma es idéntica en las dos parábolas, y está escrita con los mismos términos: ir, vender todo cuanto se tiene y quedarse con lo que se ofrece. El desprendimiento, la generosidad, es la condición indispensable para alcanzarlo.

     Este pasaje del Evangelio cae dentro de nosotros echando raíces. Uno lo ha leído tantas veces sin terminar de darse cuenta de qué se trata, y poco a poco va como cayendo en la cuenta de que no se trata sino de la donación de Dios y la entrega que Él hace de sí mismo, y como correlato no espera sino algo semejante, a la medida de nuestras posibilidades, en tiempo, en capacidad de transformación y de cambio, en hacer nuestra vida más al modo como Él nos la propone en el Evangelio, en actitud solidaria y comprometida con los que esperan sin tal vez poder dar nada, los más pobres entre los pobres; en la búsqueda de una actitud nueva para estar a la altura de lo que hoy es exigencia para ser mamá y papá, de ser un buen ciudadano, comprometido con la transformación de la realidad, saliendo de esos lugares de comodidad, donde muchas veces teniendo capacidades, no las ponemos al servicio de la sociedad ni en las manos de Dios… sin animarnos a tomar en nuestros manos aquellas realidades de las que somos críticos, “poner el cuero” y cambiarlas.

     Es en el darse, el donarse, en la entrega y el compromiso donde el Reino de los Cielos nos invita hoy a dar lo mejor de nosotros para responder a su presencia.

     ¿Qué estoy llamado a entregar en este tiempo en el que Dios viene a mi encuentro y me pide más? De más tras más va Dios por nosotros, haciéndonos crecer en ese más, no con la exigencia del deber ser, sino involucrándose con nosotros desde el amor que transforma.

     El gozo de la entrega que cuesta

     El descubrimiento que hacemos a la luz de la presencia del Reino de los planes de Dios nos regalan la clave para descifrar el pasado. Cuando uno se encuentra con Jesús y su Reino, con su presencia vital y existencialmente transformadora, uno mira para atrás y se da cuenta que el rompecabezas estaba en las manos de Dios y que Él, como un gran alfarero, venía modelando nuestra existencia y nuestra vida; y, como dice la Palabra, nada se había escapado a su mirada providencial en nuestra propia existencia, ni aún aquellas realidades donde nosotros casi ingenua, o testarudamente, nos equivocamos en el camino. Pero a Dios, en su providencia, nada se le escapa, todo cambia y se transforma. Esta mirada, desde el hecho de la presencia de Dios que llama al Reino, que nos permite mirar hacia atrás, también nos da posibilidad de mirar hacia delante. El llamado que Dios nos hace, a pertenecerle desde el descubrimiento del Reino, nos pone luz para mirar hacia delante. Ni el hombre que encontró el tesoro ni el que halló la perla echan de menos lo que antes poseían y que vendieron. ¿Por qué? Porque es más grande lo que se ofrece, es la nueva riqueza que no permite añorar ninguna otra cosa dejada. Cuando de verdad se produce el encuentro no hay añoranzas, melancolía ni miedo para el futuro. Todo es certeza, convicción, centralidad en el misterio, es lo que le sucede a aquél que se desprende de todo por amor a Jesús. Fui alcanzado por Cristo, dice Pablo, pero me lanzo hacia delante, para ver si lo puedo alcanzar. Es como que no alcanza con haber sido alcanzado, haber sido descubierto por Dios y haber descubierto a Dios. Ahora, dice Pablo, me lanzo hacia delante, a ver si lo puedo alcanzar. En esta carrera de ir detrás de Jesús, la vida, en apariencia, es la misma, y sin embargo, comienza a ser bien distinta. El Señor subraya en la parábola el gozo con el que venden sus posesiones los que encuentran el tesoro y la perla. Uno puede pensar que eran cosas por las que tenían aprecio, la casa, el mobiliario, los adornos, lo que posiblemente representaba el esfuerzo de años de trabajo, pero lo venden todo, sin regateos, sin pensarlo demasiado. Además con alegría, con gozo, porque saben bien el tesoro que han encontrado. Todo lo demás se comienza a poner como en una relatividad, pasa a ser “relativo a” el encuentro. Dios pasa por la vida de una persona en una circunstancia bien determinada, a una edad concreta, en situaciónes distintas y exige de acuerdo con esas condiciones, que Él mismo ha previsto desde siempre. Jesús pasa y llama: a unos a la primera hora, cuando aún tenemos pocos años y pide sus ambiciones, sus esperanzas, sus proyectos; a otros a mitad de camino y pide su crecimiento, su madurez; a otros ya cuando la vida está hecha, como a Abrahám, por ejemplo.

     Cuando Dios llama, sacude la estructura, nuestras posesiones (no hablo de lo material), el modo cómo estamos aferrados al camino de la vida y nos lleva por otros caminos. San Juan de la Cruz, en la noche oscura de la fe, dice Dios conduce a dónde uno no sabe, por donde uno no sabe. Tal vez, esto sea como una clave para caminar en fe en estos tiempos de cambios epocales. En Dios podemos pensar en el tiempo nuevo que vendrá si nos animamos con confianza a dejarnos conducir por Él, yendo a donde no se sabe, sin saber por dónde se va, pero con una certeza: es Él el que conduce. Esta certeza no es la evidencia científica, es la evidencia existencial discernida en el corazón por los signos que van apareciendo en el camino y por el sentir interior pacífico gozoso, alegre, sencillo y simple, como son las cosas que Dios construye, que Dios hace nuevas. Claro que dejar lo conocido, lo ya sabido, y reaprender desde una perspectiva, desde un paradigma, desde una mirada nueva, no es simple ni fácil. Sin embargo, en esa entrega, cuando es en Dios, percibimos el gozo de la entrega que cuesta, que duele, pero es más el gozo, y allí ponemos nuestra mirada.

     Nada cuesta tanto, a la luz del Evangelio

     Esta es la perspectiva con la que el Señor nos invita a avanzar por la vida, sabiendo que si a Él le entregamos todo, nada se pierde, todo se multiplica, se transforma, se hace nuevo. El Reino de los Cielos es semejante a un comerciante que buscaba perlas finas y al encontrar una preciosa, vende todo lo que tiene para comprarla. Así es el encuentro con Jesús. El alma abandona todo porque sólo brilla la preciosura de la perla escondida. Jesús nos invita a seguirlo, entregándonos, dejándolo todo para ponerlo a Él en el centro. Para un padre de familia, por ejemplo, dejarlo todo significa más dedicación a su familia, más empeño en la educación de los hijos; darlo todo no es abandonar los compromisos asumidos sino que supone vivir la vida desde un lugar nuevo, cumpliendo mejor con los propios deberes legítimos, trabajar más y mejor, vivir heroicamente las obligaciones familiares, hacer de las familias un lugar de puertas abiertas, con más entregas. El amor determina más. La entrega es en profundidad, el bien tiene la capacidad de ir más allá de lo que la propia naturaleza puede sostener, más allá de las propias fuerzas.

     Cuando uno se suelta y se deja llevar, nada cuesta tanto. A esto se refería Juan Pablo II cuando dijo suelten las amarras, abandonemos la costa, vayamos a lo profundo. Cuando uno se lanza a lo profundo, cuando va mar adentro, se pierden las referencias. Pero hay una brújula que conduce. Nada cuesta tanto si nos dejamos llevar por el Espíritu y vamos mar adentro.

     Padre Javier Soteras