Felices los que creen sin haber visto

viernes, 3 de julio de 2015

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03/07/2015 – Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”. El les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”.

Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”.

Tomas respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!”.

Jn 20,24-29

 

 

No sabemos mucho de la vida de Santo Tomás; sólo que confesó su divinidad al verlo Resucitado. Una antigua tradición sostiene que evangelizó la India. Aquel que tuve este encuentro tan vivo con el Resucitado recibiendo la invitación del Señor a meter sus dedos en las llagas y su mano en el costado. ¡Qué expresión tan fuerte de una fe confirmada que es puesta como trampolín para poder ser transmitida a los demás! Esa experiencia lo lleva a estos lugares extremos de la periferia de su tiempo.

En esta experiencia del evangelio también aparece la confirmación renovada de este llamado. En seguida el amor divino viene a visitar, fortalecer y sostener la fe de sus elegidos. El Señor no nos suelta cuando nosotros tenemos que hacer el acto de fe, y el salto creyente. Tomás vió al Señor resucitado, tocó sus cicatrices y a partir de ello, creyó en la divinidad del Resucitado.

Este texto nos involucra a nosotros, cuando tenemos dudas. Nuestro apostolado deriva de ésta misión propia de quien tuvo una experiencia de encuentro con el Resucitado. “No podemos callar aquello que hemos visto y oído” Hch 4, 20. La expresión con la que termina el texto de hoy “felices los que creen sin ver” nos involucra a nosotros: el testimonio de nuestros hermanos hacen que sea una experiencia casi personal, como si nosotros hubiéramos visto y oído. La fuerza del Espíritu Santo siempre viene a impulsarnos a una misión liberándonos, sobretodo del temor y la cobardía.

El apóstol Tomás, en su acto de fe, tocando las cicatrices del Resucitado también nos contagia a nosotros de esa fe tan humana porque tuvo duda y tan grande porque el Señor le regaló ser su testigo. La fiesta del apóstol Tomás nos hace también apóstoles a nosotros.

 

Dice San Gregorio Magno:

 

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Sólo este discípulo estaba ausente y, al volver y escuchar lo que había sucedido, no quiso creer lo que le contaban. Se presenta de nuevo el Señor y ofrece al discípulo incrédulo su costado para que lo palpe, le muestra sus manos y, mostrándole la cicatriz de sus heridas, sana la herida de su incredulidad. ¿Qué es, hermanos muy amados, lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel discípulo elegido estuviera primero ausente, que luego al venir oyese, que al oír dudase, que al dudar palpase, que al palpar creyese?

Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe. De este modo, en efecto, aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de la resurrección.

Palpó y exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído?» Como sea, el apóstol Pablo dice: La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, es evidente que la fe es la plena convicción de aquellas realidades que no podemos ver, porque las que vemos ya no son objeto de fe, sino de conocimiento. Por consiguiente, si Tomás vio y palpó, ¿cómo es que le dice el Señor: Porque me has visto creído? Pero es que lo que creyó superaba a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la divinidad. Por esto, lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ¡Señor mío y Dios mío! Él, pues, creyó, con todo y que vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada.

Y es para nosotros motivo de alegría lo que sigue a continuación: Dichosos los que crean sin haber visto. En esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros, que lo guardamos en nuestra mente sin haberlo visto corporalmente. Nos designa a nosotros, con tal de que las obras acompañen nuestra fe, porque el que cree de verdad es el que obra según su fe. Por el contrario, respecto de aquellos que creen sólo de palabra, dice Pablo: Hacen profesión de conocer a Dios, pero con sus acciones lo desmienten. Y Santiago dice: La fe sin obras es un cadáver.