Espiritualidad para el siglo XXI (Segundo ciclo). Programa 4: El Nombre de Dios

martes, 3 de junio de 2008
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Texto 1:

 

Muchas veces le ponemos un nombre a Dios. Un nombre que corresponda a la imagen que tenemos de él. Los cristianos le hemos dado un nombre a Dios a partir de lo que Jesús nos dijo y nos enseñó acerca de Dios. Nos reveló que Dios era su Padre y nuestro Padre y nos dijo también que Él era su Hijo único; además nos manifestó que su Padre y Él tenían en común un Espíritu. Así quedó revelado el Nombre del Dios cristiano, la imagen de Dios que Jesús nos manifestó: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

También la Biblia -en el Nuevo Testamento- afirma que “Dios es Amor” (1 Jn 4,8.16). El Padre, el Hijo y el Espíritu constituyen el misterio del Dios Amor. Dios no es soledad. No es un frío vacío. No está aislado. El amor nunca es soledad; al contrario, el amor es siempre comunión, relación, vínculo, diálogo, encuentro, presencia.

 

El Dios cristiano es comunión de amor. Es encuentro entre distintas Personas: El Padre, el Hijo y el Espíritu. Dios es un “Nosotros”. El Dios cristiano siendo uno, tiene –en su intimidad- la riqueza de lo “plural”. Es “familia” y “comunidad”: Círculo de mutuos abrazos; recíprocas miradas que se intercambian; brazos que siempre se contienen; encuentros que permanecen; alianza de amor que se realiza constantemente; fidelidad que se renueva de continuo; danza eterna que celebra el movimiento permanente de la vida.

 

Todas estas aproximaciones –familia; comunidad; amor; comunión; encuentro; alianza- nos ayudan a descifrar algo más del misterio que es Dios.

 

Si Dios es amor no hay que pretender una definición de Él. Nunca podremos acertar con una definición adecuada y posible. Tanto Dios como el amor no se definen. Ni tampoco hay que intentar  explicarlo. Aquí las argumentaciones quedan cortas y torpes. No hay que deducir nada. Dios no es para ser explicado lógicamente. No se explica lo que se ama. Sólo se lo reconoce, se lo acepta y se lo agradece. La fe no explica nada. La fe nos propone confiar. Es un regalo para los ojos cerrados del corazón que no pueden ver, ni comprobar. Es un don que se recibe. La fe no explica. Sólo anuncia.

 

La fe -al posibilitarnos un vínculo con Dios- nos regala, además, profundizar en una auténtica experiencia de Dios. Sin relación con Dios no existe posibilidad de una experiencia de Dios. Esto sucede también en el nivel más elemental de las relaciones humanas. Si queremos, por ejemplo, tener una experiencia de amistad con alguna persona, debemos cultivar una relación interpersonal con ella. En lo humano, la experiencia incluye la relación.

 

En Dios acontece algo similar. El Padre, el Hijo y el Espíritu se relacionan uno con otro. Cada uno tiene un vínculo con los otros y esto posibilita una «experiencia». El Padre, el Hijo y el Espíritu tienen -cada uno- un vínculo y una experiencia de los otros. Mutuamente se aman, se conocen, se donan, se reciben, se entregan. Jesús en el Evangelio dice «nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Dios tiene una experiencia de Dios.

 

Hay un dinamismo interior en Dios que bulle de continuo,una incesante e ininterrumpida «circulación» de vida donde el Padre, el Hijo y el Espíritu sale cada uno de sí hacia los otros. Cada uno se inclina hacia el otro “tú” de Dios. Cada uno se dona eternamente. Se da, es recibido y se devuelve. Donación, recepción y devolución constituye el permanente dinamismo de Dios en su interior. Este eterno «desprendimiento» de uno respecto a los otros en un permanente olvido de sí; esta entrega recibida y esta recepción entregada, este arrojo de cada uno en la contención de los otros manifiesta que Dios no es algo inerte, “inmóvil”, estático, quieto, rígido. Al contrario, en su interior burbujean chispas que alimentan la llamarada inextinguible de la vida que arde sin consumirse nunca.

 

Vos –al Dios cristiano, a tu Dios, al Dios de tu fe- ¿Cómo lo nombrás?; ¿Cómo lo percibís en tu acto de fe, en tu oración, en tu vida?; ¿En qué realidades descifrás el Nombre Dios?

