Hijos en el Hijo por obra del Espíritu Santo

martes, 2 de septiembre de 2008
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Ahora, ustedes han sido lavados en el Nombre de Cristo Jesús, nuestro Señor, y por el espíritu de nuestro Dios están consagrados a Dios en amistad con El. Han sido santificados, han sido lavados, han sido justificados.

1º Corintios 6, 11

La obra del Espíritu Santo se caracteriza, en la perspectiva de Pablo, por algunas acciones específicas que realiza en nosotros esta mano de Dios en lo más hondo de nuestro ser. La santificación es una de esas obras. Santos es el nombre con el que Pablo identifica a los miembros de la Iglesia. El Espíritu de Dios lleva a cabo esta obra de santificar para que podamos nosotros pertenecer al pueblo de Dios, El Santo.

Dios es el Santo entre los santos. Quienes pertenecen al pueblo de Dios deben ser santificados. La obra de santificación la actúa el Espíritu Santo. Cuando Pablo recuerda el pasado de los miembros de la comunidad de Corintio constata que los hombres, en el Nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios, han quedado lavados, han quedado santificados, han sido justificados.

Lo que indica un paso de la antigua condición de ser pecadores a un estado de pertenencia a la esfera de lo que es propiamente divino que brota de la gracia de Dios. Es el Espíritu que ha realizado esta obra. Es el que está transfigurando diariamente a cada uno de los que se dejan alcanzar por la obra del Espíritu para que conformados en Cristo sean imagen de él en medio del mundo. El Espíritu es el que va configurando nuestro ser personal en Cristo Jesús y en el podemos nosotros reconocernos santificados, hijos en el Hijo, es la otra condición propia que brota de la acción del Espíritu Santo en el corazón de los que opera, trabaja. La tercera persona de la Santísima Trinidad.

Además de santos, los miembros de la comunidad eclesial somos hijos de Dios. Este título lo confiere, lo da a los cristianos, la acción de lo que realiza en nosotros la presencia del Espíritu. El Espíritu nos hace participar de la condición del Hijo de Dios, de Jesús. Va a decir San Agustín que nosotros somos hijos en el Hijo, somos hijos de Dios por acción del hijo de Dios, de Jesucristo, de quién Pablo dice: El Señor nos ha dado su Espíritu, el Espíritu de Su Hijo.

En Gálatas 4,6 aparece esta dimensión de herencia recibida, la más grande de todas, la que el Padre desde la Cruz, en Cristo Jesús nos ofrece, por la acción del Espíritu Santo incorporándonos a su familia, regalándonos el Espíritu que exhala Jesús que en la Cruz muere y nos incorpora así a la familiaridad de vínculo en el estilo trinitario. Somos hijos en el Hijo, hemos recibido un espíritu de filiación dice Romanos 8,15.

La acción del Espíritu es la que realiza en los creyentes esta presencia del Espíritu de Dios que clama, que nos hace clamar, y Pablo utiliza aquí una expresión que es propia del lenguaje de Jesús, en Arameo, Abba, como queriendo decir con esto que es una expresión genuinamente de Jesús la que surge de nuestro vínculo con el Padre, por la acción del Espíritu Santo. No usa la palabra griega Pater, usa la expresión aramea del lenguaje de Jesús, Abba. En nuestro corazón resuena en lo más íntimo la lengua con la que Jesús expresa al Padre.

No es que nosotros hablemos en arameo sino que el lenguaje de intimidad, el lenguaje de cercanía, de ternura, de confianza, de apertura, de entrega, de aceptación, Abba, es decir: papá. Somos hijos del Hijo de Dios. Damos testimonio de nuestra filiación divina. Esto es el máximo de dignidad que una persona puede reconocer en sí mismo. No se puede exigir esto a todos los hombres pero sí hay que refrescarlo en los que nos reconocemos bautizados en Cristo Jesús y a la hora de hablar a cerca de nuestra dignidad esta debe ocupar el primer lugar. El más alto grado de dignidad nace de nuestra condición de filiación.

