Espiritualidad para el siglo XXI (segundo ciclo) Programa 6: “Himno al amor”

martes, 10 de junio de 2008
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Texto 1:

    En la Biblia, precisamente en el Nuevo Testamento, se encuentra el texto que acabamos de escuchar. Es el hermosísimo «Himno al amor» que nos presenta el Apóstol San Pablo en la Primera Carta a los Corintios en su capítulo 13. Esta exaltación que el Apóstol hace del amor intenta ser una respuesta a un complejo panorama comunitario de desuniones y desórdenes que vivía la comunidad cristiana de la ciudad de Corinto, en la Antigua Grecia, en los comienzos de nuestra era. El Apóstol trata la unidad de la comunidad diciendo que todos somos parte del mismo Cuerpo de Cristo (Cf. 12,12-29). Desde esta unidad, las diferencias vienen por la riqueza del Espíritu Santo que dispensa sus dones (Cf. 12,1-11) y de la variedad de dones, les va a enseñar el mejor de todos, el verdaderamente superior, «el camino más excelente» (Cf. 12,31): El amor.

    Hablar del amor como un «camino» nos otorga una visión ciertamente dinámica. No se van a exponer ideas sobre la «esencia» del amor. Ni se pretende enunciar todo lo que podría decirse del amor. Simplemente el Apóstol desea exhortar a los miembros de una comunidad y de una familia divida a descubrir el valor del amor.

    No sólo se muestra el «camino del amor» sino, lo que es aún más importante, se señala al «amor como camino». El amor es un dinamismo que hay que transitarlo paso a paso.

    Si el amor se presenta como el camino más preeminente, no hay entonces algo que sea superior, ni siquiera las acciones más sublimes que pudiésemos pensar. Lo verdaderamente excelso se da en el amor porque «aunque hablara todas las lenguas de los hombres y los ángeles sino no tengo amor soy como un bronce que suena o una campana que toca» (13,1).

    Las distintas lenguas e idiomas permiten la comunicación entre los seres humanos. El Apóstol habla incluso de «lengua de los ángeles» como una metáfora de aquello que es inalcanzable para los hombres, los impenetrables secretos de aquellos idiomas con los cuales, los mismos ángeles, tienen una misteriosa comunicación entre ellos o el lenguaje más allá de todo palabra, con el cual los ángeles alaban sin cesar a Dios. Esas lenguas en las que se da lo más alto de los hombres y lo más subido de lo ángeles, poco valen sin la altura del amor. De nada sirven tales sublimidades. No hay mayor altura que la que se da en el amor.

    Las variadas riquezas de las lenguas humanas y las secretas comunicaciones de los ángeles empalidecen y «aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera la plenitud de la fe como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy» (1 Co 13,2).

    Aquí se enumeran dones que tienen que ver con el conocimiento, la otra gran posibilidad del espíritu humano. No sólo se presenta la riqueza de entrar en comunicación con otros, «las lenguas de los hombres y los ángeles», sino también indagar la realidad que nos rodea para conocerla. Se empieza por el don de la profecía, el conocimiento más alto, ya que consiste en una participación de aquél conocimiento que sólo puede tener Dios y que Él comunica a quien desea.

    Luego se habla de conocer «todos los misterios», el conocimiento de todo lo divino y «toda la ciencia», el conocimiento de todo lo humano. Lo divino y lo humano unido en la sed de un mismo conocimiento. Después se afirma «la plenitud de la fe», pero no una fe abstracta, de conocimientos sino una fe eminentemente práctica, vital y fuerte, con el poder de la convicción total, incluso para lo más imposible del esfuerzo humano, como la inimaginable empresa de «trasladar montañas», aludiendo a una fe de poder y una fuerza extraordinaria (Cf. Mt 21,21-22; Mc 11,22-23).

    Se recapitulan aquí todos los conocimientos más altos a los cuales puede aspirar el hombre: En primer lugar, la profecía como sabiduría para contemplar los misterios; en segundo lugar, el conocimiento que otorga el saber humano de las ciencias y, en tercer lugar, la fe activa, viva y operante, capaz de mover hasta lo más firme. Todas estas “llaves” del conocimiento -la profecía, la ciencia y la fe- no valen nada sin el amor, el cual es la verdadera chispa de todo genuino conocimiento humano.