 

 

Texto 2:

 

Para muchos creyentes Dios es una realidad muy abstracta, difumada, volátil. Dios es lejano, estático, etéreo, poco providente, desentendido de la historia y del mundo, sin demasiada incidencia en la realidad concreta, sin conexión con lo humano y con la existencia pasajera de las creaturas.

 

Ciertamente es una “caricatura”, una imagen deformada. El Dios cristiano es siempre muy concreto. En Jesús se ha hecho hombre. Dios se ha tornado concreto, singular y humano. Se ha autolimitado a las posibilidades de nuestra condición.

 

Por el misterio de la Encarnación, el Padre, el Hijo y el Espíritu -el “Nosotros” del Dios uno y único- ha querido aproximarse a la experiencia de lo humano. El Hijo se hizo hombre. Se llamó Jesús y él nos reveló el “secreto” del interior de Dios, el “Nombre” de lo divino.

 

Ciertamente por más que Jesús nos haya revelado el “secreto”, el “Nombre” y el rostro de un Dios particular y concreto; no obstante Dios sigue siendo Dios. No lo podemos atrapar, ni encapsular en nuestras ideas, ni aprisionarlo con nuestros moldes e  ideologías, ni tomarlo a él como “excusa” para que nos justifique nuestros puntos de vista, nuestras “filosofías” o alguna determinada moral.

 

Dios es Dios. Es el “Señor”. Para la fe siempre será un “misterio”, algo que de tanta luz no podemos ver totalmente con los ojos transparentes del alma. Dios es un sol incandescente para la mirada de nuestra contemplación. De sólo mirar ese sol, quedamos ciegos, por exceso de luz. Su irradiación nos excede en demasía.

 

Dios es un misterio no porque sea un enigma oscuro e indescifrable, un código cifrado y oculto, una realidad escondida y velada. Dios es misterio porque es un exceso de luz para la fe, un destello demasiado brillante para el corazón, una verdad demasiado refulgente para la razón.

 

Dios es misterio no por ser oscuridad sino por ser luminosidad: Luz sobre toda luz. Luz de luz. Sobrepasa cuanto podemos alcanzar a decir y a pensar. Es una luz que trasciende nuestra limitada razón y nuestro estrecho corazón. Dios es luz de amor. Por eso no lo podemos explicar. Sólo lo podemos amar.

 

El misterio no se puede desmenuzar, tampoco clasificar y, mucho menos, «intelectualizar» desde el limitado alcance de nuestra razón y conocimientos. El misterio por la fe se anuncia, se propone y puede hasta “explicitarse” pero nunca explicarse.

 

La fe no se explica. Se la tiene o no se la tiene. Y en caso que no se la tenga y se la desee, se la pide y se la recibe. La fe no es un argumento. Nos da razones pero en sí misma no es una razón. En general, más que “razones”, nos da “sentidos” -“sentidos de vida”- los que a su vez nos motivan a buscar y a encontrar “razones” pero, en sí misma, la fe no es una “razón”, una argumentación, una “idea”.

 

De allí que cualquier misterio de la fe no se define por el alcance del conocimiento -por la “cognoscibilidad”- como llaman algunos a la capacidad de conocer. El misterio no se “mide”, no se “cuantifica” de ninguna forma; ni por la cognoscibilidad o la incognoscibilidad. El misterio entra, en cambio, en el ámbito de lo “aferrable” o “inaferrable”.

 

Cognoscible o incognoscible es la realidad; aferrable o inaferrable son las personas y los vínculos. Lo cognoscible o incognoscible se dirige en primera instancia a la inteligencia; lo aferrable o inaferrable hace referencia –en general- a la libertad y –en particular- a la libertad que entra en el ámbito del amor.

 

La “inaferrabilidad” es la comunión de amor en la libertad. Todo amor es liberación. En el amor siempre se nos escapa lo que más amamos, lo dejamos incondicionalmente libre. Lo dejamos ser, lo dejamos estar, lo dejamos ir. Se ama para la entrega. La única posesión permitida del amor es su liberación, de lo contrario es dependencia, sometimiento y esclavitud. En el dejar que el otro libremente sea e incluso que nos escape, aún a costa de nuestro dolor, se encuentra la verdadera fuerza de la entrega. El amor verdadero es sólo gratuidad, como el de Dios.