El Espíritu establece desde este lugar de filiación divina para nosotros, con toda la humanidad, una condición fraterna que no tiene límites. Los que nos reconocemos hijos de Dios, del Padre, que hace salir el sol para todos, para buenos y malos, para justos y pecadores, no tenemos fronteras de fraternidad. Todos son nuestros hermanos, y por eso, desde la perspectiva de Pablo, y esta es la tercera condición que surge de la acción del Espíritu Santo en nosotros, ha desaparecido toda clase de diferencia.

Sumergidos en un solo espíritu para formar un solo cuerpo. Judíos y Griegos, dice Pablo, esclavos y hombres libres, en primera de Corintios 12,13. Ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús, Gálatas3, 28. Toda la comunidad forma un solo cuerpo. Todos son como una sola persona, que es Jesucristo. Y todos, de cualquier clase y de cualquier condición, quedan recubiertos con una misma dignidad. Es la de Jesús que nos incorpora al misterio del amor del Padre.

El Espíritu Santo es espíritu de santificación, es el que hace desaparecer las distintas condiciones que constituyen bajo un criterio humano las diferencias humanas. Es el Espíritu que nos da vida. La comunidad cristiana está compuesta por personas que están en Cristo y su principio vital es el Espíritu, de tal forma que el hombre que está en Cristo es un hombre espiritual.

Su vida ya no responde a las tendencias de la carne sino a la conducción que obra el Espíritu Santo. Pablo utiliza en este sentido, varios términos que son como sinónimos. A la hora de hablar de esta guía, de esta conducción, de esta presencia que marca rumbo, la del espíritu en el corazón del cristiano, Pablo habla por ejemplo de caminar en el Espíritu, de caminar según el Espíritu, de ser según el Espíritu, de estar en el Espíritu, de vivir en el Espíritu.

Todos los hijos de Dios, dice Pablo en Romanos 8,14, conducidos por el espíritu, y esta conducción que el Espíritu obra en nosotros es la que hace desaparecer de la conducta de los hombres, los mandatos legalistas con las que nosotros nos determinamos en un mismo rumbo, en un propio rumbo.

La ley, que es el Espíritu, va a decir Pablo, ahora ya la ley, como pedagoga, como la que acompaña, como la que marca el rumbo, ahora es el Espíritu. En 1 Corintios va a decirlo claramente. Ahora a la ley la ha grabado el Espíritu Santo ya no sobre tablas de piedra sino sobre sus corazones. En la polémica contra lo judaizante que exigía a la ley como medio de justificación, como medio de salvación y de redención, Pablo, que es un judío como pocos, un conocedor de la ley, de la escuela de Gamaliel, habla de manera enfática de la liberación de la ley que ha sido obrada por el Espíritu.

La ley del Espíritu que da vida me libró en Cristo Jesús de la ley del pecado, de la ley de la muerte. Si están animados por el Espíritu, ya no están sometidos a la ley va a decir el Apóstol en Gálatas 5, 18. Contra los que entendían que las buenas obras eran las obras realizadas de acuerdo y según las exigencias de lo mandado, Pablo va a evitar hablar de buenas obras de los cristianos para no confundir en un voluntarismo rápido, legalista, simplista, ciertamente de autojustificación, la obra del único que puede justificarnos, la acción del único que puede conducirnos a la verdadera justificación que es el Espíritu. Pablo habla de esto por la experiencia de su camino.

El, un seguidor fundamentalista de los criterios legalistas, instalados por la escuela a la que pertenecía, a la de Gamaliel, perseguidor de los cristianos, en el camino a Damasco recibe una luz que lo envuelve, que lo voltea de su estructura armada en torno a la figura de lo mandado y comienza un proceso de liberación y una reconstrucción que, por lo que sabemos, le va a llevar tres años en el desierto hasta que pueda ponerse de pie y comenzar a caminar después de aquél duro golpe que el amor de Dios le ha dado a esa estructura rigorista, legalista, con la que Pablo se ha venido moviendo hasta aquí.