    En otro parte de esta misma Carta el Apóstol afirma que el amor da plenitud a todo conocimiento porque «la ciencia hincha, en cambio, el amor da el crecimiento. Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer. En cambio, si ama, cada uno conocerá como Dios lo conoce a él» (1 Co 8,1-3) y Dios nos “conoce” amándonos. Conocimiento y amor en Dios es uno.

    Por consiguiente, sólo cuando se comienza amar, se comienza a conocer mejor. La luz más profunda del conocimiento la da el amor. El que no ama queda en la oscuridad, se pierde la mejor luz. Todo amor guarda su propia luz. En ella se conoce lo más profundo. A la más alta inteligencia de todas las cosas, divinas y humanas, se llega por el amor. De nada nos sirve conocer, si no se despierta el amor. El mayor amor conlleva mayor conocimiento. Comparten la misma luz.

    Este conocimiento no es sólo el de la realidad sino también el conocimiento recíproco que se da en los vínculos humanos. Nadie conoce definitivamente a otro sino lo ama de verdad. A menudo creemos conocer a otro porque nos es habitual, cotidiano y cercano. Nos falta asombrarnos de lo que aún no conocemos del otro. Sólo el amor abarca todo y nos envuelve a todos.

    ¿Vos qué es lo que creés conocer?; ¿A quién verdaderamente creés conocer?; ¿También lo amás de la misma manera?, ¿Tu conocimiento viene de la luz que nos regala el amor?; ¿Tu conocimiento te hace más comprensivo, más solidario, más dispuesto y más cercano a los otros?; ¿O tu conocimiento es solamente información y un saber que se conforma con registrarlo al otro a la distancia para que no sea demasiado invasivo?

Texto 2:

    El texto estamos comentando, el himno al amor del Capítulo 13 de la primera carta a los Corintios del Apóstol San Pablo, prosigue diciendo: «Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada sirve» (13,3). Del conocimiento, en todas sus formas más perfectas, se pasa a la relación con el prójimo en sus actos de mayor heroicidad: Entregar los bienes materiales y hasta la propia vida en el martirio como entrega sacrificada por los otros.

    La dimensión física y la material de la existencia también quedan así involucradas en el amor. No obstante, esto tampoco tiene valor en sí mismo, sin el amor. Nada de lo sublime -las lenguas, el conocimiento y el heroísmo de la entrega al prójimo- tiene altura sin el amor. Nada se le puede comparar. El amor es la altura y la hondura de todo lo más profundo. El estribillo «no sirve para nada» se va repitiendo para remarcar la importancia única del amor.

    A continuación se enumeran algunas de las características del dinamismo del amor. Se pretende ver cómo el amor es la esencia de toda otra virtud y cómo toda virtud verdadera se plenifica en él. Primeramente se afirma que «el amor es paciente y servicial. No es envidioso, no hace alarde, no se envanece» (13,4). En este dinamismo de creciente plenitud, el amor encuentra su propio ritmo. En el camino, el amor encuentra su propio “paso”; por eso «es paciente».

    La paciencia es como la dulzura serena de la esperanza que aguarda y respeta todas las cosas según el movimiento de su propio ritmo. Cuando violentamos el ritmo que tiene cada cosa surge la ansiedad y la intolerancia de la impaciencia. La paciencia no es la resignación cansada sino la esperanza del amor que anhela y aguarda. La paciencia es el fruto logrado de la fe que se abre a la esperanza. La paciencia es una especie de confianza. Es la ciencia de la paz interior. La impaciencia, en cambio, es desorden y alteración.

