Espiritualidad para el siglo XXI. (Segundo ciclo). Programa 20: María, siglo XXI.

lunes, 15 de septiembre de 2008
image_pdfimage_print

Texto 1:

    El misterio central de nuestra fe es la confesión en el Dios Encarnado. Jesús, el Dios hecho hombre, como cualquier otro ser humano necesitaba -para su concepción, gestación, nacimiento y crecimiento- de la cooperación de una mujer que sea su madre. Podría haber sido de otro modo -el que venía a nosotros no era nada menos que el mismo Dios- sin embargo, quiso que fuera con la ayuda humana y el servicio humilde, sacrificado y cariñoso de una mujer.

    Dios decidió necesitar de ese auxilio. El Dios humano, libremente optó nacer de una mujer y de una madre humana. Deseó el abrigo de un vientre que lo llevará, lo cobijará y entretejiera sus fibras con el mismo cordón umbilical que a todos nos une con nuestro origen.

Dios soñó nueve lunas para la espera de su Hijo y un misterioso embarazo, en el cual, el varón quedara excluido. Los únicos protagonistas del hecho eran absolutamente Dios y su elegida, María.

    Ella -con su “sí”- abrió su carne a la cooperación de Dios, le entregó su cuerpo y su sangre, lo incorporó a un pueblo y un linaje, le dio un tiempo y un espacio, una identidad, una cultura y tradiciones, lo alimentó con su propia sustancia, lo abrazó con una inmenso ternura –en medio de las preguntas y perplejidades de los demás- lo amó sin saber cuánto cambiaba su vida y sus planes. Ella aprendió la paciencia de su propio cuerpo, que se modificaba durante la espera. De su cuerpo, nacería Dios. De su vida, la vida divina. De su alma, el alma de su Hijo.

    ¡Cuántos secretos albergaba ese vientre!; ¡Cuántos misterios contenía ese seno!; ¡Cuánto silencio para encarnar la Palabra!; ¡Cuántas noches de muda adoración!…

    María comenzó a ser una mujer habitada. Había sido visitada por Dios. Ahora estaba colmada, no sólo corporalmente por el niño que crecía dentro, sino inundada de esa presencia que siempre la acompañaría.

    Jesús nació corporalmente de María. Ella estaba asociada al cuerpo de Jesús, en una especie de comunión eucarística permanente, como unión sacramental perpetua. Su embarazo era su “primera comunión” con Jesús.

    Toda madre está unida corporalmente a su hijo en la gestación. En este caso, la unión era mayor. Superior a todo. No sólo física y espiritual sino, además, de misterio y misión. Desde su embarazo, María quedó asociada, indisolublemente, al destino de su Hijo, por siempre y hasta el fin. 

    Durante su gestación, María abrazaba -con todo su cuerpo- desde sus entrañas, al Hijo que Dios le había confiado. Ella llevaba en su vientre a Dios y Dios, siempre la llevaba consigo, en su propio corazón.

    María contenía a Jesús y Dios contenía a María: Un abrazo en otro abrazo.

    Dios precisaba carne, fibras y músculos, huesos y órganos, alma, inteligencia, voluntad, libertad, emociones, afectos y pasiones. Requería tiempo y espacio, una historia, una familia y un pueblo. Necesitaba crecimiento, alimento y cuidado. Precisaba edades, etapas y ciclos humanos. Deseaba palabras y conocimiento, saber y experiencia. Memoria e imaginación. Inventiva y acción. Un presente, con su pasado y su futuro.

    Dios inundado de vida humana y todo lo que viene con ella: Gozos y alegrías, tristezas y desdichas, dolores y sufrimientos, trabajos y cansancios, viajes y despedidas, soledad y compañía,  encuentros y amistad, desgaste y agonía, tentación y oscuridad, abandono y entrega, libertad y vulnerabilidad…

    Con la vida siempre viene también la muerte que nunca se olvida de la cita que tiene con todo mortal. Su registro es implacable. Más tarde o más temprano, siempre llega. Cada uno la recibe en el tiempo convenido. Ella no olvida. Día y hora señalada en su fidelísima memoria.

    Todo esto, le vino a Dios al hacerse humano, al tomar carne y tiempo. Antes no conocía nada de todo esto. En su divinidad, en su eternidad y en su omnipotencia… nada de esto ocurría.

