Espiritualidad para el siglo XXI. (Segundo ciclo) Programa 8: El Credo del amor.

lunes, 23 de junio de 2008
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Espiritualidad para el siglo XXI. (Segundo ciclo)


Programa 8: El Credo del amor.

 

Texto 1:

 

 

«Escucha, Israel: El Señor, Nuestro Dios, es solamente Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria»

 

Del Libro del Deuteronomio 6,4-6.

 

 

Texto 2:

 

            Si buscamos en la Biblia algo acerca del amor, empezando por el Antiguo Testamento, una de las primeras observaciones que podemos hacer es que el amor resulta una realidad en todo muy concreta. No es algo etéreo y volátil, abstracto y general, difumado y espiritualizado. Al contrario, es tan concreto es que no está separado de la historia de un pueblo y de la memoria de las personas en él.

 

            En la historia del pueblo elegido, esta historia -en cuanto memoria- no era sólo un mero “recuerdo” sino, más bien, un “memorial”, tenía la fuerza de un mandato. No sólo no había que olvidarlo sino, a menudo, era preciso evocarlo.

 

            Así queda testimoniado en el libro llamado del Deuteronomio, donde Dios le otorga el Mandato principal que constituirá la memoria, el “memorial” del Pueblo de Dios: «Escucha, Israel: El Señor, Nuestro Dios, es solamente Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria» (Dt 6,4-6).

 

            Purificado de todas las tentaciones de escuchar, entre espejismos, otras voces aparentes, el pueblo tenía que estar dispuesto sólo a escuchar la verdadera voz: La de Dios. Después de escuchar, podrá responder. Sólo después de recibir, podrá amar, podrá dar.

 

            El amor a Dios -para nosotros- es siempre una respuesta. La iniciativa del amor la tiene el que más ama. En éste caso, indudablemente, Dios. Su iniciativa es un gesto de libertad. No está obligado a amarnos. No tenemos ningún merecimiento para pretender eso (Cf. Dt 7,7-10).Lo hace con una libertad tan descuidada de intereses y tan poco supedi­tada a condicionamientos que resulta una absoluta gratuidad de su parte. Cuando esa gratuidad se devuelve, entonces, surge como respuesta, nuestro amor.

 

            Para que la quebradiza memoria de Israel no se olvide de este amor primero y de la elección gratuita de Dios es que el Señor le otorga un “Mandato”. El cual no es un recuerdo, nostalgia de tiempos pasados que fueron mejores, sino una viva presencia del amor: Para que siempre recuerde que fue amado. No se olvide que fue elegido.

 

            No es un Mandato de imposición sino una invitación a la gratuidad y a la libertad, como la de Dios, una interpelación al amor. Este Mandato será su “Credo”. Tendrá que recitar diaria y piadosamente como un «Memorial»

 

            El amor se vuelve así «Memorial» del corazón. El amor se hace Alianza: Juramento, compromiso, pacto, acuerdo. La primera profesión de fe es la confesión del amor recibido y el recuerdo del amor que hay que dar en devolución. Cuando Israel recitaba este Mandato, resucitaba la memoria de su amor. El amor nacía como respuesta de su atenta escucha: «Escucha, Israel». Su vocación era escuchar al amor ya que escuchar es la forma más profunda de recibir y, por lo mismo, es la primera manera de amar.

 

            Este Credo fundamental de toda la fe de Israel es el Credo del amor. La Alianza no sólo se pacta, sino que, además es recordada como «Memori­al» y recitada como oración. La primera y última escucha, la más sonora, se hace en la oración. Por el «Memorial» recitado, el amor se transfor­ma en plegaria. El amor recibido se convierte en oración y en amor dado en devolución.

 

            También es oportuno para nosotros refrescar el corazón, resucitando primaveras, aquellas que son capaces de otorgarnos los mejores anhelos de Dios para cantar, con la vida, el lirismo de su exaltado amor. Hay que oír la suave e inconfundible voz de Dios, el susurro que nos invita al reposo de lo hondo.

 

            Hay un texto del Profeta Ezequiel en donde Dios dice: «Yo pasé junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de tus amores» (Es 16,8-9). Tal vez sea ahora éste tu propio tiempo. Siempre es bueno estar en el “tiempo de los amores”.