     ¿Cuáles son tus mayores paciencias?; ¿Y tus más repetidas impaciencias?; ¿Ya te has resignado a algo?; ¿Te cansaste de seguir esperando?; ¿En qué te gustaría que los demás te sigan esperando a vos?; ¿En qué pedirías “otra oportunidad”?…

    Este amor también «es servicial» dice el texto ya que, fundamentalmente, el amor es un don. Cuando el don se entrega gratuitamente hacia las necesidades de los demás, nace el servicio. El cual no es más que el reverso de la caridad. No hay amor que no sea servicio y si no es servicio, tampoco es amor. Todo amor maduro es para otro; por lo tanto, también es servicio. Como nos exhorta en otra parte la Palabra de Dios: «Que cada uno ponga al servicio de los demás el don recibido» (1 Pe 4,10). Un don que no se hace servicio es un regalo que todavía no ha sido plenamente recibido. Cuando se lo recibe colmadamente, se rebalsa y se da plenamente: «Han recibido gratis, también deben darlo gratis» (Mt 10,8) nos recuerda el Evangelio.

    ¿Cuál es tu cotidiano servicio, grande o pequeño, no importa?; ¿Tus tareas y oficios cotidianos son un servicio a los que te rodean?; ¿A quién te gustaría servir como muestra de cariño y admiración?; ¿Vivís tu servicio como una entrega o como un trabajo, un compromiso, una obligación, una imposición, una opresión, una esclavitud?; ¿Cuáles son las cosas que te gustan hacer porque querés?…

Texto 3:

    El amor tampoco es «envidioso» dice el texto, ya que esto es precisamente lo contrario al don. La envidia ve los dones de los demás como “amenazas” y “robos” que los otros hacen a la posibilidad de la propia riqueza personal. El envidioso cree que los demás -en vez de ser «administradores» de los dones de Dios que tienen- son “poseedores” de esos dones para ellos exclusivamente y a la vez son “usurpadores” de los talentos que él pudiera tener. Se siente “robado” de antemano.

    La envidia es una competencia desleal y deshonesta. Es una especie de resentimiento. En primer lugar, consciente o inconscientemente, para con Dios, el dador de todos los bienes, y en segundo lugar, para con el hermano, que es depositario de tales bienes. El envidioso, al considerarse siempre pobre – porque vive comparándose con los demás en una suerte de inferioridad constante y mezquina – no puede menos que estar triste por el bien ajeno. De allí que, en algunas ocasiones, el envidioso disfrute con el mal, el pesar y el sufrimiento del otro. Todo lo contrario a aquél que ama benevolentemente, que se alegra del don del otro, se lo agradece a Dios y le pide que le dé aún más.

    El envidioso es un inconformista. Siempre está comparando y continuamente sufre, se victimiza siendo injusto para con Dios. La envidia es como una “lepra” del alma. Siempre se nota, no hay manera de disimularla. Nos hace como “buitres” o "hienas" que andan buscando despojos para alimentarse de todo lo que está en estado de putrefacción y descomposición, de “carroña”.

    La envidia no sabe que los dones son para darlos y compartirlos. Los mejores dones del otro, cuando están al servicio, también -de alguna forma- nos «pertenecen» y nos “complementan”. Dios y el hermano te los otorgan. La envidia no conoce el secreto de la profunda alegría que hay en el dar, la inmensidad libertad que se encuentra en el compartir y la magnanimidad de corazón que otorga la generosidad.

    El amor nada se guarda. Todo lo multiplica, donándolo y entregándolo. La envidia, en cambio, como guarda todo para sí –en su oscuro egoísmo- termina quedándose sin nada. El amor suma y multiplica. La envidia resta y divide. Siendo tan calculadora, al final, se queda vacía, sin nada. El don, en cambio, tiene un permanente dinamismo de entrega. La posesión definitiva del don se da en su «desposesión», en su prodigarse. Quien más da, nunca se queda vacío, ni vaciado. El que más da, más recibe. Más rico se vuelve. Así es como el don se fecunda y crece. La envidia es una incapacidad de percibir la gratuidad, una imposibilidad de dar y recibir.

    La envidia, además casi siempre está acompañada por los celos. Muchas veces los celos generan envidias y, en otras, la envidia ocasiona celos. Tanto la envidia como los celos tienen en común que son muy competitivos.  Ambos sentimientos tienen una relación extraña con el impulsivo posesivo que tenemos los seres humanos. Sentimos celos de aquello que tenemos y sentimos envidia por aquello que no tenemos. En ambos casos, ya sea porque lo tengamos o no, el malestar surge del deseo posesivo.

