En las dificultades Jesús nos dice: “Soy Yo, no teman”

jueves, 10 de enero de 2013
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En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra. Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo. Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero él les habló enseguida y les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó. Así llegaron al colmo de su estupor, porque no habían comprendido el milagro de los panes y su mente estaba enceguecida.


 

En este Evangelio rescato tres momentos:

1) El primero, cuando Jesús les obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y que fueran a la otra orilla mientras Él despedía a la multitud. Un gesto de consuelo para los apóstoles. Ellos deben haber estado cansados, sacudidos por lo que habían visto con la multiplicación de los panes y los peces. Jesús tiene esta deferencia para con aquellos que están cerca, de saberlos invitar a que, en una toma de tiempo, puedan aprovechar un momento de intimidad con Él, ese diálogo, esa escucha, ese contemplarlo.

2) El segundo momento es lo que ocurre en la barca: experimentar la inestabilidad cuando atraviesa ese viento, esa experiencia de un mar embravecido mientras se dirigían a aquel lugar para esperar a Jesús. Los apóstoles están sobresaltados. Desde muy antiguo, la barca es la figura de la Iglesia, que atraviesa el mar de la tempestad del mundo, que está sacudida por las olas de este tiempo presente. Ante la dificultad hay una experiencia de fragilidad, soledad, zozobra, temor a que todo fracase.

3) El tercer momento es cuando Jesús camina hacia ellos: hace ademán de seguir y ellos comienzan a gritarle. ¿Por qué Jesús hizo como si pasara de largo? Él reclama que nosotros podamos invocarlo, Jesús nunca se mete de prepo en nuestras vidas. Él lo hace cuando nosotros le clamamos, le decimos, le pedimos. Cuando Jesús tranquiliza el mar, dice el texto que llegaron al colmo de su estupor. La Palabra utiliza la misma expresión cuando los apóstoles en Pentecostés ven obrar al Espíritu: estaban con estupor. El estupor es la actitud del corazón que se siente extasiado, sobrepasado; “se quedó sin palabras, con la boca abierta” diríamos nosotros. Es una experiencia interior que no puede explicar con términos humanos lo que Dios está obrando. El estupor es también la admiración, la alabanza, la contemplación, la adoración frente a algo que nos supera.

La barca es el símbolo de la Iglesia, pero también de cada uno de nosotros. Cada uno atraviesa en su historia personal un mar de circunstancias que lo rodean, el tiempo presente de la vida. Cuántas veces cuando estamos en medio de un mar embravecido nos puede parecer que Dios nos abandonó. Entonces nosotros le decimos al Señor que suba a nuestra barca, que necesitamos escuchar de Él “tranquilizate, no temas, soy Yo”. Es allí donde vuelve a conjugarse la omnipotencia de Dios y nuestro aporte y entonces obra aquello que nos deja con estupor, que nos sobrepasa. Pero primero debemos decirle al Señor que se suba a nuestra vida, que lo necesitamos, que no nos abandone, que venga a nosotros.

El Dios del Amor camina con el hombre aunque éste a veces dude o no lo vea o lo confunda con un fantasma.

Dios es siempre fiel y donde Él está no cabe el temor.


 

Constitución Dogmática Lumen Gentium (Conc. Vaticano II)1

En su punto 6 nos habla de las diversas imágenes de la Iglesia. Dice así:

6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del reino se propone frecuentemente en figuras, así ahora la naturaleza íntima de la Iglesia se nos manifiesta también mediante diversas imágenes tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la edificación, como también de la familia y de los esponsales, las cuales están ya insinuadas en los libros de los profetas.

Así la Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (cf. Jn 10,1-10). Es también una grey, de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf. Is 40,11; Ez 34,11 ss), y cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mismo Cristo, buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10,11; 1 P 5,4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10,11-15).

La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese campo crece el vetusto olivo, cuya raíz santa fueron los patriarcas, y en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles (cf. Rm 11,13- 26). El celestial Agricultor la plantó como viña escogida  (cf. Mt 21,33-34 par.; cf. Is 5,1 ss). La verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-5).

A veces también la Iglesia es designada como edificación de Dios (cf. 1 Co 3,9). El mismo Señor se comparó a la piedra que rechazaron los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (cf. Mt 21,42 par.; Hch 4,11; 1 P 2,7; Sal 117,22). Sobre este fundamento los Apóstoles levantan la Iglesia (cf. 1 Co 3,11) y de él recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos nombres: casa de Dios (cf. 1 Tm 3,15), en que habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-22), tienda de Dios entre los hombres (Ap 21,3) y sobre todo templo santo, que los Santos Padres celebran como representado en los templos de piedra, y la liturgia, no sin razón, la compara a la ciudad santa, la nueva Jerusalén [5]. Efectivamente, en este mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P 2,5). San Juan contempla esta ciudad santa y bajando, en la renovación del mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo (Ap 21,1 s).

La Iglesia, llamada «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4,26; cf. Ap 12,17), es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 19,7; 21,2 y 9; 22,17), a la que Cristo «amó y se entregó por ella para santificarla» (Ef 5,25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la «alimenta y cuida» (Ef 5,29); a ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad (cf. Ef 5,24), y, en fin, la enriqueció perpetuamente con bienes celestiales, para que comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera toda ciencia (cf. Ef 3,19). Sin embargo, mientras la Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Co 5,6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria (cf. Col 3,1-4).

Al leer el Evangelio de hoy asociamos la figura de la barca a la Iglesia, diseminada por el mundo entero, que comprende diversas culturas, países, realidades, razas, pueblos. Y nosotros le ponemos un rostro concreto: nuestra diócesis, la Parroquia a la que pertenecemos, la comunidad de la que formamos parte. Esto es importante, porque yo no soy un miembro aislado, nuestra fe es comunitaria. Si nos aislamos, si queremos cortarnos solos, nuestra fe peligra. Cuando atravesamos una dificultad, lo primero que debemos preguntarnos es si nos estamos aislando, si nos estamos alejando de la comunidad. Siempre somos espigas y nos salvamos en racimo.

En este sentido, continúa diciendo la Lumen Gentium:

“7. El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo transformó en una nueva criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17). Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu.

En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real [6]. Por el bautismo, en efecto, nos configuramos en Cristo: «porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co 12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio con la muerte y resurrección de Cristo: «Con El fuimos sepultados por el bautismo para participar de su muerte; mas, si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rm 6,4-5). Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Co 10,17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cf. 1 Co 12,27) «y cada uno es miembro del otro» (Rm 12,5).

Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios (1 Co 12,1-11). Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los fieles, unificando el cuerpo por sí y con su virtud y con la conexión interna de los miembros. Por consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él sufren todos los demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente los demás miembros (cf.1 Co 12,26).

La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, de modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col 1,15-18). Con la grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su eminente perfección y acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo (cf. Ef 1,18-23) [7].

Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con El, muertos y resucitados con El, hasta que con El reinemos (cf. Flp 3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6; Col 2,12, etc.). Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la tribulación y en la persecución, nos asociamos a sus dolores como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con El a fin de ser glorificados con El (cf. Rm 8,17).

Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y ligamentos, crece en aumento divino» (Col 2, 19). El mismo conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef 4,11-16 gr.).

Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano [8].

Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf. Ef 5,25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su Cabeza (ib. 23-24). «Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-23), para que tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19).”

La Iglesia es barca, es comunidad, es Cuerpo de Cristo. Es el Amor el que mantiene viva a la Iglesia. Cristo viene a darnos su gracia para que no desfallezcamos en las dificultades.

P. Daniel Cavallo

1 Se puede leer el texto completo en el siguiente link:

http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html