 

El misterio de Dios –el Padre, el Hijo y el Espíritu- es, como todo verdadero misterio de la fe, inaferrable. Nos sobrepasa, nos excede, nos rebalsa. Dios, al igual que el amor, sólo puede ser vivido y confesado. Nadie lo atrapa. Nadie lo explica. Nadie lo captura. Nadie lo sujeta: Dios es. Dios sólo es Dios y lo es soberanamente. Dios excede –incluso- la fe. El don de la fe no es una “domesticación” de Dios. No lo aprisiona, ni lo “achica”. No lo “recorta”, ni lo “fragmenta”. Dios sigue siendo siempre Dios, en todo. Dios no queda amaestrado por la fe.

 

Si “Dios es amor” el misterio también lo es. ¿Quién puede explicar el amor?; ¿Quién lo puede medir?; ¿Quién puede pronunciarlo adecuadamente?; ¿El amor no es acaso un misterio?; ¿Qué nombre tiene el amor para nosotros?; ¿Qué rostros y qué rastros tiene?; ¿Qué nombre le damos a Dios?; ¿Lleva el nombre de alguno de tus amores?…

 

 

Texto 3:

 

El amor es pleno cuando trasciende la mera dualidad de un “yo” y un “tú” y puede llegar al “nosotros”. En la unidad de Dios -el Padre, el Hijo y el Espíritu- el “tres” es la clave acabada del amor perfecto. Son absolutamente Uno porque necesariamente son Tres. Dos no aseguran el amor prefecto. Un amor entre dos puede no ser amor sino mutua necesidad y proyección, posesión egoísta, cerrazón celosa, dependiente y exclusiva.

 

Tres es la «cifra divina» que nos garantiza que el amor es uno, siendo «inclusivo» yno «exclusivo», abierto relacionalmente, no cerrado egocéntricamente. Dios es Trinidad porque es Amor, comunicación entregada y comunión compartida. El amor es interrelación entre personas. Esto -en Dios- se da de una manera absoluta. Dios no puede ser sino amor en cuanto que es absoluta perfección: El amor es la mayor perfección.

 

El Padre, el Hijo y el Espíritu constituyen el Amor de Dos que se trasciende a un Tercero para que el Amor sea más Uno. La unidad de Dios no es una unidad plegada en sí misma, sofocada y encapsulada; es una unidad de Amor en relación, absolutamente abierta: «El amor entre el Padre y el Hijo no es un círculo cerrado, de este amor procede aún una nueva fuente, el Espíritu Santo. Él es la completa corriente del amor, el eterno movimiento entre el Padre y el Hijo. Ser dos significa, a la larga, muerte. Un estar eternamente uno delante del otro conduce, finalmente, al agotamiento del amor. Para mantener vivo el amor entre dos es necesario un tercero que supere a los dos que se aman; una fuente que alimenta su amor, que los lanza hacia adelante, que rompe el cerco, que les ofrece la ocasión de una renovación eterna»[1]

.

 

De esta mutua devolución del darse y recibirse del Padre y del Hijo surge en común otro igual a ellos (el Espíritu) en el cual ellos mismos (el Padre y el Hijo) quedan fuera de sí, lo cual viene como a  “garantizar” divinamente el amor que se tienen. Si de ellos no dimanara el Espíritu, el amor entre el Padre y el Hijo no sería totalmente perfecto. Si pudiésemos pensar una relación entre el Padre y el Hijo sin el Espíritu, ese amor no sería plenamente divino. El amor absoluto en Dios hace que la relación de dos incluya necesariamente al tercero. En Dios no se relacionan totalmente dos sin que el tercero quede necesariamente incluido. Allí donde está uno -o hay dos- están los Tres. El ser de Dios es siempre comunión.

 

Es por eso que el amor es la última lectura cristiana que se puede hacer de todas las realidades, incluido Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

El amor es la clave más concreta para acceder al misterio de Dios, ya que el amor como comunicación del bien entre las personas también se da en Dios, en el cuyo misterio está el Amante, el Amado y el Amor.

 

Sólo descubriendo a Dios como amor es que se puede captar que Dios tiene que ser amado por sí mismo, al ser amor absoluto. Si no existiera el amor absoluto, si Dios no se identificara con el amor; entonces, no podría reclamar para sí el amor más supremo «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, con toda la mente» como dice la Biblia (Lc 10,27).

 

Sólo si Dios es el amor absoluto, merece todo el amor absolutamente. Si Dios es amor, todas las cosas pueden ser amadas -y las amamos verdaderamente- cuando las amamos en Dios y con Dios, por Dios y para Dios.