    ¿Vos te conformás con lo que sos y con lo que tenés?; ¿Te comparás con los demás?; ¿En qué competís?; ¿Te encontrás insatisfecho con lo que has conseguido?; ¿Cuáles son tus aspiraciones, tus posibilidades y tus sueños?; ¿qué haces para alcanzarlos?; ¿Cuáles son tus “deudas pendientes” aún?

    El amor tampoco «hace alarde, ni se envanece». Los dones del amor no son “adquisiciones” definitivas y personales con las cuales uno pueda gloriarse de sí. El amor no aparenta, ni se hace el importante. No se jacta, no se engríe, no se hace el interesante. No es frívolo, ni superficial. No se satisface de sí mismo, ni se hincha. No se cree el único, ni el mejor, ni el imprescindible. No se mira autocomplacientemente a sí mismo. No es creído, ni estúpido. No mira a los demás desde la altura de su supuesta superioridad. No se siente lejos, extraño, distinto y distante del otro. No pone límites que hieren y lastiman. No discrimina.

    El amor tiene humildad, sensatez, realismo y sentido común. Es justo y equilibrado. Busca la armonía y la paz. No juzga. No ata. No manipula. No presiona. Da oportunidades, incluso para equivocarse y aprender. No ahoga, no sofoca, no condiciona con la propia experiencia o con el peso de mandatos por cumplir. No impone expectativas desmesuradas, ni cargas excesivas. No pone en el otro la responsabilidad de la felicidad propia. No pone obstáculos. No se maneja con el miedo, el temor, el silencio, los celos, la incomunicación, la inseguridad, la amenaza y todas esas realidades que desfiguran las relaciones humanas.

    El amor construye, no destruye. Hace crecer y madurar. Ayuda, estimula, sostiene, contiene y acompaña. Se hace presente. Te Hace ser mejor. Más feliz, más simple y más bueno. Te hace ser más vos mismo. No te copia. Ni te falsea. El amor te hace original y te confirma que sos único en el universo y único para Dios y para quienes te aman. El amor te libera. Te deja ser. El amor te pronuncia tal cual sos. Conoce tu nombre, tu camino y tu destino.

Texto 4:

    El amor -continua el texto bíblico- «no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se enoja, no tiene en cuenta el mal recibido» (13,5).

    El amor nunca actúa torpemente. No es vil, ni vulgar, ni mediocre, ni aprovechador. No se maneja sin decoro, ni pudor. Es limpio y honesto. No falta el respeto y se respeta a sí mismo. Sostiene la nobleza, la dignidad y la delicadeza. Siempre cobra más altura. Incluso cuando más se abaja es para ponerse a los pies de otro y servir. Se abaja para subir. No desciende para permanecer en ese nivel. Siempre es para la ascensión. Se abaja pero no se rebaja. La bajeza tiene algo de dañino. Es para ofender o para provocar. A quien ama le duele dañar u ofender a la persona amada, aunque lo haya hecho involuntariamente.

    El amor tampoco «busca su propio interés». No está detrás de su provecho o su beneficio personal. No es interesado. No mide las conveniencias. No especula con las ventajas. No se deja sobornar. No es calculador. No intenta sacar ventaja.

    El amor es gratuidad, no es deseo, ni necesidad, ni interés. Busca primero los deseos, las necesidades y los intereses de los demás para complacerlos (Cf. Rm 15,2). Procura que el primer puesto sea para el otro. El amor busca su propio lugar. A menudo sabe que tiene que ponerse en el último. Empieza por allí. Está más empeñado en entregar que en tomar.

    Tampoco «se enoja», no se irrita apasionada y enceguecidamente, no se deja llevar por la ira, la agresión, el descontrol y la violencia. No se cierra con mala entraña, no guarda rencor, no alimenta resentimientos. No desea el mal deliberadamente. No busca razones para justificar el daño y la destrucción. No enrarece todo con malos sentimientos y se ahoga en una maraña de negatividades. No procura envenenar a otros con las resacas agrias de viejas furias pasadas, no resueltas, ni perdonadas.