 

Vos, ¿Escuchás al amor?; ¿Qué te dice?; ¿Qué palabra pronuncia para vos?; ¿Tenés memoria del amor?; ¿Cuál es tu “memorial”, el “Mandato” que recibís del amor?; ¿Cuál es tu propio “Credo” del amor?; ¿Qué convicciones guarda?

 

 

Texto 3:

 

            El “Credo” del Antiguo Testamento comienza afirmando «Escucha, el Señor, Nuestro Dios es Uno». Aquí está la conciencia del Pueblo –«Nuestro Dios»– expresada en su dimensión comunitaria. Dios tiene un «Nosotros» con su Pueblo y –además- es «Uno». No por ser un “nosotros” plural deja de ser singularmente “uno”. Aparecen las dos dimensiones: Lo plural y lo singular, el “nosotros” y el “uno”; lo comunitario y lo personal. Dios quiere ser más íntimamente Uno con su Pueblo. Uno con su aliado. Uno en el amor. El «Uno» se vincula con el «Nosotros». Eso es lo que produce el amor.

 

            «Nuestro Dios» ahora es «tu Dios»: El Dios comunitario se convierte en el Dios personal. El Dios de todos es el Dios de cada corazón. Si «Nuestro Dios», el Dios de todos, no llega a ser el Dios personal, entonces, simplemente, es el Dios de los «otros». Si el que es «mi Dios» no se expande universalmente a la comunión con los demás y si yo -por la comunión con este Dios- no abarco horizontes de mayor apertura, es probable que, entonces, haya caído –mezquinamente- en un intimismo in­dividualista, cerrado y evasivo.

 

            El Mandato, después expresa el modo que tiene el hombre para dar esa respuesta de amor a Dios: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tus fuerzas».

 

            A Dios hay que amarlo «con todo». Es un amor totalizante, no excluye nada, abarca a todos y abarca todo: «El corazón, el alma y las fuerzas».

 

            Empecemos por la noción de “corazón”. En la Biblia, el “corazón” es el hombre mismo desde su centro más profundo, su núcleo de expansión y de interioridad. En el “corazón” se encuentra la ebullición efervescente y compleja de todo cuanto se permanece en lo hondo: Afectos, pensamientos, recuerdos, proyectos, decisiones, responsabilidades.

 

            Un concepto que, desde nuestra psicología, ayuda para comprender la idea bíblica es la noción de «personalidad». Es en el “corazón” donde también se da el punto de encuentro y diálogo entre Dios y su creatura. Allí donde Dios habla (Cf. Os 2,16) y actúa (Cf. 1 Sm 16,7; Jr 17,9-10; Eclo 42,18). El Dios del “corazón” es el Dios de la Alianza porque sólo si el amor toca el corazón es lo suficientemente profundo como para tocar la vida.

 

            Amar a Dios «con todo el corazón» es orientarse a Él con las potencialidades más ricas de la personalidad, desde lo más íntimo y propio de nosotros mismos. Esto no es un amor «espiri­­tualiza­do». Al contrario, es intensamente humano, sensible y apasionado, operante y comprometido, expresivo y gestual: Un verdadero amor de «corazón, el que toca todas las fibras y las estremece casi hasta el dolor o las conmueve en el crepitar del gozo.

 

            ¿Tu corazón qué tiene de Dios?; ¿A Dios le das tu corazón o le decís que solamente se conforme con una “parte”?; ¿Qué “parte” no le das?; ¿Qué es lo que te reservás para vos?; ¿Por qué te lo guardás?; ¿Tu Dios es un Dios de “retazos” o es un Dios de “todo el corazón”?…. Si solamente a Dios le das una “parte”, ¿cómo le pedís entonces qué Él te tenga todo en su corazón?; ¿Qué hacés sólo por él?…

 

 

Texto 4:

 

            No sólo hay que amar a Dios «con todo el corazón» -dice el Mandamiento- sino además «con toda el alma». Para la Biblia, el “alma” es el hombre vivo y entero, animado desde lo más vital. De allí su relación con la sangre (Cf. Sal 71,14; Lv 17,11-14; Dt 12,23).

