JESÚS ES PALABRA PARA SER ESCUCHADA Y PROCLAMADA

miércoles, 25 de febrero de 2009
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Jesús entró en una sinagoga, y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Los fariseos observaban atentamente a Jesús para ver si lo sanaba en sábado, con el fin de acusarlo. Jesús dijo al hombre de la mano paralizada:  “Ven y colócate aquí delante”.  Y les dijo: “¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal?, ¿salvar una vida o perderla?”.  Pero ellos callaron.  Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre:  “Extiende tu mano”.  El paralítico la extendió y su mano quedó sana. En cuanto a los fariseos, apenas salieron, fueron a juntarse con los partidarios de Herodes, buscando con ellos la forma de eliminar a Jesús..

Marcos 3, 1 – 6

Ayer, Jesús, atravesaba unos sembrados, en donde arrancaba las espigas para alimentarse él y su grupo de amigos. “Los amigos del novio”, como decía el Evangelio que leíamos el lunes.

Hoy Jesús está entrando en una sinagoga y nos dice el Evangelio -como dato de contextualización- que era sábado. Así que tenemos un Jesús que está entrando en dos instituciones religiosas: una sinagoga y un día sábado. Un lugar y un espacio destinados a Dios con leyes específicas.

Ahí está Jesús entrando, no tenemos a los amigos de Jesús como protagonistas. Los personajes en este tiempo –sábado- y en este lugar –sinagoga- van a ser Jesús, un grupo de fariseos y un grupo de herodianos. Es como que en esta escena bíblica, Jesús deja de lado a sus amigos. Todos los que a lo largo de la historia son amigos de Jesús, en este texto bíblico, son como espectadores. Esto es una lucha, una escena donde esta él y nosotros. Nosotros expectantes vemos. Y quizás la decisión final es: seguimos siendo amigos de Jesús o nos unimos a la postura de los otros. Quienes no sean nombrados en el texto, no es que queden afuera, sino que queda en nosotros la decisión.

Este es el escenario del Evangelio de hoy: en la sinagoga, un sábado, Jesús y un grupo de fariseos y de herodianos. ¿Qué nos dice el Evangelio? ¿Como se va armando la escena?

Nos informemos algo sobre la sinagoga: si bien la sinagoga es un lugar, como nosotros habitualmente decimos una iglesia y nos imaginamos un edificio, profundamente la sinagoga no es un lugar, sino es una congregación de fieles que se reúnen en torno a la devoción y adoración del texto bíblico. Y el lugar, esta sinagoga, donde este grupo de gente se reúne, asume el nombre propio del grupo: sinagoga -como la iglesia- alude al grupo de los creyentes y a la misma vez designa el lugar donde este grupo se reúne.

Entonces, cuando decimos que Jesús ingresa a una sinagoga, estamos haciendo referencia a que ingresa a un espacio, a un lugar, a un edificio. Pero también estamos diciendo que se reúne con la comunidad de esa localidad, que cada sábado se reúne para escuchar y reflexionar y estudiar la Palabra de Dios.

¿Cuál es la imagen que nos queda?: Jesús -Palabra hecha carne- que ingresa en un lugar, donde la Palabra era custodiada, desde donde la Palabra era profundizada, donde la Palabra era transmitida, donde la Palabra se la escudriñaba para entenderla y para vivirla. Era el encuentro de la Palabra hecha carne con el encuentro de la Palabra escrita, estudiada, meditada y reflexionada por un grupo de personas: La Palabra y la Palabra, éste es el encuentro.

¿Qué es lo que va a suceder? No sabemos, preparemos nuestro corazón para ir entendiendo y gozando de este encuentro de la Palabra encarnada con la Palabra escrita

Jesús en la sinagoga y ahí hay un hombre, cobijado por este escenario, que tiene la mano paralizada. El texto no nos dice si esa mano paralizada la tiene desde niño, desde el nacimiento, o habrá sido a causa de algún accidente posterior. Pero ahí estaba: paralizada su mano en este contexto, en este lugar y en este tiempo dedicados a Dios: en la sinagoga y en sábado.

En el otro grupo de personas, los fariseos. La Escritura, el texto bíblico, los describe como un grupo que observaba atentamente a Jesús para ver lo que hacía y con una finalidad específica: la acusación.