    El amor «no toma en cuenta el mal» para no hacer mal. Él sabe que el mal hecho a otros es un mal que luego se recibe afrentado porque el mal busca a su dueño para volver de donde salió. Busca el corazón de donde nació para seguir viviendo, alimentándose y crecer. Cada vez que se va, vuelve y retorna, cada vez, con mayor carga. Quien da en su corazón hospedaje para el resentimiento y el odio no sabe que está albergando anticipadamente la muerte.

     El amor  -en cambio- cuida el interior, procura mayor salud, no envenena, ni envejece su corazón con males añejados y agriados. No hace memoria del mal ocurrido sino que hace agradecimiento del bien recibido. No se enquista en el dolor enfermizo y cerrado; ni siempre está culpabilizando a los demás. No se cree la víctima de las injusticias ajenas; no multiplica oscuros resentimientos. No se aísla encapsulándose. Intenta pensar bien de los demás y los comprende, aún en sus errores y debilidades.

   
    Todos tenemos nuestra propia historia de sufrimientos, heridas e inseguridades. Todos, en alguna medida, padecemos y somos lo que no nos gusta ser. El amor, en cambio, nos ayuda, nos alienta y nos da siempre otras alternativas y nuevas oportunidades.

    El amor reconcilia. Su esperanza es su perdón. Se alegra de los cambios y adelantos que el otro hace. Se entusiasma por el esfuerzo de convertir aquello que más daño causa. El amor desata. No oprime, ni frustra, ni carga. Procura ser alivio, suave y llevadero. Ser descanso y consuelo. Quiere bien haciendo el bien. Es benevolencia. Es comprensión. Nunca tiene la menor complicidad con alguna especie de mal. Son absolutamente incompatibles. Donde hay mal, no hay amor. Donde hay amor, no hay mal. El amor te cura, te libera, te sana, te descansa, te alivia el alma y la vida

Texto 5:

    El amor -continúa el texto bíblico- «no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad» (13,6).

    El amor ampara el derecho de todos. El amor es el principal derecho de todo ser humano. Todo ser humano –por el sólo hecho de serlo- debe ser amado y respetado. No existe ser humano que no pueda ser amado. Dios ha creado a todos para que todos seamos amados. Dios nos ama a todos. También todos debemos fraternalmente amarnos, respetarnos y venerarnos.
    La verdadera justicia siempre está del lado del amor. El amor incorpora la justicia porque ésta no deja faltar lo que le corresponde a cada uno. Es importante también que toda justicia incorpore el amor. La justicia no puede sólo explicarse meramente por derechos y obligaciones. Debe comprenderse, más ampliamente, desde el don. Los derechos y obligaciones otorgan merecimientos, reconocimientos, «premios» y sanciones. Desde Dios que nos mira a todos iguales, sólo hay dones, «regalos». No tenemos derechos o merecimientos ante Dios. No hay nada que podamos reclamar. Todo es don. Gratuidad y devolución.

    Ojalá que el derecho asuma el don –la justicia se una al amor- así el justo merecimiento se podrá plenificar con la abundancia de la gratuidad. Sólo así el amor se alegrará «con la verdad» porque el amor es «realista». No distorsiona, no falsifica, no engaña, no exagera. No dice una cosa por otra. Busca la luz de lo real. Intenta ser su propio espejo.

    El amor le da a cada uno lo que corresponde y a todos nos regala todo, nos da todo lo fundamental, aquello que siempre es gratuito y nunca merecido como los dones principales y esenciales de la existencia Aquellas cosas que tienen todo el valor y ningún “precio”: La vida, la salud, los afectos, la amistad, el disfrutar, el placer, la felicidad.

    El crecimiento del amor no conoce límites porque «todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (13,7). La «medida» del amor es siempre «sin medida». Su «anchura» es más ancha; su «longitud» es más larga; su «altura» es más alta y su «profundidad» es más profunda (Cf. Ef 3,18). El amor no se “mide”. No tiene “dimensiones”. Las abarca a todas. En todas existe.