    Todo le fue concedido como herencia humana tomada de María. Ella -para Jesús- fue un regalo de humanidad que le trajo todos los dones de nuestra condición, los luminosos y los dolorosos. Todo le fue dado a Jesús como a cualquier otro ser humano que se llega a este mundo. Cada uno de nosotros venimos con un reloj y un calendario, con un registro de días contados, con una memoria en blanco por llenar y un ramillete de esperanzas y promesas por cumplir…

    María fue todo eso –y mucho más- para su Hijo. Ella tomó nuestro barro original -el que estaba olvidado en el Paraíso- y amasó para Dios como divina Alfarería de la vida, los miembros de su Hijo con nuestras propias fibras

    ¿Y para vos, María qué es?; ¿Y quién es para vos?; ¿Qué dones y regalos te han venido de tenerla a ella en tu vida?; ¿Qué tenés para agradecerle?; ¿Qué presencia y qué dones te ha comunicado?; ¿Todavía ella no está presente en tu fe?

Texto 2:

    Dios se hizo humano en María. La respuesta de ella lo hizo “concreto” a Dios. Lo plasmó y lo expresó en nuestra humanidad doliente e irredenta. Le dio todo lo necesario para hacerse humano. Hasta Dios necesitó de una madre: ¿Cómo habrá sido la voz de Dios llamando a su madre?; ¿Acaso como las voces agitadas de los niños cuando por la noche llaman entre sollozos y gritos porque temen a la oscuridad o han tenido alguna pesadilla?; ¿Cómo habrán sido las noches de María, velando los sueños de Dios en el descanso de su Hijo?; ¿Qué silencios -cargados de preguntas- le habrá confiado?; ¿Qué le habrá dicho su corazón cuándo le daba el pecho para alimentarlo?; ¡Con qué miradas -llenas de ternura infinita- lo habrá acariciado?; ¿Qué diálogos y qué silencios habrán tenido, Madre e Hijo?; ¿Qué presencia de Dios habrán sentido entre ellos?; ¿Qué rocíos de misterios los bendecia?… 

    Sin María, Dios hubiera quedado en su eternidad y trascendencia, en su infinita magnificencia, llena de Gloria, en su majestuosa inaccesibilidad, en su total invisibilidad e intangibilidad.

    María le concedió a Dios poder ser de carne, ser visto y oído, tocado, palpado, olido, acariciado: Un Dios al alcance de todos. Un Dios para el cuerpo y los sentidos. Un Dios para el alma. Para todos y como todos: “Uno de tantos, como un hombre cualquiera”; uno más.

    El paso por María, le valió a Dios, desnudarse de su Gloria, despojarse de sus impresionantes condiciones, desvestirse de su eternidad e inmortalidad.

    Como en la historia del “príncipe y el mendigo” que, siendo muy parecidos, intercambian vestimenta y cada uno prueba la vida y las costumbres del otro; así también, Dios, el verdadero Príncipe, intercambió con el hombre, el mendigo –no su ropa exterior sino su naturaleza- dejando su eternidad y tomando la temporalidad, desprendiéndose de su inmortalidad y adquiriendo la mortalidad; desasiéndose de su omnipotencia y asumiendo la impotencia; alejándose de la infinitud y llegándose a la contingencia; cambiando riqueza por pobreza; sabiduría por ignorancia, grandeza por pequeñez en un “admirable intercambio”…

    Dios se revistió de “mendigo” al asumir la naturaleza humana. Nadie se dio cuenta que era Dios. Nadie entendió semejante lección de humildad.

    No sabían que Dios se mostraba de semejante manera. Lo esperaban de otra forma. Lo anhelaban con títulos y oropeles, con estruendo, prodigios y portentos.

    No se les ocurrió hacer un acto de fe: Creer que ése hombre, igual –en apariencia- a los demás, era Dios. Creer que el Hijo de María era también el Hijo de Dios. No podían creer semejante cosa. María era una aldeana más, el padre un carpintero. Nada especial había en esa familia.

    No sospechaban que Dios no quería ser “especial”. Él se sumergió en la rutina cotidiana de vidas sacrificadas y olvidadas, pobres y cargadas. Las alegrías eran alegrías pequeñas. Los gozos acaban cuando acaba el día. Los grises sedimentos del tiempo teñían los suelos y los cielos. Los meses y los años no traían novedades. El futuro parecía detenerse o, al menos, llegar más lento. Situaciones ordinarias y detalles insignificantes colmaban los paisajes.

    Nada había de extraordinario, ni privilegiado, ni grandilocuente. Todo acontecía, tímida y lentamente, sin demasiado brillo. Nada singular en esas vidas. Al menos, aparentemente.

    Con el paso del tiempo, la vida de los hombres se vuelve circunstancialmente pequeña. Las circunstancias eran pequeñas pero no eran vidas pequeñas aquellas, mucho menos, vulgares. Estar oculto y escondido, permanecer en silencio y en el último lugar, no significa ser menos importante. Hay que ser muy grande para querer asumir el lugar del perdedor. Ser muy sabio para triunfar por medio de la derrota y el fracaso.