Uno se imagina que, cuando uno entra al lugar donde recibe la Palabra, la disposición interior tendría que ser la escucha: uno entra a escuchar lo que esa Palabra tiene para decirnos. Este grupo de personas, frente a la mano paralizada de este hombre, no está escuchando la Palabra, sino que están observando. Miran, no escuchan, y miran ya con un parámetro interior, buscando un motivo de acusación. No es una mirada de aprendizaje, de observación, de interiorización, sino es una mirada ya interesada. De antemano, van a buscar lo que quieren encontrar, y si no es ahí, será después. Pero ya saben lo que buscan: acusar a Jesús.

Entonces, es un estar en un lugar y en un tiempo -sagrados de por sí- no para alabar y bendecir, no para escuchar esa Palabra que va a ser proclamada, sino para acusar, por lo tanto -de alguna manera- este grupo de personas que está ahí observando atentamente, ya está profanando ese tiempo y ese lugar. No sabemos si harán cosas técnicamente incorrectas, pero su estar y el modo de cómo están, ya es una profanación. Técnicamente son irrefutables, pero el corazón ya está diciendo otra cosa.

Ahí están los personajes centrales de esta escena: Jesús que ingresa, el hombre de la mano paralizada y los fariseos que observan, y nosotros que observamos todos estos que están observando y actuando en esta escena bíblica. Seríamos los cuartos personajes en cuestión, la mano paralizada.

Jesús, que debe de haber sabido, debe de haber conocido, debe de haber palpado, intuido -en el modo de estar, en el modo de mirar, en el modo de codearse, de reunirse de este grupo de fariseos- que ahí había algo, que el río traía agua, pero continúa con su tema. Podría haberse evitado el problema y no hacer el bien que estaba en su poder realizar. No hacía el bien y se evitaba el dolor de cabeza de la discusión. Sin embargo, Jesús no vino para no hacer el bien, no vino para hacer el mal: vino para hacer el bien. No podía evitar hacer el bien.

Jesús llama a este hombre para pararse ahí, a la vista de todos. El valor de los hechos públicos, del testimonio público podemos verlo también aquí. Es una Palabra que es proclamada para ser escuchada, no es una palabra para que se calle, o una palabra para ser dicha en lugares privados o en el susurro. Jesús es Palabra es para ser proclamada y escuchada por todos. Entonces, la Palabra hecha carne está siendo proclamada en ese lugar donde reside la Palabra, que es la sinagoga. Todos la pueden escuchar: el hombre de la mano paralizada, los fariseos que miraban atentamente con el fin de poder acusarlo y la podemos escuchar nosotros, los que leemos hoy el texto y que nos estamos adentrando en sus personajes.

Ese es Jesús: la Palabra que habitó entre nosotros. Y es una palabra que exige ser escuchada, que se ofrece para ser escuchada. De tal manera que queda esta imagen: la sinagoga, ese lugar que había ido constituyendo el pueblo judío para guardar los libros de los textos bíblicos, con el respeto que se merecían. Era el lugar donde esa presencia de los textos bíblicos, al igual que el sagrario en la iglesia católica, estaba señalado por una luz siempre encendida. Era el lugar que cobijaba la Palabra y a la misma vez la comunidad era acogida por esa Palabra. Se daba esta relación mutua, que es muy significativa. Y ahí un Jesús que entra en el lugar de la Palabra, en la casa de la Palabra.  Es una mutua acogida. La Palabra era custodiada en cuanto a texto por este grupo, pero este grupo se sentía constituido y fortalecido por esta Palabra que los convocaba, los reunía, los alimentaba.

Eso era lo más bonito del lugar: ese encuentro mutuo entre la Palabra escrita y la constitución del pueblo. El pueblo no podía no reunirse, era su razón de ser, el hacer memoria de las gestas y de las palabras del Señor que lo fueron constituyendo como pueblo. Y cada sábado se reunían ahí, a fortalecer su fe, a alimentar su esperanza, a dar vida a la caridad que los iba constituyendo en los vínculos sociales para ser pueblo.