 

Todo puede ser una experiencia de Dios si lo convertimos en una experiencia de amor, y todo puede ser amor de Dios, cuando Dios puede estar en todo. El verdadero amor de Dios lejos de excluir, incluye las otras relaciones y realidades. Lo que habrá que convertir de esas relaciones y realidades es lo que no tienen de amor de Dios. Cuando se ama a Dios, se ama todo lo demás.

 

Si Dios es amor, todo puede ser amado. El amor nos hace amar. El que ha experimentado algo del amor quien lo puede dar. Nos dice la Biblia: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16); «A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor a llegado en nosotros a su consumación» (4,12). Toda la experiencia de Dios se resuelve por el amor.

 

El amor de Dios se ha desbordado hacia afuera de Dios mismo, en una fuerza expansiva e incontenible, derramándose en las creaturas y encontrando su máximo punto, su «éxtasis» en el hombre. Dios actúa como un perdido enamorado[2]

.

 

Cuando a Dios lo amamos con su mismo amor queda seducido y vencido. En esta victoria de amor, ya no existe definitivamente la muerte. Mientras vivas que el amor sea tu canto: «Yo no creo que mueras mientras ames»[3].

 

 

Texto 4:

 

La gran Santa Teresa de Ávila en alguna ocasión hablando de Dios afirmó: “Mientras menos lo entiendo, más lo creo». No está la cuestión en “entender” sino en aceptar. La fe es un regalo. Los regalos se aceptan o no se aceptan.

 

El Dios que es Padre, Hijo y Espíritu no está “arriba” y “lejos” sino que habita en el corazón de aquél que tiene fe y vive en comunión con él. Estamos y vivimos habitados. Nos acompaña siempre su compañía. Dios es nuestro Huésped. Vive en nuestra intimidad. Palpita en lo profundo de nosotros. Descansa en nuestra interioridad[4]

.

 

Sin embargo, no por esto tenemos que hundirnos solitariamente en nuestra propia intimidad, en introspección, en lo recóndito y escondido del alma sino que hay que bucear en la intimidad de Dios, sumergirnos en su corazón. No hay que volverse sobre sí, al contrario hay que salir de sí para entrar en Dios, como el Padre, el Hijo y el Espíritu que están mutuamente unidos y encontrados porque cada uno ha salido de sí. Cada uno está en sí porque habita en el Otro. Hay que vivir inmersos en esta presencia y desaparecer, transformándonos en su claridad[5]

, “vivir en el seno apacible de Dios, en su abismo interior”[6]. Hay que ir «ascendiendo gradualmente» en los escarpados desfiladeros del alma y encontrarse en el “lugar espacioso de la insondable” plenitud de Dios.

 

El «ascenso» a la altura es por el “descenso” a la profundidad: La «altura» es la «profundidad». La «altura» del alma es la «profundidad» del misterio de Dios. Allí hay que perderse y sumergirse como en la hondura del mar[7]

.

 

Para eso, es necesario «dejarse arrebatar e invadir por Aquél cuyo amor nos envuelve»[8]

porque «es el Amor, ese amor infinito el que nos envuelve”[9]

 

Padre, Hijo y Espíritu, «mis Tres, mi Todo, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Sumérgete en mí para que yo me sumerja en Ti hasta contemplar, en tu luz, el abismo de tus grandezas»[10]. “Tú eres para mí un centro, una atracción, océano profundo donde yo tanto encuentro y donde más quisiera descubrir. Inmensidad a todos insondable. Ser infinito, quiero sumergirme en Ti» [11]

.

 

Allí, «en tu luz sumergidos, envueltos en divinas claridades, se intuyen los secretos del misterio que se hacen cada vez más esplendente. Bajo la misma luz, todos unidos, en Ti, Señor, nos perdemos»[12]

.

 

«Yo quisiera, Señor, perderme en Ti como una gota de agua en el ancho mar. Quisiera entrar en ese espacio inmenso, hondo abismo, misterio profundo. No tengo que buscarte lejos y fuera. Dentro del corazón debo ocultarme para perderme en Tí»[13].

 

No hay que salir de lo profundo de sí. Vivir dentro de Dios es vivir dentro de sí. Por eso es necesario que «vivamos dentro de este doble abismo: La inmensidad de Dios y nuestra nada»[14]

y «descendamos a la profundidad de ese doble abismo. Allí descubriremos la  paz»[15].