 

            El “alma” es el «yo» en su carácter más activo, dinámico, operante y vital. Si bien el alma es el signo de la vida, no es su fuente. El hombre no se da vida a sí mismo. Es el Espíritu de Dios el que comunica la vida, un hálito que se insufla, como si fuera un suspiro (Cf. Gn 2,7; 7,22). El alma es el principio de la vida pero el Espíritu es la fuente misma de la vida.

 

            Amar a Dios «con toda el alma» significa hacerlo con la totalidad de la vida. Desde los aspectos más materiales -la «sangre»– hasta los más interiores, síquicos y anímicos. Tanto la totalidad de la vida y del «alma», todo queda involucrado en el amor. No se guarda ningún resquicio en que el amor no pueda entrar «animando» la vida y la vida no pueda estar inclinada hacia el amor. El amor es para el «alma», significa que es para la vida. Ambos términos en la Biblia se utilizan como sinónimos: El “alma” y la vida.  En definitiva, el «alma» de la vida es el amor.

 

            El «alma» es también la expresión de lo más interior que se materializa corporalmente. Es la vitalidad que se manifiesta en las expresio­nes humanas. El «alma» queda patente y se revela en los gestos, los cuales comunican la vida o la enmascaran. Ya que pueden transparentar el alma o la esconden, eclipsándola.

 

            El «alma» es la más profunda y total expresión de la vida humana, incluido el gesto del cuerpo. El “alma” y el “cuerpo” -en la Biblia- no están desunidos, desconectados, disociados o separados. No son dos realidades opuestas y antagónicas. Al contrario, son una unidad de vida y de expresión común. Un amor con el «alma» no es etéreo e insustancial, al contrario, se plasma y se transmite en cada gesto. El «alma» es el hombre vivo que manifiesta su interioridad en la expresión de toda su humanidad, incluido su cuerpo.

 

            Es por eso que amar a Dios «con toda el alma» significa potenciar la posibilidad de un amor creativo, expresivo y gestual, hermanado con el cuerpo y sus impulsos, incluso con aquellas emociones y pasiones que son del alma pero que “repercuten” en las sensaciones del cuerpo. Un amor humano de «alma» y cuerpo«sangre» y vida que abarca todas las expresiones humanas posibles de la comunicación.

 

            ¿Vos experimentás esa unidad de comunicación y de expresión entre tu alma y tu cuerpo?; ¿o por el contrario, advertís disonancias y rupturas?; ¿hay disociación entre lo espiritual y lo corpóreo?; ¿Sentís que podés amar a Dios “con toda tu alma” y con todo tu cuerpo a la vez?; ¿Cómo amás a Dios con el cuerpo?; ¿El Dios de la Encarnación no te ayuda para contemplar la relación corporal que debemos tener con Dios?…

 

 

Texto 5:

 

            En el Mandamiento también se afirma que hay que amar a Dios «con todas las fuerzas». La «fuerza» representa la potencia vital de un ser en su salud, en su fecundidad (Cf. Gn 49,3) o en su energía.

 

            Amar a Dios «con todas las fuerzas» implica con toda la plenitud de nuestra capacidad. Si amarlo «con toda el alma» toma la vida entera, con todas sus expresiones; amarlo «con todas las fuerzas» es desde el empuje de aquellas pulsiones que se originan esas expresio­nes. El «alma» es la expresión vital; las «fuerzas» son los impulsos y el ritmo de sus latidos.

 

            Para la Biblia, el amor no es solamente algo concreto, sino –además- algo dinámico. Así como no es abstracto, tampoco es estático. Así como no es etéreo, tampoco es pasivo. No es algo “quieto” e inoperante. Es una incontenible potencia que fluye, puja por salir y expresarse. Desea manifestarse, expandirse y desplegarse. Pretende abarcarlo y poseerlo todo. Estalla en ebulliciones interiores que laten a sangre. Corre, se desparrama en derroche. Vibra, estremece, hace temblar. Todo cuanto toca, lo transforma. Lo pone burbujeante e incandescente. Lo provoca.

 

            Amar a Dios «con todas las fuerzas» es sacar lo más pleno de nosotros mismos, lo mejor de nuestras capacidades y convertirlas en riquezas, potenciando todos los talentos. Un amor así plenifica y satisface, moviliza y despierta todo lo que está dormido y apocado; despabila y sacude todo cuanto esté paralizado.

