Jesús crea amistad incluyendo las diferencias

jueves, 6 de diciembre de 2012
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Cuando nosotros hacemos un recorrido por los lugares de pertenencia de los que forman parte de la comunidad de los Doce, nos encontramos -entre otros- con cuatro pescadores; con dos que pertenecen a un grupo revolucionario del tiempo de Jesús, llamados los celotes (eran como Robin Hood, asaltaban en el camino a los poderosos y les robaban a los ricos para darle a los pobres); con un cobrador de impuestos (como si trabajara ahora para el Fondo Monetario); con Natanael, considerado por Jesús un judío de pies a cabeza, sin doblez. A estos después se les suma uno que, siendo perseguidor de los apóstoles de Jesús, se constituye en apóstol de los gentiles (Saulo de Tarso).

Evidentemente, los modelos mentales de pertenencia a la sociedad de su tiempo y su modo de vincularse desde esos lugares con Jesús, son bien distintos. Sin embargo, entre todos pudieron constituir una comunidad, relacionándose desde una perspectiva nueva, con un modelo comunitario surgido del orden nuevo propuesto con el anuncio del Reino Nuevo que trae Jesús. Todo fue posible gracias a la fuerza aglutinadora de Jesús, amigo que pone en sintonía a los opuestos.

Pablo dice en la Carta a los Efesios cómo es que obra esa gracia de armonía entre los diversos modos de ser: “Porque Él es nuestra paz, el que hace de dos, uno, derribando el muro que separa la enemistad”. (Ef. 2, 14)

Ser amigos de Jesús

 

San Ignacio de Loyola le escribe a Juan Berdolay, desde Venecia, un 24 de julio de 1537: “De París llegaron aquí nueve amigos míos en el Señor”.

¿Qué mejor lazo de relación, qué mejor vínculo humano, sostenido en Cristo? Quienes hemos tenido la posibilidad de encontrar la amistad como sentimiento, como afecto, como dos en uno, en Jesús, sabemos de qué estamos hablando.

 

Encontrar esta dimensión de la relación de amistad es construir el vínculo desde un lugar muy sólido, y es vivir la fe en el Señor con la certeza de haber entendido ese misterio maravilloso de la alianza que supone el trato íntimo con el Señor que, lejos de clausurarnos en Él, nos abre a los otros. Cuando la amistad es en Jesús, la relación fluye, se puede compartir toda la experiencia, se puede confiar todo pensamiento porque nuestra pertenencia a Él nos genera una mutua protección y se valoriza el entendimiento y el sentimiento sincero.

 

San Agustín, hablando de esa experiencia maravillosa de la amistad, dice: Lo que más me conforta y reanima son los consuelos de otros amigos con quienes yo amo lo que en lugar de Ti amo. Cautiva mi ánimo conversar y reír juntos, dispensarnos mutuamente pequeños favores, leer en común libros amenos, divertirnos unos con otros y darnos prueba de una mutua estima; discutir de cuando en cuando sin apasionamiento, como lo hace uno con uno mismo; y sazonar, darle peso con ese rarísimo desacuerdo a las múltiples ocasiones en que estamos de acuerdo. Enseñar, aprender algo uno de otro, echar de menos con nostalgia a los que no están con nosotros, y darle la bienavenida con alegría a los que llegan al encuentro. Con estas manifestaciones y otras semejantes que nacen del corazón de los que mutuamente nos queremos, se expresa por el rostro, en el hablar, se dice por los ojos y por otras mil gratas demostraciones que se funden como combustible en el alma, y de muchos surge uno solo, la amistad en Dios.”

 

Cuenta el padre Carlos Vallés: la amistad personal con Jesús es la mejor realidad de nuestra vida y vivirla puede llegar a ser una experiencia tan intensa, tan llena de gozo íntimo y de placer sin mancha que nadie más ni nada más parece hacer falta para la felicidad completa y el desarrollo total de la persona. Sólo bastaría con decir “Jesús es mi mejor amigo” y descubrir que ello es así, para que todo lo llene Él. De hecho, uno muchas veces ha vivido esta experiencia y lo que eso significa.

Dice Vallés: he vivido no solo en mi juventud esta experiencia, sino en mi edad madura -y bien madura- períodos de gracia y de luz en que Dios se acerca y todo lo demás palidece. Y he gustado la verdad, la profundidad, la alegría, la ilusión y el idilio de decir “Jesús es mi mejor amigo”.

 

Es el fruto más exquisito de nuestra fe y permite que la ligazón con el Cielo sea posible en nosotros. Dios puede, y de hecho lo hace, satisfacer Él por sí solo todas las necesidades humanas. Sin embargo, habitualmente llega por medio y de la mano de otros. Por eso Jesús crea la comunidad de la amistad.

En el Evangelio de San Juan, donde la categoría de la amistad aparece propuesta como el modo de vínculo de Jesús con los discípulos cuando les dice, al final de su vida, “ustedes son mis amigos”, todo parece crearse alrededor de este vínculo. El relato de la llamada a los primeros discípulos es por el camino propio de la amistad. El primero que aparece mediando entre Jesús es su primo Juan, quien al ver acercarse a Jesús, dice:

«Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Al día siguiente, estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Éste es el Cordero de Dios». Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?». Ellos le respondieron: «Rabbí –que traducido significa Maestro– ¿dónde vives?». «Vengan y lo verán», les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. (Jn. 1, 29.35-39a).