    El amor es siempre «más». Se supera a sí mismo, se trasciende, va más allá de su propio límite. No conoce alcances, ni fronteras. Nada lo limita, ni lo aprisiona. Nada lo extingue, ni lo hace desfallecer. El amor no agoniza. Se re-inventa. Se recicla. Se fecunda en cada momento. Se prolonga en todo tiempo. Busca el sentido de todo. Aspira a lo eterno. Desea conocer el nombre secreto de Dios. Quiere tener su marca, su sello, su fuego. Desea sentir su caricia y su nostalgia. Nunca descansa. Siempre trabaja, siempre sueña. Nunca se fatiga, no se agita malsanamente. Siempre es luz y claridad, resplandor y tibieza. Es el misterio que lleva todos los nombres y carga con todas nuestras esperanzas. Es el logro de todas las inquietudes.

    El amor siempre es un amanecer continuo. Es una nueva oportunidad, un comienzo que regresa, una esperanza que se avecina, un re-encuentro deseado.

     El amor “todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Especialmente lo más difícil: El perdón como disculpa; la confianza como fe; la espera «contra toda esperanza» (Rm 4,18) y la fortaleza de soportar aún más. No hay que creer que por esto es un amor ingenuo, iluso e inmaduro, al que se le puede hacer cualquier cosa, total está dispuesto a todo.

    Este «todo», este «más» y este «sin límites» del amor no significan una actitud desbocada, descontrolada, imprudente y temeraria. En ciertas ocasiones hay que poner «límites» para que el amor pueda seguir creciendo en su propio dinamismo y continuar su proceso de madurez «sin límites».

    El amor es saber decir «sí» y es también saber decir «no». La sabiduría está en discernir cuando corresponde una respuesta o la otra. El amor se pronuncia tanto con un “sí” como con un “no”. La cuestión es ver cuándo se tiene que pronunciar una u otra palabra. ¿Cuál es la palabra que el amor quiere decir y en la cuál quiere ser pronunciado?

    ¿Cómo son tus palabras?; ¿Tu amor se dice de algún modo?; ¿Se expresa, se comunica?; ¿Con quiénes?; ¿Cómo es el “sí” de tu amor?; ¿En qué cosas tu amor dice “no”?; ¿Cuál es el saludable límite que encontrás para seguir creciendo?

Texto 6:

    El texto bíblico afirma: «El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán; el don de lenguas enmudecerá y la ciencia desaparecerá» (1 Co 13,8). El dinamismo del verdadero amor es eterno. Por eso es lo más próximo a Dios. Lo que más lo refleja. El amor es siempre un «más», un «todo» y un «para siempre».

    El «sin límites» del amor es también un «sin límites» más allá del tiempo. El amor más grande nos viene de la eternidad, ya que Dios «nos eligió antes de la creación del mundo» (Ef 1,4). El amor busca a través de la angostura y estrechez del tiempo, su destino final de eternidad, su última consumación más allá de la historia. Todo lo demás es demasiado fugaz, apresuradamente pasajero, lleva «la figura de este mundo que pasa» (1 Co 7,31). Es efímero, totalmente huidizo y transitorio.

    Los dones espirituales más preciados –las profecías para los hombres y el don de lenguas para Dios; también los logros humanos más importantes como la ciencia- todo terminará. La “profecía” no es la  adivinación del futuro sino el conocimiento comunicado por Dios. El «don de lenguas» es una concesión  del Espíritu Santo para el “idioma” con Dios en la oración. La ciencia es el conocimiento que alcanza el hombre en su indagación de la realidad. Todo esto, un día acabará por completo, definitivamente. Mientras tanto es parcial e incompleto, «porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías son limitadas. Cuando llegue lo perfecto, cesará lo que es imperfecto» (1 Co 13,9-10). Sólo el amor es lo «perfecto» y el amor más «perfecto» es aquél que se dará en la plenitud de la eternidad.