Ser del Espíritu y vivir según la ley del Espíritu es un camino que se presenta como el gran desafío para la Iglesia de todos los tiempos y particularmente para la Iglesia de estos tiempos donde las referencias internas y externas de un mundo que cambia y de una Iglesia que busca ser conducida por el Espíritu, por los vientos nuevos que soplan en ella, en su nuevo Pentecostés, exige justamente de esto.

Juan XXIII, cuando en su sabiduría, él, que aparentemente estaba de transición en su pontificado, decidió convocar a un Concilio en el Vaticano, en la apertura a aquél Concilio hace referencia a abrir las puertas, las ventanas de la Iglesia, para que se produzca un nuevo Pentecostés y para que soplen vientos nuevos de agiornamiento.

Esta es una palabra clave. Un agiornamiento que no es una adaptación a los tiempos y al espíritu del mundo sino que es un vínculo, en el espíritu, a la realidad de un mundo que, guiado también por la presencia del espíritu que actúa mucho más allá de la Iglesia, va siendo transformado. Un espíritu de transformación. Este espíritu es el que alienta la Iglesia de estos tiempos, particularmente por una decisión del misterio Trinitario de soplar de manera nueva, un nuevo Pentecostés que además, Benedicto XVI lo ha planteado para todos los jóvenes en Sydney.

A clamado el Papa por un nuevo Pentecostés juvenil, por una nueva acción del Espíritu entre los jóvenes, capaces de recorrer caminos ya no guiados por las leyes del mercado, las leyes del consumo, el rigorismo de la moda, lo estatuido desde el mensaje de la mass media que establece nuevos ídolos sino guiados por el Espíritu, liberados por el Espíritu, construidos desde el Espíritu, rearmados en El, capaces de ser conducidos y guiados por el Espíritu Santo. Ese es el nuevo Pentecostés.

Si vivimos en el Espíritu marcharemos dice San Pablo, de acuerdo el espíritu. Vivir en el Espíritu para caminar en el Espíritu. Este es el gran desafío y para eso hay que clamarle ven, ven Espíritu Santo. Está en nosotros sólo que estamos dormidos, estamos como anestesiados a su presencia. Salir del sueño de nuestra anestesia, dejarnos guiar por sus mociones, dejarnos conducir por su luz, por su claridad, por su fuerza, por su temple, por su gozo, por su alegría, por su esperanza, es verdaderamente animarnos a vivir desde otro lugar y a construir desde ese lugar un mundo nuevo.

Pablo destaca de una manera especial la acción del Espíritu en la proclamación de la fe y en la oración del cristiano. La oración del cristiano es una oración del espíritu. Con respecto a esta proclamación de fe Pablo le dice a los Corintios que nadie puede decir Jesús es el Señor si el Espíritu Santo no está en el.

En 1º Corintios 12, 13 aparece esta afirmación y parece que el contenido de la misma tiene que ver con algunas desviaciones dentro de los espirituales de corintios que en alguna oración de éxtasis sostienen algunos biblistas, otros, guiados por algunos males espíritus blasfeman contra Jesús, no distinguen entre Jesús y Cristo o directamente niegan la divinidad de Jesús como el Señor de la Historia. Pablo pone las cosas en su lugar y al igual que lo hace San Juan en la comunidad gnóstica a la cuál escribe sus cartas, claramente Pablo hace referencia al Cristo venido en carne como a aquél que nos libera de toda otra manera espiritualista de interpretar su presencia en medio nuestro.

Porque el espíritu que reconoce a Cristo como Señor, lo reconoce como Señor de la Historia y por lo tanto estamos hablando de un espíritu que verdaderamente conduce desde una espiritualidad encarnada a un compromiso de transformación del mundo. En los textos de Pablo, el que clama en nosotros llamándolo a Dios, el Padre, Abba, es el que nos impulsa a la oración, es el que nos permite decir, con Jesús aquello que el nos ha dejado como legado orante: Padre, santificado sea tu nombre, en la historia, en el tiempo, en el aquí y en el ahora.