    Nadie podía decir que allí había un Dios y, menos, que se hubiera emparentado con los seres humanos.

    María lo había puesto en ese lugar y en ese escenario. En ese ámbito, Dios crecía en estatura, fuerza y experiencia. Aprendía y ensayaba, una y otra vez, el modo humano de las cosas. La percepción humana de la realidad. Contemplaba todo desde otro lugar.

    En lo cotidiano de tu vida: ¿Qué te dicen esos lapsos de largos silencios?; ¿Esos “tiempos muertos” te enseñan algo?; ¿Cómo vivís esa pequeña rutina, determinada y prescripta?; ¿Por dónde brilla el sol en esos días?….

Texto 3:

    María nos enseña mucho de Jesús y Jesús nos enseña mucho de María y, ambos, nos enseñan mucho de Dios; ya que los dos –Jesús y María, María y Jesús- protagonizaron el misterio de la Encarnación: Dios se hizo humano en el amparo de una Mujer.

    María nos revela la “otra cara” de Dios, el “otro lado” del misterio, el “borde femenino” de lo divino: La ternura, la compasión, la misericordia, la bondad, la mansedumbre y la paciencia de Dios, la entendemos mejor desde su “lado femenino”.

    María nos muestra, nos despliega y nos aproxima más a todos estos exquisitos misterios de la delicadeza de Dios, el cual no es sólo “Padre”. María nos lo muestra como “Madre”. El Hijo de Dios, antes de estar en el seno virginal de María, estuvo en el interior del seno eterno de Dios. El “seno” de Dios que cobija y contiene nos hace contemplar más a un “Dios Madre” que a un “Dios Padre”. Las madres son las que conciben, gestan y dan a luz. El Hijo de Dios, nacido eternamente de Dios, nace de un Dios que comunica la vida tal como la comunica una Madre: Concibiendo, gestando y dando a luz a su hijo.

    Ciertamente decir que Dios es “Padre” o es “Madre” son comparaciones que nos ayudan a acercarnos más al misterio indescifrable de Dios. Sabemos que Dios es vida y comunica vida. Pensar que lo hace como padre o como madre es algo que nuestra fe nos permite para ayudarnos a intuir aquello que acontece en el interior de Dios y no alcanzamos a vislumbrar.

    Lo que se da eternamente en Dios, aconteció en el tiempo –fuera de Dios- en María, de la manera en la cual una mujer puede comunicar la vida. María nos transporta a “la orilla femenina” del misterio de la vida de Dios.

    Dios es tanto “Padre nuestro” como “Madre nuestra”. Llamarlo y sentirlo de una u otra manera depende de la sensibilidad que impregna nuestra fe. Hay quienes se sienten más cómo con la figura paterna y otros, con la materna. Para la fe es indistinto, aunque hay una larga historia de imágenes predominantemente masculinas. Sin embargo, en Dios confluye tanto el misterio de lo masculino como el de lo femenino. Aunque también los trasciende a ambos ya que es un misterio inagotable.

    María nos regala “otras luces” para contemplar el misterio de Dios y de su vida. Jesús, a su vez,  nos concede la otra contemplación complementaria a ésta. Nos permite acceder al misterio de Dios, desde otro lugar y perspectiva, ya que Él nos presenta rasgos definidamente masculinos. Nos hace entrar, en el misterio de Dios, desde otra dirección.

    María,  otorga al misterio de Dios su propia concreción de humanidad y le brinda, además, un enfoque y un toque femenino. Con ella, aprendemos a ver el “lado femenino” de la vida, de la fe y de Dios.

    ¡Durante tanto tiempo nos hemos ocupado del lado masculino y paternal de la vida, de la fe y de Dios que viene bien percibirlos desde otros ángulos! Esto no implica un “feminismo de la fe”, como tampoco lo otro es –necesariamente- un “machismo” de la fe. No tiene que ver con el hecho de ser hombres o mujeres sino con el enfoque y la percepción que tenemos de la realidad. Desde qué “ángulo” de nuestro ser contemplamos y vivimos la realidad. El corazón humano tiene “lados” más masculinos o más femeninos, “zonas” más conectadas con un carácter masculino o femenino.