 

Allí, en esa inmensidad, recibiremos la infinita bendición de la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu. Allí «el Padre te cubrirá con su sombra. El Hijo imprimirá en tu alma, como en un cristal, la imagen de su propia belleza. El Espíritu Santo te transformará en una lira misteriosa para que, en silencio, al contacto divino, entones siempre un canto de amor»[16]

.

 

 

Texto 5:

 

Cuando nos relacionamos con Dios -en la fe, en el amor o en la oración- nos vinculamos concretamente con el Padre, el Hijo y el Espíritu. Con los Tres o con alguno de ellos solamente. No nos relacionamos con un Dios indistinto y abstracto. Nos relacionamos concreta, singular y particularmente con el Padre, el Hijo y el Espíritu.

 

Cada uno de ellos genera en la relación espiritual distintos «matices».

 

El Padre nos hace sentir hijos desde la experiencia de una infancia espiritual llena de confiado abandono, colmados de misericordia, ternura, suavidad, cariño, protección, seguridad y gratuidad. El poder, la autoridad y la trascendencia también giran en torno a la figura del Padre. La relación con Él se centra fundamentalmente en la vida, la fecundidad, el origen, el nacimiento y el crecimiento.

 

El Hijo hecho hombre se nos vuelve fraternalmente cercano, unido a nuestro lazo común de vida y de muerte, de esperanzas y límites, haciendo de la Cruz y la gloria nuestro camino. La sabiduría, la belleza, la redención, el sacrificio, la entrega, la solidaridad, la fraternidad, la amistad están ligadas al Hijo.

 

 El Espíritu nos regala sus dones, su gracia, su sutileza, su discernimiento y su amor. La relación con el Espíritu es comunión, intimidad, profundidad, inspiración, iluminación.

 

Cada Persona divina nos regala un color, un matiz, una música diversa; sin embargo, es la experiencia de que el mismo Dios, la comunión del “Uno” en cada uno; como el rayo que refleja en cada espiga, todo el sol.

 

 

Texto 6:

 

Hay un texto muy antiguo de un santo de los siglos VII y VIII llamado San Columbano que dice así, a propósito de cuanto venimos reflexionando:

 

(Invitado)

 

« ¿Me pregunto quién será capaz de penetrar en el conocimiento de Dios si tenemos en cuenta lo inefable e incomprensible de su ser?; ¿Quién podrá investigar las profundidades de Dios?; ¿Quién podrá gloriarse de conocer al infinito Dios que todo lo trasciende?

 

A Dios ningún hombre lo vio, ni pudo ver. Nadie tenga entonces la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios: ¿Qué fue, cómo fue, quién fue? Estas cosas son impenetrables. Cree con sencillez y firmeza que Dios es y será tal cual fue.

 

¿Quién es, por tanto, Dios?: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios.

 

El conocimiento de Dios se compara con razón a la profundidad del mar, según aquella expresión de libro del Eclesiastés que dice: "Profundo quedó lo que estaba profundo. ¿Quién lo alcanzará?".

 

Del mismo modo que la profundidad del mar es impenetrable a nuestros ojos, así también Dios escapa a nuestra comprensión. Si alguno se empeña en saber lo que se debe creer, no piense que lo entenderá mejor argumentando que creyendo. Busca el conocimiento no con palabras, sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en la erudición.

 

 Si buscas a Dios sólo mediante el conocimiento intelectual, es posible que se mantenga lejos; pero si lo buscas mediante la fe, la sabiduría llegará a tu puerta. Y allí será contemplada -al menos en parte- porque Dios debe ser creído tal cual es»[17].

 

Tema musical: 6- Charly García- Tema de amor de la Hija de la lágrima.

 

Texto 7:

 

Otro texto -una antigua oración del siglo V- es de San Agustín y reza así:

 

(Invitado)

 

«Señor y Dios mío, los hombres están hartos de sus fantasías. Yo las he experimentado. Conozco la muchedumbre de las imaginaciones que pueden nacer del corazón del hombre. Y, ¿qué es mi corazón sino un corazón humano? Por eso suplico al Dios de mi corazón»[18]; «Señor y Dios mío, en Tí creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

Te he buscado según mis fuerzas y en la medida en que me capacitaste; y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe. Mucho pensé y me desvelé por ello. Señor y Dios mío, óyeme para que no sucumba ante el desaliento y deje de buscarte: Ansíe siempre tu Rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y me has dado la esperanza de hallarte más y más. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad; sana ésta, conserva aquélla. Ante Ti está mi conocimiento y mi ignorancia; si abres la puerta, recibe al que entra; si la cierras, abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones.