La forma usada en Gálatas, de proponer el espíritu como sujeto, el es quien clama en los creyentes, en Romanos aparece como el que exclama. Y es una posición, diría Rivas, sencillamente aparente, porque en realidad lo que Pablo está diciendo es que el espíritu por dentro nos habita y habitándonos por dentro el Espíritu nos conduce a ser hijos en el Hijo y desde este lugar, a comprometernos en la transformación del mundo reconociéndonos como hijos habitados por el Espíritu Santo. El Espíritu obra la santificación. El Espíritu ora en nosotros. El Espíritu nos libera de la ley. El Espíritu hace desaparecer toda clase de diferencia. Tenemos vida en el Espíritu. Somos hijos en el Hijo.

El Espíritu que habita y obra en nosotros, los creyentes, es el espíritu, dice Pablo, que resucitó a Cristo Jesús. Esto es lo que asegura nuestra presente resurrección en medio de la lucha, del dolor, del enfrentar a la muerte bajo todas sus formas, y esta es nuestra futura resurrección de entre los muertos. El mismo espíritu que resucitó a Cristo Jesús nos resucitará también a nosotros dice el apóstol Pablo. 

Si el espíritu que resucitó a Jesús entre los muertos habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio del mismo espíritu que habita en ustedes.

Por ahí decimos “estoy muerto”, al límite en el cansancio, en el esfuerzo, en el trabajo, en la lucha, en el combate, en el querer poner las cosas en su lugar en nuestra propia vida combatiendo con nosotros mismos, contra el ambiente, contra las situaciones adversas, contra las inclinaciones que tenemos a meter la pata, esa propia de los que nacemos como hijos de Adán, que le llamamos pecado original. Sin embargo esa experiencia de muerte con la que nos enfrentamos todos los días viene acompañada de una experiencia de vida. Aquél que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos también los va a resucitar a ustedes dice Pablo. Y por esto, dejarse guiar por el Espíritu es clave.

Dejarse conducir por el es decisivo en medio del dolor que nos produce el enfrentamiento con la muerte bajo todas sus formas en lo cotidiano. Permanecer en el Espíritu y saber que allí donde morimos, si en Cristo morimos, en el Espíritu somos devueltos a la vida con mayor plenitud de la que antes teníamos. Una experiencia continua, la nuestra, pascual, de muerte y resurrección y de presencia del espíritu. Una experiencia pneumática decimos, no porque venga con alguna rueda sino porque es ese el modo de vincular la obra del espíritu en nosotros. Pneuma es espíritu, espíritu que obra con poder en nosotros.

El poder del espíritu que obra en nosotros es el que nos resucita, el mismo que resucitó a Cristo Jesús. Aquella gracia de resurrección que lo saca a Jesús del infierno a donde ha descendido, lo libera de la muerte habiendo vencido al enemigo y lo eleva ascendiéndolo al cielo para ponerlo a la derecha del Padre, es el mismo Espíritu el que ha tomado nuestra condición humana frágil, pecadora, y ha venido también, igual que a Jesús, a devolvernos la vida. Nuestra vida en el espíritu es la vida de los resucitados, es la vida del anticipo del reino de los cielos en medio del mundo y la vida de los resucitados es la vida de la que claramente Gálatas habla como se ha de manifestar esta vida de resucitados en nosotros.

En Gálatas 5 se nos presenta clarísimamente los frutos que derivan del espíritu y que hablan de ese don de resurrección anticipada en nosotros. Gálatas 5, cuando habla de la obra del espíritu dice: “Es caridad, alegría, paz, paciencia, comprensión de los demás, bondad y fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo, ahí no hay condenación ni ley, pues los que pertenecen a Cristo Jesús tienen crucificada la carne con sus vicios y con sus deseos. Vivir resucitados en el espíritu es vivir en la caridad, en la alegría y en la paz, es vivir en la paciencia y en la comprensión, en la bondad y en la fidelidad, en la mansedumbre y en el dominio de nosotros mismos. Allí donde no hay pecado sino vida en Dios.