11/01/2017 – ¿Por qué fue que Dios se hizo hombre? ¿Quién es Jesús? Estas preguntas están presentes en el corazón de la humanidad. En la Catequesis intentamos darle una respuesta y poner el foco en el Hijo de Dios que ha venido al mundo por amor a hacerse uno de los nuestros.
Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”. Hablamos del Verbo, de Dios, que se hizo carne, “para salvarnos reconciliándonos con el Padre: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).”El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “El se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5).
Vio Dios, dice San Ignacio, la confusión en la que los hombres nos encontrábamos por la fuerza que el pecado, en su carácter de iniquidad, operaba (y obra) en medio de nosotros y decidió que la segunda Persona de la Trinidad se encarnara, para liberarnos, para rescatarnos, para fortalecernos.
Si uno echa una mirada sobre la realidad, sobre las cosas que ya no funcionan, sobre el desprecio por la vida y la cultura de la muerte, vemos que hay también un clamor por la presencia del Dios vivo en medio de nosotros, el Dios viviente haciéndose uno de los nuestros. La presencia de Dios hecho carne, dice el Catecismo, es porque Dios vio nuestra condición y decidió que su Hijo se encarnara, para propiciación de nuestros pecados.
“Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, or. catech. 15).”
La posibilidad de mirar al mundo con crudeza, realismo, y frente a las realidades que más nos duelen, sentir la necesidad de comprometernos para transformarlo, sólo es posible cuando nosotros descubrimos al Dios que decidió comprometerse con nosotros, haciéndose uno de los nuestros, por amor.
“El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios.” Y es desde ese amor donde podemos asumir cualquier compromiso de transformación. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
Desde el amor de Dios es desde donde podemos asumir el compromiso. Y la verdad es que éste es un misterio que aprendemos a conocerlo a partir del hecho de que el Señor se nos acerca. En la Encarnación ocurre eso: Dios se acerca, se hace uno de nosotros, se instala en medio nuestro y lo incognocible de Dios comienza a resultarnos cercano, familiar, posible de acceder. Dios se hace uno de nosotros y, por lo tanto, conocerlo ya no es un misterio inaccesible, es una gran posibilidad. El Verbo de Dios se encarnó para que nosotros conociésemos el amor de Dios.
Pero también, dice el Catecismo que “el Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí … “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: “Escuchenle” (Mc 9, 7;cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva” donde se concentra la nueva alianza, donde Dios y el hombre se funden en un solo abrazo y el horizonte se une, allí donde parecía imposible que el cielo y la tierra se juntaran, y nos invitan a mirar hacia delante. Es Dios, que se hace uno de nosotros. Y, por eso, el amor de unos a otros que Él nos manda no nos resulta extraño, porque este amor brota del amor de Él, y “tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).”
Es solamente a partir de esta ofrenda, cuando el grano de trigo muere, que se pueden producir frutos de cambios y de transformación en la sociedad. Una muerte, una entrega, una ofrenda que no van de la mano de la exterioridad sino de la convicción de que en la entrega de nosotros mismos está la respuesta que el mundo espera de parte del Cristo que se encarnó y habita con su carpa en medio de nosotros.
El compromiso construido desde la alegría, nos decía el Arzobispo de Córdoba hace unos días, en el Retiro que compartimos con él y con la Radio; y es justamente desde este lugar de convicción en el amor donde Dios nos quiere transformando la realidad que nos presenta este mundo, tan necesitado de lo cristiano, del Cristo vivo, que no podemos sino nosotros, desde nuestra propia vulnerabilidad, fragilidad, contradicciones, lugares no transformados ni evangelizados, dejarnos tomar por la misma vida de Dios que nos visita, que nos acompaña, que se encarna, que se hace uno con nosotros para que desde ese lugar (no porque las tengamos todas con nosotros sino porque Dios viene a eso) ser instrumentos de ese cambio, de esa transformación, de ese dar vuelta al mundo.
Es el amor de Dios el que lo permite la transformación, y eso es lo que queremos compartir con vos: cómo desde ese lugar, lo más feo, lo más triste, lo más angustiante, lo más doloroso, lo más desesperante del mundo en su propia auto destrucción, puede ser visto con ojos distintos. Y cómo una mirada distinta sobre la realidad nos permite -ya en el mismo hecho de la contemplación de lo que vemos- comenzar a cambiarla. Las cosas comienzan a cambiar cuando nosotros empezamos a verlas con una mirada distinta. Es una experiencia nuestra, diaria: si un día lleno de sol vos te despertás de mal humor, pero descubrís cómo brilla el sol en el árbol, por ejemplo, verde, bello, hermoso. Si vos te levantás con una mirada de lentes oscuros, lo más fácil es que se te pierda de vista semejante paisaje bonito, lindo, lleno de vida que tenemos delante de los ojos. Ahora, si en un día lleno de frío, triste por su clima, vos te levantás con el alma llena de gozo, de alegría, de paz, de decisión y determinación para afrontarlo con un espíritu de querer vivirlo en plenitud, se te pinta el cielo de color azul aunque esté nublado.
Quiero decir que mucho de lo que la realidad es depende de los ojos con los que se mira, y de lo que está llamada a ser, también. Por eso es que, sin perder realismo ante lo que ocurre delante nuestro, ponerle un foco distinto a lo que acontece, de la mirada que Dios tiene de compasión, de ternura, de espera, de no condenación, es clave para que en un vínculo cordial con la humanidad de hoy nuestra propuesta resulte tan accesible, tan bienvenida, tan esperada.
A veces nos gana la condena, muchas veces más el juicio… tantas veces el mandato de cómo deberían ser las cosas, sin antes habernos arremangado, habernos puesto al lado, caminar por un tiempo, como hace el peregrino de Emaús, ante las penurias de los que viven la tristeza y el sentimiento de muerte. Caminar al lado de los hermanos y, desde ese lugar, en la escucha atenta, empática, sencilla, y al mismo tiempo comprometida, ayudarles a ver las cosas -como hace el Maestro en el camino de Emaús- con otros ojos. Y hasta que no arda el fuego del corazón que hace ver las cosas con una mirada distinta, no nos tenemos que dar por satisfechos. El mundo de hoy necesita de una mirada distinta y esa mirada te la da el Espíritu.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a los puntos 456 y siguientes del Catecismo de la Iglesia Católica
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