 

Líbrame de la muchedumbre de palabras que padezco en mi interior. Cuando callan mis labios, no guardan mis pensamientos silencio. Muchos son mis pensamientos. Tú los conoces, son pensamientos humanos. Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas palabras que ahora hablamos sin entenderlas y Tú permanecerás "todo en todos" (1 Co 15,28). Entonces entonaremos un cántico eterno, alabándote a un mismo tiempo todos unidos en Ti. Amén»[19].

 

 

Texto 8:  

 

Nosotros creemos en el misterio de un Dios que es amor y cuyo Nombre se nos dice al corazón de cada uno. Hay muchos que buscan afanosamente creer en algo o en alguien. Quieren creer para lograr dar después el salto a la esperanza. A vos que ya creés e incluso a vos que te cuesta hacerlo, deseo «que el Padre te cubra con su sombra y que esta sombra sea como una nube que te envuelva. Que el Hijo imprima en ti su belleza para contemplarse en tu alma como si fuera Él mismo. Que el Espíritu Santo haga de tu corazón una pequeña hoguera que alegre»[20]la eterna incandescencia de Dios: “Fuego, llama y chispa. Hoguera del amor divino, incendio en los incendios, llama nunca apagada, sed que nunca acaba”

[21].

 

 

Eduardo Casas

 



     [1]. Von Speyr, A. Antología de textos preparados por B. Albrecht. «Adrienne Von Speyr et sa mision theológique». Paris. Apostolat Des Editione. 1978. Segunda Edición. p. 107-109.

     [2]. Para mencionar sólo algunos testimonios donde se describe

 

  •    el amor divino como «locura»: San Buenaventura, «Vitis Mystica» 3,5-6; Santa Teresa del Niño Jesús, «Historia de un alma» 11,25-26: “¡Oh Jesús!, déjame que te diga en un arranque de gratuidad que tu amor raya en la locura. ¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance a ti?”.
  •   El amor como «embriaguez» de Dios: San Buenaventura, In Hex. 11,19.
  •   El amor como «locura» y «embriaguez»: Santa Catalina de Siena, Oraciones y Soliloquios, 4. Ed. Callini. 1978. (“ Pusiste tu mirada en la belleza de la creatura, de la que te enamoraste como un loco y borracho, y por amor la sacaste de tí, dándole el ser a tu imagen y semejanza”) y Oraciones y Soliloquios, 10 (“Tú, alta y eterna Trinidad, como ebria y loca de amor por tu creatura… le diste el remedio con el mismo amo”).
 

     [3]. Hölderin, Poema «Buena Opinión».

     [4]. Cf. Sor Isabel de la Trinidad, «Palabras Luminosas» en sus "Obras Completas". Ed. Monte Carmelo. Burgos. 19813. p. 736.

     [5]. Epístola 161, 28 de noviembre de 1903.

     [6]. Últimos Ejercicios Espirituales. Manuscrito «B». Agosto de 1906. Día Decimosexto.

     [7]. Epístola 137 al seminarista Andrés Chevignard. 24 de Febrero de 1903.

     [8]. Ídem.

     [9]. Epístola 153 a la señorita Germana Gémeaux. 20 de Agosto de 1903.

     [10]. Elevación a la Santísima Trinidad. 21 de Noviembre de 1904.

     [11]. Poesía «Atisbos del Cielo».

     [12]. Poesía «Ellos verán su faz y su nombre estará escrito en sus frentes». 1902.

     [13]. Poesía «Anhelos divinos». Agosto de 1906.

     [14]. Poesía «Quis ut Deus?». 29 de Setiembre de 1906.

     [15]. Poesía «Cita de Sor María Javiera y de Laudem Gloriae». 3 de Octubre de 1906.

     [16]. Epístola 250 a su hermana Margarita Catez. Mayo/Junio de 1906.

     [17]. Instrucción 1, Sobre la fe, 3-5.

     [18]. Ibid. IV, Proemium, 1; PL 42,887.

     [19]. Ibid. XV,28,51; PL 42, 1097-1098.

     [20]. Epístola 245 a la señorita Germana Gémeaux. Mayo de 1906.

     [21]. Casas, E. Poema Inédito, “Trinidad oculta, vida divina escondida”, 15.01.07.