Ahí vivía esa Palabra que, a lo largo de la historia, ellos fueron recogiendo y custodiando para que sea una palabra que sea leída, también, por sus hijos y los hijos de sus hijos. Ellos cuidaban de la Palabra, pero también, la Palabra cuidaba de ellos. Esto era lo original, esto era lo santo, esto era lo esperado de aquellos que acudían en ese día y en ese lugar a leer la Palabra:

sentirse custodios de una tradición de vida, para poder dejársela a sus hijos. Comer ellos y dejar comer a los demás. Y saber que esa Palabra que ellos cuidaban, era la Palabra que los constituía como pueblo.

Pero había gente que no la vivía así, y aquí cabe que también nosotros nos podamos preguntar: ¿qué lugar tiene la Palabra como texto y la Palabra como vida en nuestro lugar?. ¿Nos sentimos como custodios de una Palabra que no se tiene que perder?, porque es una Palabra que tiene que resonar para todos. Entonces, el guardar la Palabra no es para esconderla, no es para que sea para un grupo exclusivo, sino es para que alcance para todos.

La imagen podría ser así, como muy casera, de esa mamá que -cuando hace un rico bizcochuelo- lo guarda, no para mezquinarlo, sino para que alcance para todos. Y se acuerda que un hijo está trabajando –para cuando vuelva-  y que el otro fue a visitar a la abuela. Entonces, comen todos y guarda para aquellos que tienen que venir y encuentren aquello que los va a alimentar, que es fruto de su amor. Es algo material: esto es un rollo y una Palabra, allá es un bizcochuelo, pero es algo que tiene que alcanzar para todos.

Eso es el desafío de la comunidad: de custodiar la Palabra, para que esa Palabra llegue a todos. Una Palabra que es creadora, porque nos constituye como pueblo. Este mutuo servicio, de una Palabra custodiada y de una Palabra que nos constituye, es el escenario del texto de hoy.

Fíjense en los prolegómenos del texto: entendiendo y disfrutando de este mutuo servicio, un Jesús que -también como Palabra- tiene el servicio de ir a custodiar esa Palabra en ese tiempo y en ese lugar –sábado, en la sinagoga- junto con los otros, porque se siente pueblo, cercano a sus vecinos, que también necesita que esta Palabra lo constituya.

Nos quedamos con esta imagen y pasamos nuestra propia experiencia de las visitas que hacemos a la casa de la Palabra y la experiencia que  tenemos que esa Palabra nos salva, nos sana, nos constituye como pueblo. Ahí está la Palabra que habita en la sinagoga y la sinagoga como asamblea, como congregación, como pueblo elegido que habita en la Palabra, es un mutuo habitarse. Y este habitar la Palabra y habitar en la Palabra -la Palabra que habita en la comunidad y la comunidad que habita en la Palabra- es un habitar como un ir construyendo estos vínculos. No es tanto la construcción del edificio, en todo caso, el edificio será signo de este constituirse como pueblo en torno a esto que es el cuidar la Palabra.

   Miren qué lindo es esto de pensar que las cosas que nosotros vamos haciendo -las construcciones de los gestos culturales, tanto de edificios como de instituciones- cobrarían vida y sentido en esta línea: si son tiempo y espacio que los vamos construyendo para que la vida sea cuidada, sea custodiada. Y valen, en tanto y en cuanto cumplan esa función. La belleza de un edificio, la belleza de una institución cultural, cobran relevancia, quedan a ojos vista, en cuanto son espacios y tiempos para que la Palabra y el que pronuncia la Palabra, que es Dios o su imagen -el hombre-, sean cuidados, custodiados.

Por eso llama la atención que en el lugar donde habita la Palabra -reflejo de la Palabra creadora del Dios del Génesis, donde Dios decía y las cosas eran- es extraño que un grupo de personas en este lugar donde la Palabra tiene la función creadora de constituir las cosas para que una vez que la Palabra es pronunciada las cosas se realicen -porque no hay esta distinción entre Palabra dicha y realidad- esa palabra creadora no fuese pronunciada.

Acá, la Palabra podría haber sido dicha para que este hombre alcance la plenitud de su vida y no quede con la mano paralizada. En este espacio, en ese tiempo, esa palabra creadora no fue pronunciada. Este hombre, no sabemos desde cuándo, si desde niño, ahí estaba, con su mano paralizada y sin que la Palabra se pronuncie. Entonces, podemos pensar que -de alguna manera- ese espacio que había sido para cuidar la vida, era un espacio donde apenas la vida sobrevivía. No podía desplegar la totalidad de la persona humana con esa mano paralizada. La vida no era cuidada, la vida no era potenciada. Quizás se había corrido la mirada, se habían quedado con el edificio, con la materialidad de las cosas, defendían el espacio, defendían el tiempo, defendían las paredes, pero no defendían la comunidad que tenía que vivir ahí: la Palabra no se pronunciaba, el hombre no se sanaba.