    ¿Vos percibís más el lado masculino o femenino de la vida, de la fe y de Dios?; ¿Qué resonancias humanas o repercusiones de fe, te suscita decirle a Dios “Padre” o “Madre”?; ¿Cómo cambiaría el “Padre Nuestro” si lo rezáramos como “Madre nuestra”?…

Texto 4:

    María es de todos, “universal”. A lo largo de los siglos, de los lugares y de las culturas, ha adoptado los rasgos, las vestimentas y las costumbres de sus hijos. La vemos con fisonomía latina, morena, indígena, oriental. Miles de facciones tienen los rostros humanos que adquiere la Virgen, recordándonos que ella es Patrimonio de todos.

    En María, la fe siempre se muestra enraizada e inculturada. No hay lugar en el mundo -por pequeño que sea- en donde, si se haya plasmado la fe católica, María no haya adoptado el nombre del lugar o el de sus hijos, compartiendo la historia, la geografía, la identidad y las expresiones de ese pueblo.

Las diversas advocaciones de María en el mundo manifiestan una fe que quiere hacerse humana. Desde el comienzo de la historia del cristianismo este fenómeno se dio con María, ya que ella es “una de las nuestras”, un ser humano asociado de manera inseparable al destino de Dios, la fe se ha llenado de una suave presencia femenina, de una sutil fragancia de rosas sin espinas, asumiendo cuerpo, rostro, manos, mirada, corazón y alma de mujer. 

    María abarca a todos: Se reviste de todos los rostros y todos los nombres. Especialmente de los más sufridos y necesitados. Habita en todos los lugares y comparte las vicisitudes del camino. Ella es de sus hijos: De todos y para todos. Está siempre –en silencio- al pie de las cruces. Nos acompaña en este destierro. Nadie queda afuera de su protección. Es amparo y refugio, sombra que resguarda y alivia.

Ella te recubre y te abriga con su manto de luz y de vida; manto de cielo con soles y estrellas; manto de salud y paz, de consuelo y auxilio; de belleza y gracia; manto de la eternidad que cae rozando este suelo.

    Hay quienes, en su fe, son muy marianos y hay quienes no lo son tanto. Lo cierto es que unos y otros no pueden ignorarla, indiferentemente. Hay quienes necesitan tiempo y pasos lentos para llegar al amor de María. Algunos parten del amor a María y otros, pacientemente, se van acercando hasta ella. Unos parten; otros, llegan. Todos pasamos, tarde o temprano, por sus manos, su regazo y su corazón. Ella siempre está de parto, dando a luz a todos sus hijos, cada uno en el  tiempo de Dios y de la gracia.

    No te prives del regalo que es María para la fe y la vida. Así como no podemos prescindir de una madre en la vida natural; de igual manera, en la vida espiritual, se necesita de una madre para el nacimiento y el crecimiento. La experiencia de fe es distinta con María. Los misterios de Dios se perciben desde otro lugar. María concretiza, humaniza, sensibiliza y feminiza la fe.

No te pierdas a María, no la sustraigas de tu experiencia y de tu oración. No desaproveches la oportunidad y el don de su cariño y cuidado, de su amor maternal, siempre vigilante; de su silencio envolvente, colmado de tibieza que inunda de luces las miradas que se intercambian. Deja que sus manos se posen, que sus brazos te rodeen, que su manto se extienda sobre tu vida como un amparo milagroso de lo alto.

Ella está siempre en el camino. Todos los días y todas las noches, especialmente las más oscuras, duras y difíciles. Está en tu casa y en tu corazón, entre tus cosas, tus afectos y tus tesoros más queridos y entrañables. Permanece en fidelidad. Sabe lo que necesitás y coopera –mediando- y consiguiendo de Dios lo que precisás. Te aguarda y te conducirá hasta el final del recorrido. Te custodiará y te escoltará. Nunca te dejará solo. Encomendáte y ofrendále tus amores más sagrados.

Ella te cobija, ahora y en la hora de la muerte; e incluso, más allá de la muerte. Estará cuando te toque el tránsito por la “puerta estrecha”.  Te esperará, te recibirá y te abrazará. Pronunciará tu nombre y celebrará el encuentro definitivo. Te indicará el lugar designado. Ella misma lo ha reservado. Te guiará hasta allí. Te presentará.

No hay lugar para el temor. Nombrála siempre, acudí confiado. Lárgate en sus brazos. Pedí; llorá, reí; esperá. Siempre está. Estará siempre ahí. Su mirada, su sonrisa y su canto iluminan tu mundo, tu casa y tu corazón. Su Nombre es nuestra fuerza y salvación.

Texto 5:

Corazón de Madre.

¡María hermosa!

Tus ojos son el cielo de Dios.
Tu manto es nuestra “Tienda del Encuentro”.
Tu  vientre es el punto -en la carne- entre Dios y el hombre.
Tus labios, silencio y descanso de la Palabra.
Tus pies, tierra prometida.

