Jesús habla en parábolas, pero en privado nos explica todo

viernes, 6 de marzo de 2009
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Jesús decía a sus discípulos:  “El reino de Dios es como un hombre que echa la semilla a la tierra, y ya sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo.  La tierra por sí misma produce: primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga.  Y cuando el fruto está a punto, él aplica enseguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha.”   

También decía:  “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios?.  ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?.  Se parece a un grano de mostaza; cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero una vez sembrada, crece  y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra.”

Y con muchas parábolas como ésta les enseñaba la Palabra en la medida que ellos podían comprender. No les hablaba sin usar  parábolas, pero a sus propios discípulos, se los explicaba todo en privado.

Marcos 4, 26 – 34

En este texto que hoy proclamamos como Palabra que conduzca nuestro día, Jesús nos hace dos comparaciones del reino de Dios: El reino de Dios es como un hombre que echa la semilla a la tierra y también lo compara con un grano de mostaza.  

Y cuando uno lee y relee el texto, descubre el entusiasmo de Jesús y su creatividad puesta en función de la misión recibida que hace que arbitre todos los medios para que este Reino por el cual él vive, por el cual es su misión específica, por el cual él dedica su vida -que le da sentido y significatividad a todo lo que dice y a lo que hace- llegue con el mismo entusiasmo a los que lo escuchan, a los que lo siguen.

Y debe ser -me imagino como una  primera reflexión- que aquel que quiere transmitir algo, lo tiene que conocer mucho. Como todo vendedor que quiere explicitar un producto, tiene que conocer mucho sus propiedades y beneficios -cómo está hecho. en los lugares donde se lo encuentra, todo aquello que hace al producto- para no hablar de oídas, para poder responder a todas las preguntas, a todas las dudas de la gente respecto de eso que él está anunciando, aquello por lo cual quiere que los otros se entusiasmen: es contagiar su entusiasmo, es compartir su conocimiento.

Entonces, cuando uno escucha las parábolas de Jesús, lo primero que nos podemos quedar mirando es este Jesús compenetrado con la voluntad del Padre, con el deseo salvífico de Dios de que estemos todos bajo sus alas y está tan entusiasmado con esta misión -ya debe de haber experimentado tal gozo en la presencia de Dios, su Padre, y en las cosas del Reino- que no le cabe en su corazón ninguna duda de que el único camino de la felicidad posible para el hombre se halla en esto.

Y por eso, vuelvo a recalcar su creatividad puesta para esto: para despertar en nosotros lo que él ya está viviendo, que Dios es el sentido de su vida, que el espacio y el lugar de la felicidad, de la paz, de la plenitud del hombre, se encuentra en Dios.

 La predicación del Reino no es una repetición mecánica de frases, no es un querer que ingresen personas a un lugar del que uno se pudiera fugar si quisiese, si pudiese; no es vender un buzón a otro, no es dejar un relevo porque “yo ya estoy podrido de estar acá, entonces dejo que entre otro”, como sucede a veces en los grupos cuando decimos “yo ya no doy más con el grupo juvenil, que alguien se haga cargo de la coordinación para yo desaparecer”; entonces lo pinto, lo adorno a ese rol, como que le hago la pinturita para que se venda y -cuando la pintura cae- que el otro se dé cuenta de lo que en realidad esto es.

Bueno, Jesús no es así, Jesús está convencido y es el primero que vive esa realidad, nos dice: “Vengan y les muestro el lugar donde yo vivo, vengan y vean” y empieza a describir esa relación con Dios que es el espacio o lugar que da sentido a su vida. Y para ser entendido, utiliza estos medios, y son comparaciones re-sencillas, es decir, su espacio de inspiración no es lo extraño, no es lo difícil: es lo cotidiano, lo que vive la gente y –posiblemente- es también lo que Él ha vivido.

Entonces desde el lugar común a la humanidad, es de donde él habla de aquello que no conocemos. Esa es su metodología: desde los mundos conocidos -el de la siembra, el de lo cotidiano de estar a la orilla del mar, de lo cotidiano que al anochecer es necesario encender luces- entonces, desde estas cosas que hacemos todos los días porque son como necesarias, él descubre esto: lo necesario que es Dios en nuestra vida, lo obvio que es para el hombre -así como respirar- el vivir en la presencia de Dios.  

Aquí estamos con un Jesús -fascinado por el Reino- que nos transmite esa fascinación, un Jesús -conocedor del Reino- que nos habla de este mundo conocido por Él, tan cotidiano como lo es para nosotros encender una luz cuando estamos en la oscuridad, o sembrar la semilla para a su tiempo poder alimentarnos, o mirar aquel lugar de nuestro trabajo si somos pescadores y vivimos a orillas del mar. En Jesús esta presencia es tan cotidiana como esas acciones cotidianas nuestras o, como diría en otra oportunidad, como la alegría de una mujer que encuentra la moneda que perdió, o la fuerza de la masa cuando la mujer pone levadura a la harina para que leve.