Un salto que podemos hacer a nuestra realidad es: ¿en cuántas construcciones nosotros ponemos nuestra vida con buenísimas intenciones, cuántas veces nos reunimos para hacer clubes para que nuestros chicos jueguen y salgan del ocio y de los peligros que acarrea la juventud, cuántas veces nos reunimos para armar canchas, para armar grupos, y cuántas veces después nos quedamos defendiendo que la cancha no se rompa, que el grupo cumpla sus ritmos, sin atender la realidad de cada uno de los que constituyen ese grupo, de los que utilizan esa cancha, de los que van a esa institución o a ese lugar?

Convertimos en santa una cosa que era santa porque era para la vida del hombre, y nos quedamos defendiendo la cosa, perdiendo la plenitud del hombre que hacía santo -por creación de Dios- ese lugar

Cada uno de nosotros, me imagino que con el tiempo que tiene vivido, ha participado en comisiones, en grupos -desde la iglesia, o desde organizaciones del mundo civil o del mundo gubernamental- que nacieron con esta intencionalidad: recibir y acoger aquel que pronuncia la palabra, el ser humano.  Siempre, los lugares han sido para acoger al que habla, Dios o su imagen. Y cuántas veces nos corrimos del lugar, y terminamos defendiendo ese lugar o ese tiempo -perdiendo el motivo fundamental- que es el cuidado de la vida del que ahí era acogido.

Pensemos en esto: recorramos, como una especie de examen de conciencia, nuestra vida, nuestros quehaceres… Tantas veces que hemos hecho cosas, que hemos trabajado en pos de constituir grupos o espacios o instituciones -con buena intención- para que la comunidad pueda habitar ahí y que desde ahí, se pueda constituir, nos podamos constituir como comunidad, como comunidad humana, como comunidad creyente; y cuántas veces nos quedamos defendiendo el espacio y no la persona.

Este es Jesús, en el espacio donde la Palabra es pronunciada para que las cosas sean, pero está algo que no esta siendo: está el hombre que tiene su mano paralizada. La mano, con todo el significado que implica la mano, que es aquello que nosotros utilizamos como una herramienta, como una mediación para construir, para trabajar, para bendecir, para amar. La mano como mediación que nos constituye en nuestro ser y hacer en este planeta. Podemos participar de la realidad, siendo procreadores a través de la utilización de la mano. Podemos vincularnos con los hermanos a través de la utilización de la mano. Manos que son capaces de bendecir, manos que son capaces de crear, manos que son capaces de amar…

Entonces, en el lugar donde la coordenada -esta casa que habitamos, que esta aquí en la tierra pero que está debajo de un cielo, y el espacio del encuentro de los hermanos- se convierte en una coordenada de hombres -de comunidad humana en un planeta y bajo un cielo que nos hablan también de la divinidad- está esta posibilidad de devolverle al hombre la capacidad de trabajar en este planeta, de convivir con los otros seres humanos, de bendecir el nombre de Dios y de relacionarse con su Creador. Está la capacidad del hombre de vivir en plenitud sus dimensiones humanas, a través de la sanación de esta mano.

Estamos como participando, siendo testigos, nosotros -los que estamos buceando en este texto bíblico la posibilidad de un nuevo génesis, de un nuevo origen, de una nueva oportunidad. Fíjense que decíamos que este hombre, no sabíamos si era de nacimiento o de un accidente, si era culpable o no. Ahí estaba, no hay juicio que aminore la contundencia de la realidad. Hay un hombre que no puede relacionarse ni con Dios, ni con sus hermanos, ni con la Creación, porque su mano está paralizada. El debate no va por culpables, sino por la contundencia de esta realidad.