¡Qué bueno que es encontrarse en la casa del amigo para entender todo respecto de Él! Jesús, que sintió esta cercanía de amor con la que Juan les presentaba a sus amigos, les dijo Vengan a ver. Ellos fueron y estuvieron en la casa de Jesús, y se quedaron allí todo aquel día.

“Era alrededor de las cuatro de la tarde. Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo «Hemos encontrado al Mesías», que traducido significa Cristo. Entonces lo llevó a donde estaba Jesús.” (Jn. 1, 39b-42a).

Como hace uno con las verdaderas amistades, no las guarda para sí, las presenta a otros, busca crear vínculos de amistad. La verdadera amistad es virtuosa, se abre, se fortalece cuando se incorporan otros al ámbito de los amigos. Este amigo verdadero, Jesús, mueve a abrir las puertas y a incluir a otros para el lazo de la amistad se haga aún más fuerte.

“Jesús lo miró y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas», que traducido significa Pedro.” (Jn. 1, 42b)

El amigo lo que hace es entresacar lo mejor de nosotros, lo que está escondido. Este Pedro, que tiene apariencia de fragilidad, de inconsistencia, que se muestra contradictorio, que en su efusividad, en su movimiento interior y en su comportamiento es cíclico; que para todos es como una barca a la que se sube y que el viento la lleva de aquí para allá. Pero Jesús vio algo en Él que nadie había visto: que en lo profundo había una gran consistencia, y le dice tú eres de piedra. Y esto fue para Simón como la revelación más profunda de su ser y encontró el rostro real de sí mismo.

“Al día siguiente, Jesús resolvió partir hacia Galilea. Encontró a Felipe y le dijo: «Sígueme». Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y de Pedro. Felipe encontró a Natanael y le dijo: «Hemos hallado a aquel de quien se habla en la Ley de Moisés y en los Profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret». Natanael le preguntó: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?». «Ven y verás», le dijo Felipe. Al ver llegar a Natanael, Jesús dijo: «Este es un verdadero israelita, un hombre sin doblez». «¿De dónde me conoces?», le preguntó Natanael. Jesús le respondió: «Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera». (Jn. 1, 43-48)

Jesús le dijo como nos decimos con los amigos, es como si nos conociéramos de toda la vida. Es que los amigos somos así, desde siempre y para siempre. Es un vínculo de alianza que nos hace presente lo eterno en el tiempo.

“Natanael le respondió: «Maestro, tú eres el hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». (Jn. 1, 49)

En la amistad se revela nuestra más profunda identidad. El punto de partida de madurez personal, sin dudas, es el conocimiento profundo de uno mismo; y uno sólo se puede conocer a la luz del hecho de la socialización de la propia vida, cuando saliendo de la simbiosis materna, aprendemos con dolor que somos con los demás. Ése es el proceso de ruptura tal vez más doloroso que sufre un niño: romper con el vínculo simbiótico con su madre, en el que todo el mundo estaba concentrado. Cuando se corta el cordón umbilical, el niño se empieza a abrir a otra realidad y al vínculo con los otros.

En la amistad se manifiesta lo mejor de cada uno de nosotros: la alegría, el buen humor, la ternura, los placeres, el interés por los demás, mi valor por ser yo mismo. Esta dimensión de mi ser más íntimo se me revela en la amistad. El otro me devuelve lo que está escondido dentro de mí. Lo de Pedro, que encuentra anclaje dentro de sí mismo gracias a esa mirada de Jesús, que le revela lo desconocido para él y para todos.

El ser con los otros tiene su origen en el misterio trinitario, donde las personas se aman entrañable y eternamente y son una en ese amor sin perder identidad. Si por el pecado nosotros perdimos el hecho de parecernos a Dios es porque dejamos de amarnos unos a otros. Esto es el pecado, la ruptura del vínculo. En ese sentido, los amigos son los que nos ayudan en el proceso de redención, devolviéndonos nuestra más profunda identidad.

En esa clave, Saint Exupery en su clásica obra El Principito muestra el proceso de pertenencia mutua en la amistad y lo llama domesticar, que sería como estar en casa, pertenecerse a sí mismo gracias a un vínculo de amistad que nos devuelve la verdadera identidad:

-“Sólo se conoce lo que uno domestica” -dijo el zorro-. “Los hombres ya no tienen más tiempo de conocer nada. Compran cosas ya hechas a los comerciantes. Pero como no existen comerciantes de amigos, los hombres no tienen más amigos. Si quieres un amigo, domestícame”.

-“¿Y qué hay que hacer?” -dijo el Principito

-“Para domesticar hay que ser muy paciente” -respondió el zorro-. “Te sentarás al principio más bien lejos de mí, así, en la hierba. Yo te miraré de reojo y no dirás nada. El lenguaje es fuente de malentendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca”.

Al día siguiente, el Principito regresó.

-“Será mejor que siempre regreses a la misma hora” -dijo el zorro-. “Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, ya desde las tres comenzaré a estar feliz. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. Al llegar las cuatro, me agitaré y me inquietaré; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes en cualquier momento, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón. Es bueno que haya ritos”.

-“¿Qué es un rito?” -preguntó el Principito.

-“Es algo también demasiado olvidado” -dijo el zorro-. “Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas. Mis cazadores, por ejemplo, tienen un rito: el jueves bailan con los jóvenes del pueblo. Entonces el jueves es un día maravilloso. Me voy a pasear hasta la viña. Si los cazadores bailaran en cualquier momento, todos los días se parecería y yo no tendría vacaciones.”

Así el Principito domesticó al zorro, y el zorro al Principito. Y en este vínculo de amistad se sintieron como en casa.

 

Padre Javier Soteras