Como son tan cotidianas las comparaciones, nosotros podríamos deducir que así de cotidiano es el misterio de Dios en la vida de Jesús: en Él no es lo extraordinario, no es un Dios del domingo y olvidarse el resto del día y de los días… y -trayéndola a las categorías nuestras- no es un Dios de algún momento de dificultad cuando no sabemos adónde disparar y entonces volvemos a Él. 

Para Jesús, la vivencia del reino de su Padre es como el aire, el aire que se respira: es de todos los días, de cada momento. Eso es la primera enseñanza de las comparaciones: así de cotidiano tiene que ser el misterio de Dios, es como respirar porque así es Dios con vos, Él está siempre a tu lado y así debemos ser nosotros, acostumbrarnos a estar siempre al lado de Dios. Un Dios cotidiano, un Dios cercano que quiere que también nosotros estemos cotidianamente cercanos a Él: Él en nosotros y nosotros en Él. Ahí es el espacio de inspiración de Jesús, eso es la presencia de Dios.

La comparación que toma en el día de hoy es un hombre que sale a sembrar. Si volvés la Biblia una paginita atrás, la parábola con la que iniciábamos el miércoles, la del sembrador- tiene un inicio muy parecido a ésta, y la segunda parábola -la del grano de  mostaza- también tiene algo de parecido, es decir, que uno mira el mismo proceso en distintos momentos.

Hay como una mirada al que siembra y después el resultado de la siembra: si la tierra es buena o mala y la que es buena cuando produce. La actitud es la misma, es como la misma escena: un sembrador que sale a sembrar, en una mira al sembrador en otra mira el proceso, un proceso que está como más oculto, es como que no sabemos qué pasa dentro de la tierra, y en otro momento, la semilla que puede ser de trigo, puede ser el trigo que da la espiga o puede ser la mostaza que se hace el mayor de los arbustos.

¡Qué riqueza contemplativa en la mirada de Jesús! No es “toco y me voy” como se dice ahora, no es que mira un pedacito y sale corriendo a otra cosa y siempre está recurriendo a cosas nuevas para mantener un público atento y -al buscar novedades- por ahí cae en ridiculeces, en cosas más absurdas, en lo raro más que en lo original. La misma comparación -un gesto cotidiano en su tiempo y en su lugar, en la geografía y en la economía de ese país era la siembra- ahí Jesús se detiene y saca tantas enseñanzas.  

Esa ya es otra enseñanza que podemos extraer de esta catequesis: algún hecho de tu vida que haya sido significativo, no lo pases tan rápido al olvido. Esto es darse manija, como quien todos los días rasca la herida para hacerla sangrar de vuelta, no se trata de eso, sino se trata más bien de esta actitud que evidentemente Jesús la mamó de su mamá, cuando decíamos que María guardaba las cosas en su corazón, que las revive mucho tiempo y las pasa y las vuelve a pasar por su corazón y las va recordando. Eso es el recordar, es volver a pasar por el corazón, y va sacando el jugo que la alimenta, va sacando la luz que ilumina el momento presente, de aquella palabra, de aquel gesto que viene del pasado.

Y así es que el reino de Dios se parece a un sembrador que salió a sembrar y ya no interesa que haga él, como que ya hizo lo más importante que es el poner en contacto la semilla con la tierra, y  las ganas de vivir de la semilla y el poder de fecundidad de la tierra realizan el resto; y el hombre -ya sea que duerma, ya sea que se levante, ya sea de día o de noche- está como ajeno a este proceso. Su espacio de intervención es el poner en contacto: el unir semilla y tierra. Luego disfruta del fruto: cuando llega el momento oportuno, ciega y con eso se alimenta él y sus vecinos… De eso está hablando hoy Jesús: del poder vital que tiene la semilla y del poder vital que tiene la tierra.

La semilla encierra un misterio de vida que tiende, que grita por explotar, por expandirse. La vida es así: es expansiva, es fecunda, es contagiosa… La vida pretende ser vivida, la vida está buscando expandirse, mostrarse, manifestarse, la vida quiere vivir.

Eso es el Reino, un Dios que vive y que quiere vivir y la tierra también es así: con un poder de fecundar, de acoger la vida, desde sus entrañas donde nosotros no podemos participar. Esto suena como misterioso porque está alejado de nuestra mirada: la semilla -que guarda ese poder inalterable- está ahí, y la tiene que despertar otra vida, entonces la vida de la semilla y el poder de la tierra de fecundar se unen y explota en este fruto que es la espiga, que nace y crece para generar más vida, para volverse a ser planta y continuar el ciclo o para hacerse pan, y algunas de ellas, para hacerse pan de eucaristía.  Basta que uno diga “sí, hago aquello que sé hacer, que es sembrar”, lo otro, misteriosamente -no porque sea difícil de entender, sino porque está alejado de mí, ya depende de otras realidades, escapa a mi control, no está bajo mi jurisdicción- crece, porque la vida no depende de vos, de mí, de nadie…

Quizás el iniciarla, el apretar el botón depende de mí, el resto es de la vida misma. La vida no es controlable, la vida es para vivir, ese es el Reino: un poder vital que nada lo detiene, basta un sí del ser humano, un poner en funcionamiento esto, y la vida surge. El poder de Dios (¡qué interesante!) supeditado al poder del hombre. Dios te da la semilla… arrojala.