    Mientras aquello viene, nuestras realidades más perfectas son, sin embargo, imperfectas. Así como un niño tiene un desarrollo imperfecto en relación con la plenitud que alcanzará como adulto, de manera semejante, las realidades de este tiempo respecto a las eternas: «Mientras yo era niño, hablaba como niño, sentía como un niño, pensaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño»(13,11). En la medida en que nos vamos desarrollando, se pasa de una etapa menos crecida a otra más crecida, de manera similar, «ahora vemos como en un espejo, confusamente, después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente, después conoceré como Dios me conoce a mí» (13,12).

    En tanto vamos creciendo «vemos como en un espejo». Los espejos –en el tiempo en que se escribió este texto- a menudo eran de metales pulidos, la visión ciertamente era defectuosa, poco nítida, borrosa. De igual manera, la fe es como un espejo borroso. Tenemos fe porque no vemos a Dios. En la eternidad, cuando contemplemos a Dios, el amor llegará a su perfecta consumación. Veremos a Dios «cara a cara», ya no como «entre enigmas», sino límpidamente: «Conoceré como soy conocido».

    Este «conocer como Dios me conoce» significa entrar en una relación muy especial con Dios. Se puede traducir: «Amaré como Dios me ama». (Cf. 1 Co 8,2-3). El que «ama a Dios» es por Dios «conocido» y «amado». Ser conocido por Dios es ser amado. Ser amado es ser conocido. Cuando en la consumación plena, conozcamos y amemos como Dios nos conoce y nos ama, se dará la total unión, recepción y devolución. Su amor será nuestra respuesta. Conoceremos y amaremos con el conocimiento y el amor con que somos conocidos y amados. Con el conocimiento y el amor de quien lo hizo primero (Cf. 1 Jn 4,19). Cuando “amamos a Dios”, lo amamos con el amor con que nos ama[1] . Amar a Dios es ser consciente de que Él nos amó primero. Responderle a Dios es devolverle el amor que Él nos ha confiado.

    Por último, el texto bíblico termina diciendo: «En una palabra, ahora quedan tres cosas: La fe, la esperanza y el amor. La más grande de todas es el amor» (13,13). El «ahora» al que se refiere el texto es el presente de nuestra condición de peregrinos en esta vida que aún no desembocado en la eternidad. También se afirma la excelencia y la superioridad del amor por sobre todo, incluso por sobre la fe y la esperanza. Ahora están las tres pero después quedará sólo una. Lo veremos a Dios por lo tanto la fe no será necesaria. Lo poseeremos a Dios por lo cual la esperanza, que alimentaba nuestro anhelo, ya no tendrá sentido. Sólo el amor está ahora y sólo el amor permanecerá después. Lo que no es amor, ni está ahora, ni permanecerá después. Sólo el amor llega, roza y se introduce en la eternidad de Dios. Sólo Dios es eterno y el amor, lo acompaña.

    Así termina este hermoso y profundo texto del “Himno al amor” que, sin lugar a dudas, puede colocarse como una de las páginas más bellas, más inspiradas y poéticas de toda la Biblia. El Apóstol desarrolla un «camino» (Cf. 12,31), desde lo más imperfecto a lo más perfecto, desde todo lo que pasa a lo que nunca pasará. De los dones humanos y espirituales más codiciados a la visión de Dios. Allí donde el conocimiento y el amor se identificarán por siempre y el amor será lo mayor de todo.
   
    Este texto de la Biblia que hemos meditado: ¿Cómo te alumbra para las situaciones conflictivas de las relaciones con los demás? De todas las enumeraciones con las cuáles caracteriza el amor, ¿cuál es la que sientes más cercana y cuál más distante?; ¿Podés descubrir el camino del amor en tu vida y tu vida como un camino de amor?; ¿Cómo vivís la dimensión eterna del amor, su apertura hacia la plenitud final?; ¿En qué situaciones pensás en la eternidad? Así como el Apóstol escribió este sublime y provocativo texto: ¿Podrías escribir –desde tu experiencia- tu propio “Himno del amor”?

Eduardo Casas


[1] Como dice el mismo Apóstol San Pablo: «Ahora que han conocido a Dios, aunque mejor sería decir, ahora que Dios los ha conocido» (Gál 4,9).