Tus manos contemplan:
Reciben todo, lo dan todo y lo devuelven todo.

Tus oídos son escucha dócil y confiada,
obediencia gozosa y disponible.

Tu corazón guarda alas,
alabanzas y misterios,
profundidades de Dios en la hondura humana.

Todo se mueve y todo está quieto.
Equilibrio perfecto de vida y movimiento.

Tus lágrimas, tesoros divinos que se entregan para alivio y cobijo.
Tu talón no está mordido por ninguna oscura asechanza.
Tu pie conoce aquellos caminos sólo por Dios conocidos.

Tu corazón espinado,
herido, transfigurado y resucitado;
tu corazón de gloria,
es el nuestro sin sombras.

Nadie ha podido soñar alguien así.
Nadie ha podido inventarte.
Nadie: Excepto Dios.

Tu vida es Pesebre y Calvario.
Nacimiento y muerte,
se enredan en tu manto.
 Se mueve soplado por el Espíritu:
Las ráfagas de Dios te agitan.

Hay un lienzo de Resurrección que te acaricia la piel
con su aroma a bálsamo nuevo.

Soles, lunas, estrellas y constelaciones te buscan,
giran y se inclinan a tus pies.

El cielo está donde apareces.
El universo se abre cuando surges.
Todo enmudece cuando te asomas,
 inundada de luz.

Eres toda Alianza.
Mañana de todas las mañanas.
Aurora de la gracia.
Despertar de sentidos y latidos.
Tiempo, cuyas mareas descansan, a las orillas del mar de la eternidad.

Tus pies se mojan en las aguas límpidas del manantial que llevas dentro,
frescura de un arrullo que se duerme.

Tus paisajes viajan,
mientras el Espíritu se mece suave
en una brisa de Dios que flota
y te lleva –frágil y suspendida- como una hoja del árbol de la vida
plantado en el Paraíso:
Todo es primavera ante tu delicadeza.

No hay otra belleza más que esta belleza.

Tu mirada me besa, colmada de tibieza,
tenue dorado de un otoño que duerme.

No hacen faltas palabras cuando me miras.
Tu plegaria es silencio.

Me dejo envolver.
No hacen faltan brazos para este abrazo.
La suavidad de esta dulzura aquieta.
Da esperanza a la paciencia y paciencia a la esperanza.

No es necesario decir nada.
Tus latidos lo comprenden todo,
como olas de un mar que inunda.

Mis pies, desnudos como mi corazón,
han llegado descalzos y raídos
hasta los bordes de tu manto.

Me tocas sin contacto.
Tu luz me ampara y reconforta,
Me cubre y me arropa.
Me lleva hacia dentro de ti.
Una atracción sin fuerza, ni movimiento.
Viajo hacia donde nace tu luz
con sangre peregrina y pies alados,
sin equipaje y despierto
hago el camino que lleva mi nombre
.
El paisaje lo traigo dentro:
Es un silencio rumiado y grávido
que desgarra el velo de este encuentro.

No tengo palabras.
No alcanza el temblor, ni la emoción.

Sé  que me llevas ahí,
adonde siempre estoy:
En el centro mismo de tu humano corazón.

Texto 6:

    Ante la madre, siempre somos niños. María nos enseña a ser “como niños” para entrar en el Reino de los pequeños. La grandeza de la pequeñez vienen como don de la infancia espiritual, en la cual, se crece en la medida en que más pequeños seamos. María nos enseña esa grandeza. Ella fue pequeña, menguó ante su Hijo, desapareció -en silencio- ante Él. Se calló mientras la Palabra se pronunciaba.

     “Hagan lo que Él les diga” nos recomienda. Ella es luz de otra luz que la ilumina. Nuestra mejor oración es aquella en la cual balbuceamos -palabras, silencios y miradas- como hacen los niños. Ella es escuela y maestra del lenguaje de Dios, del “idioma” de la oración. La sencillez de las palabras y del corazón son la verdadera oración. Las lágrimas, muchas veces, se vuelven cristalinas jaculatorias, con las cuales le hacemos un collar de perlas a nuestra Madre.

    Orar con alma de niño y corazón de pobre a la “Reina y Madre de Misericordia: Vida, dulzura y esperanza nuestra”.

    Estamos en tu regazo, Madre, tomados de tu mano cruzamos este agitado siglo XXI. Vivimos de tu amor, buscamos tu tibieza. Danos la fe de los pequeños, la que abre todas las puertas del Reino. Danos tu fe, Madre y tu constante compañía que nos mira…

Eduardo Casas.