Jesús lo llama y lo coloca al frente ¿A cuánta gente nosotros tendríamos que colocar al frente nuestro y de pronunciar esa palabra que tiene que ser pronunciada? Un nuevo génesis, un nuevo inicio, una nueva oportunidad, que puede ser hoy, para cualquiera de nosotros que esté escuchando. ¿Qué palabra tiene que pronunciar Jesús para que a este hombre se le desate la mano, para que pueda bendecir, amar y crear? ¿Qué palabra tenemos que pronunciar nosotros y sobre quién la tenemos que pronunciar para que la armonía regrese a nuestra casa o a nuestro trabajo, para que las relaciones humanas se restablezcan en algún ámbito? ¿A quién tenemos que tener al frente y pronunciar palabras?

La palabra puede ser: “te amo”, “perdoname”, “¿podemos conversar?”, “te perdono”… Cada uno de nosotros sabe a quién tiene que poner al frente. Alguien que no puede estar haciendo algo porque yo tengo esa palabra en mi poder que, si no la pronuncio, queda esa persona ahí.

También a nivel social, en este tiempo tenemos tantas excusas o explicaciones para manos paralizadas: para gente que no encuentra trabajo, le llamamos mano de obra paralizada; mentes paralizadas, porque quizás no hagan trabajo manual pero sí hacen un trabajo intelectual fuerte y está parada…. Este grupo de fariseos la explicación que daba es que era sábado. Nosotros, a nivel social no sé qué explicaciones damos -la recesión mundial, la fuga de capitales- no sé qué razones damos, pero son justificativos para eludir la única realidad.

Ahí esta el hombre con toda su capacidad paralizada. Ahí esta masa de personas que, como sociedad, hemos preparado a través de llamarlos a la vida.

Porque nacieron, crecieron. Que hemos preparado a través de la educación (primario, secundario y la universidad, estudios, capacitaciones) y están ahí, con las manos atadas. Se espera una palabra que tiene que ser pronunciada por alguien. El desafío es: ¿será pronunciada esa palabra? Es una palabra que está expectante en el hombre que padece la parálisis.

Me imagino que, al ir mirando esta escena, estamos como expectantes: deseamos, anhelamos, soñamos, sufrimos, para que esa palabra se pronuncie. Pero también está ese otro grupo -del cual nosotros también, quizá posiblemente y tristemente formemos parte- que desea que esa palabra no sea pronunciada. O si es pronunciada, sea motivo de hacerla callar, de acabar con ella. Motivos se encuentran siempre: o porque es sábado, porque es domingo, porque es aquí, porque es allá, o porque técnicamente le faltó una firma, o un sello…

Es el grupo de personas -del que quizás también nosotros, en algún momento, en algunos aspectos de nuestra existencia forme parte- que prefiere el misterio de la muerte, el misterio de que las cosas no sean pronunciadas, de que la creación no se dé, de que la vida no surja, o que la vida no crezca. No quiere el desarrollo, no queremos el desarrollo, queremos tener el poder nosotros de decir quién vive y quién no, quién tiene y quién no, quién pertenece y quién no…

Ahí está. Están todos lo elementos y los ingredientes de la escena puestos. Ahí estaba el hombre, el hombre que clama desde el interior.

Él no pidió nada, pero el hecho de que esté en ese lugar, podríamos decir que –profundamente- seguía confiando en la palabra creadora que podía ser pronunciada sobre él. Porque -como se dice por ahí- nos pueden atar las manos, pero nunca te pueden atar la mente y el corazón. Entonces este hombre seguía yendo cada sábado, en cada tiempo oportuno, al lugar adecuado, para perseverar en la confianza de que la Palabra creadora podía ser pronunciada sobre él.

Por eso digamos que, encontrarlo en ese lugar, denota en él una disponibilidad, una disposición. Confiar en que la Palabra, que ahí era custodiada, lo podía custodiar, y cuidando de él lo llevaría a pastar a esas verdes praderas, aunque de momento tuviera que cruzar por oscuras quebradas. Este hombre, cada sábado, acudía y esperaba. Su presencia era invitación a pronunciar la Palabra, la Palabra de la Creación.

¿Cuánto tiempo habrá esperado? no lo sabemos, no lo dice el texto, pero ahí estaba. Su espera frente a la Palabra que podía ser pronunciada, frente a una Palabra que quería ser acallada, frente a nosotros –expectantes- que tenemos que decidir si asumimos el pronunciar estas palabras liberadoras. o queremos acallarlas por miedo de ser juzgados.