            Sólo un amor «fuerte» es capaz de hacer explotar en nosotros, aquello que -de otra manera- no nos animaríamos a sacar, a mostrar y a dejar crecer. Estas «fuerzas» coinciden con lo más pujante del hombre, con la cristalización más acabada de las mejores energías humanas, por eso en algunas traducciones de la Biblia prefieren la acepción amar «con todo el espíritu» o «con toda la mente» (Mt 22,37) ya que el verdadero poder, la más genuina fuerza humana, se encuentra en el espíritu.

 

            Por lo tanto, amar a Dios «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas»

 

*      Es amarlo con la riqueza de toda nuestra personalidad (lo que la Biblia llama, «corazón»: El hombre desde su interior).

*      Es amarlo con la plenitud de la vida en sus variadas expresiones humanas y afectivas (lo que la  Biblia llama «alma, el hombre viviente) y

*      Es amarlo con el despliegue de todas nuestras potencias (lo que la Biblia llama «fuerzas», el hombre desde el cúmulo de sus riquezas como persona).

 

            Desde esta perspectiva el Mandamiento de Dios es el camino de la realización del hombre en el amor. Un amor que humaniza, extrayendo sus sensibilidades más hondas, liberándolo de fatales fisuras, en la unidad de «todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas», sin dejar ningún nivel de la personalidad o ninguna dimensión de la vida por abarcar, en un proceso unificador de la persona consigo misma, desde el “núcleo” interior donde convergen «corazón, alma y fuerzas».

 

            El amor es unidad y unifica. Hay que amar al «Uno» para hacerse uno. Sólo nos pide que sea «con todo»: «Con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas». Amar al «Todo» para que «nos vayamos llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3,19) y «Dios sea Todo en todo» (1 Co 15,28).

 

            También es para nosotros lo que Dios le recuerda a su Pueblo, su «Memorial»: «Escucha, Israel». Cada uno de nosotros tiene que recitar esta Palabra con su propio nombre. Es necesario escuchar al Amor. Hacer una sosegada escucha, una reposada atención. Hay que escuchar la voz que tiene el amor para nosotros y entrar en Alianza. Descubrir a este Dios que camina en nuestra historia y se encuentra en cada atajo del sendero, escondido en cada rincón, asechando nuestro corazón. Tenemos que volver a nuestras raíces, poner los oídos y el corazón para que el Dios de la Alianza nos hable y nos recuerde su «Memorial».

 

            ¿Podrías hacer tu propio «Memorial», tu propio «Credo» del amor?; ¿Qué declaraciones y convicciones tendría ese Credo del amor de Dios en tu vida?; ¿Vivís el Mandamiento del amor de Dios meramente como una imposición, una obligación, una Ley o lo considerás desde la gratuidad de quien te  « amó primero» (1 Jn 4,19)?; ¿El amor es una exigencia, una carga o es una fuerza, un deseo?

 

 

Texto 6:

 

            También Jesús asume el Gran Mandamiento del amor cuyas raíces están en el Antiguo Testamento (Cf. Mt 22,34-40; Mc 12,28-34 y Lc 10,1-42).

 

            En el Evangelio de Lucas, cuando se recuerda este Mandamiento también se afirma que hay que «amar al prójimo como a sí mismo» tal como dice también el Antiguo Testamento (Cf. Lv 19,18). Esto supone, entonces, que antes del amor al otro está el «amor a sí mismo», el cual no hay que entenderlo egoísta y narcisistamente, identificándolo con el «amor propio» o con la tendencia a la satisfacción del propio ego, sino como el recto amor, respeto y cuidado a sí mismo que todos en justicia debemos tener con nuestra propia persona ya que de nuestro ser y vida no somos dueños, ni propietarios sino simples administradores. Ni siquiera a nosotros mismos nos pertenece­mos (Cf. Rm 14,7-8). Este adecuado “amor a sí mismo” es lo que la psicología actual denomina sana autoestima, la justa y saludable valoración que cada uno hace de sí, el “peso” con el cual se pondera la autoafirmación personal.

          

            El “amor a sí mismo” no tiene nada que ver con la superioridad de un ego hinchado o con la minusvalorización e inferioridad de una baja autoestima. En el amor a sí mismo a menudo hay que trabajar distintas tendencias: Narcisismo, superioridad, inferioridad, aislamiento, introversión, extraver­sión, individualismo y competitividad.

 

            Es precisa una sana, normal, correcta, apropiada y ubicada relación consigo mismo. El amor «a sí mismo» es la base del amor «entre nosotros». Hay que pasar de la autosatisfacción personal sino la edificación interper­sonal (Cf. Rm 15,1-3; Rm 13,8-10; Gál 5,14; St 2,8).

 

            En el amor a sí mismo: ¿Te encontrás reconciliado con vos?; ¿Te aceptás y te asumís?; ¿Te ayudás o te impedís el crecimiento?; ¿Qué te gustaría que los demás tenga en cuenta de vos?; ¿Qué te agradaría que te hicieran?; ¿Podrías hacer lo mismo por alguno de ellos?

 

            Contrario a lo que podemos pensar, el «amor a sí mismo» no es un repliegue sobre nosotros sino –al contrario- es la capacidad y la potencialidad que tenemos de amar a los demás desde nosotros mismos. Muchas veces estamos clausurados a la apertura del amor, tanto a Dios como a los otros. No obstante, no estamos imposibilitados para amar. El amor a sí es la plataforma donde descansa y crece el amor a los otros. En este sentido, sicológicamente hablando, el amor a Dios y a los demás, es siempre como un «reflejo» de la relación que tenemos con nosotros mismos.

 

            La verdadera relación con Dios y con los hermanos, en el genuino amor, potencia las riquezas personales y sana las raíces de las heridas. El amor siempre nos hace de «espejo». La relación con otro en el amor, nos muestra la relación con nosotros. Según cómo nos amemos será nuestro amor a los demás y cómo nos amen los demás –seguramente- perfeccionará y sanará nuestro amor a nosotros.

 

            El amor a Dios requiere del amor al prójimo y el amor al prójimo supone, a su vez, el amor a sí mismo. El amor hunde sus raíces cada vez más profundamen­te. Las tres relaciones fundamentales -Dios, el hermano y yo – quedan involucradas en un mismo amor. Tres dimensiones de un mismo amor. Un solo amor y tres relaciones distintas: El amor a sí mismo, el amor al otro y el amor a Dios.

 

 

Texto 7:

 

            En el Evangelio de Marcos, luego que Jesús asegura que «no existe otro Mandamiento mayor» que el amor a Dios y al prójimo (12,31) su interlocutor saca su propia conclusión práctica diciendo: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que hay un solo Dios y no hay otro más que Él y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con toda las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (12,32-33).

 

            Jesús se asombra de esa respuesta que exalta el amor por sobre todos los sacrificios y holocaus­tos, lo cual no era algo fácil de relativizar, ya que en el Antiguo Testamento se prescribían para el culto una variedad considerable de ritos y sacrifi­cios de animales.

 

            El amor vale más que todos los sacrificios porque es una verdadera ofrenda, una genuina oblación. Es en sí mismo un sacrificio. No sólo el amor conlleva algunos sacrificios sino que el verdadero y consumado amor es –en sí- un sacrificio. El auténtico sacrificio es el amor que se entrega hasta que duela y es fecundo hasta que se parte y se comparte. La total gratuidad y la entrega absoluta se identifican con el mayor de todos los sacrificios.

 

            El amor tiene sacrificios y –a veces- el amor es sacrificio. Sin embargo, el sufrimiento no es absolutamente necesario para el amor. El sufrimiento no define al amor. El amor es, además, gozo y disfrute. Ciertamente algunas entregas del amor requieren de renuncias y desprendimientos. Al amor no hay que buscarle sacrificios. Cada amor tiene el suyo. Cada uno tiene que discernir qué sacrificios necesita su amor. Todo sacrificio debe manifestar amor, de lo contrario, tampoco sirve (Cf. 1 Co 13,3). Cuando el sacrificio se desvincula del amor es –entonces- sólo sufrimiento. El sufrimiento por sí mismo no redime, ni tiene más valor, ni es fecundo. Sólo el amor hace del sacrificio, mayor amor.

 

            Vos, ¿qué estás dispuesto a sacrificar por amor?; ¿Alguna vez el amor te ha dolido?…

 

 

 

Eduardo Casas.