   Este es el contexto: la invitación es mirar a las personas que debemos poner frente nuestro para pronunciar una palabra determinada, para que la realidad se cree o se recree: una palabra que es pronunciada, o una palabra que es callada. Frente a aquel desafío del hombre colocado al frente, la palabra que cuestiona: ¿está permitido el sábado hacer el bien o el mal? ¿Salvar una vida o perderla?

Jesús pronuncia la Palabra: “extiende tu mano”. Los fariseos se callan. Las dos opciones frente al bien, frente al crecimiento: poner toda nuestra palabra, nuestra inteligencia, nuestra energía, en favor de que el bien se produzca, de querer ayudar a ser parte de los que ayudan a extender la mano del hombre; o nos callamos, nos retraemos.

Jesús la pronuncia, nosotros -como espectadores del texto- estamos invitados a pronunciarla con él: “extiende tu mano”. Que así sea nuestro día. Este día de hoy. Que vayamos por los lugares que nos toca ir a cada uno: en la casa, en el barrio, donde estemos, en el auto, en el taxi, pronunciando palabras: “extiende tu mano”. Es decir, ser un poco más humanos y ayudar nosotros a esa humanización del otro. ¿O nos callamos? Porque también tenemos la posibilidad de callarnos. Como espectadores, tenemos la terrible posibilidad de callarnos.

Jesús mira a estas personas, las que se callan, a este grupo, con indignación y con pena. Fíjense que no es la indignación, el enojo propio del que se siente ofendido -como que me hubieran hecho algo a mí,  esas cosas tan típicas nuestras de referirse siempre a nosotros: me enojé porque no me dieron espacio, no me tuvieron en cuenta, la idea que yo pronuncié no la escucharon-;. la pena de Jesús es porque no fueron capaces de secundar la vida, de pronunciar la palabra liberadora, constructora y creadora. Pena porque descubrió que ese silencio no era de la imposibilidad de no darse cuenta, sino que venía de la dureza de corazón.

Quizás nos esta señalando Jesús el pecado más terrible del ser humano, nuestra posibilidad más espantosa: la dureza de corazón. Ahí estamos: somos ahora los que miraban. Ellos miraban para ver si Jesús cometía un error para denunciarlo, para acusarlo. Ahora son mirados por Jesús con indignación y con pena. Y la pena significa una mirada dolorida de Dios sobre determinadas estructuras humanas o determinadas intenciones del corazón humano, como es la dureza del corazón.

Estas personas, frente al dolor de Dios, frente a la aflicción de Dios, frente a la indignación de Dios, no se conmovieron; al contrario, dice el texto que no pronunciaron la Palabra en función de la creación, de la sanación de este hombre, sino que salieron de ese contexto y de ese lugar, salieron del sábado y salieron de la sinagoga, y pronunciaron una palabra degradada, una palabra conspiradora, una palabra de mezquindad, juntándose con otros grupos para armar un complot en contra de la palabra liberadora, amorosa, creadora, de Dios.

Dos maneras, entonces, de actuar: cuando el ser humano no se calla y dice una palabra constituyente de comunidad; o dice una palabra degradada, escondida, clandestina, de complot y de muerte. La primera palabra está dicha desde un corazón que es capaz de sentir pena, sentir amor y conmoverse; la otra palabra está dicha desde la dureza del corazón.

Pidamos, si en nuestros espacios de vida descubrimos –todavía- durezas de corazón, (seguramente las tenemos todos) que ese Espíritu de Dios ablande lo que es rígido, caliente lo que es frio, sane lo que está enfermo, para que nuestra palabra -como la de Jesús- sea pronunciada en el tiempo y en el lugar adecuados para generar vida. Que no miremos desde la indiferencia o desde la dureza del corazón ni pronunciemos palabra degradada para producir la muerte de los hermanos.

Imitemos a Jesús: su Palabra es signo de la misericordia de Dios, y es pronunciada para que el hombre viva, y viva en plenitud, viva en abundancia. Que esta palabra pronunciada por Dios también sea reflejo de las palabras que hoy nosotros pronunciemos. Y que el Señor quite en nosotros las durezas de corazón para no decir palabras degradadas. Que esto sea motivo de nuestra oración y nuestra revisión.

Padre Marcos Aguirre