 Nosotros que queremos ser como Él, fascinados por el reino, sembradores de este reino, testimonios de Dios… ¿cuáles son las semillas que Dios te da para que exploten, para que surjan, para que en contacto con la tierra se den como vida visible en espigas? ¿Dónde están esas semillas? ¿qué nombres tienen en tu vida? ¿palabra, testimonio, ejemplo, hijo, espacio de trabajo, experiencia de Dios, capacidad, don de oración, posibilidad de dar catequesis? ¿Cuáles son los espacios donde, en tu vida, se da la posibilidad de poner en contacto la semilla -que es regalo- con la tierra que es fecundidad?

Lo nuestro es una parte, es un aporte. En las cosas de Dios nosotros vamos conociendo cada vez más, pero nunca vamos a poseer el conocimiento total, entonces -a la misma vez que tenemos que dar cabida en nosotros este sentimiento de entusiasmo por la vitalidad del Reino- tenemos que generar en nosotros esta actitud de humildad: soy colaborador, no soy dueño.

La invitación -a partir de este momento, a partir de esta frase de la comparación que el mismo Jesús nos hace- es a que pensemos: ¿cuántas veces nos quisimos adueñar del reino? ¿Cuántas veces te quisiste adueñar del misterio de la vida que crece, como si fueras dueño? ¿Cuántas veces, de la mano de la vida del afecto de los amigos que va creciendo, quisiste adueñarte de esa amistad, o quisiste adueñarte de la pareja, manejar todo el proceso como si todo dependiese de vos en la realidad de pareja, o quisiste adueñarte de la vida de tus hijos, diseñando todo?

 La vida tiene vitalidad por sí misma, la vida tiene una lógica implícita, dada por la misma vida, que va como explicitándose. El trabajo de afuera es el cuidado que no haya plaga, que tenga riego, pero el misterio de la vida nosotros no lo manejamos.

Frente a ese misterio, en nosotros y en los demás, cabe el descalzarnos como Moisés frente a la zarza, cabe el arrodillarnos como frente al misterio de la presencia divina en el Pan Eucarístico, es decir, tenemos que cultivar -junto con el entusiasmo por el Reino- la humildad de saber que somos parte del proceso, pero no somos los dueños. Tenemos que cultivar la actitud del respeto, del respeto por lo que Dios va obrando -aunque yo no entienda el cómo, ni entienda el cuándo, ni entienda el dónde, ni entienda el porqué, ni el para qué como que en esto del Reino son más las preguntas que nos quedan sin responder, y tenemos que volver a repetirnos: “no sos el dueño, no tenés por qué saber cómo”, no somos Dios.

Ese es el renunciamiento que de alguna manera hoy nos pide la Palabra:  seremos el sembrador, seremos la tierra, seremos parte de la semilla, lo que sea, pero el reino de Dios es todo: es el sembrador, es la semilla, es la tierra, es la fecundidad, es el tiempo que le lleva a la semilla germinar… Nosotros sólo somos un ingrediente… Dios es todo, nosotros somos parte. La invitación entonces, es descubrir  cuál es esa parte del reino de Dios en la que nos toca a nosotros actuar.

Pidamos el don del Espíritu para descubrir el dónde, el cuándo, el cómo, y pedir perdón por las veces que nos adueñamos de la familia, del grupo, de la vida de mis hijos, de la vida de la pareja, de la amistad, del grupo que me toca dirigir, del servicio que me pidieron que realice y lo quiero organizar todo siempre y termino haciendo que todo se supedite a mi voluntad, y -a la misma vez- pedir el don de saber qué es lo que tengo que hacer y hacerlo y disfrutarlo.

Eso me tiene que llenar, porque al ser creatura, mi hambre no es ilimitada, no tengo un hambre total que se llena de plenitud, mi hambre es parcial, así estamos hechos, ese es el misterio nuestro: no somos Dios, somos creaturas

¿Descubriste tu espacio de creatura? ¿Qué aspecto de tu vida querés ser como Dios, querés saberlo todo y decidirlo todo? Disfrutemos que Dios sea Dios y nosotros seamos sus hijos

Es apasionante escuchar la Palabra y que se despierte en nosotros la confianza de la vitalidad que encierra en sí misma la Palabra de Dios. Esta palabra es vida, no depende de que vos veas los resultados, no se trata de eso: tenés que sembrar, no ver. En la Palabra de Dios se nos dice que el dueño es Dios mismo, el dueño de la vida y el dueño del tiempo. Vos sembrá, sembrá palabras de vida, sembrá palabras de Evangelio, sembrá cosas que valgan la pena.

Luego llegará el tiempo del fruto, que puede ser distinto del que esperamos. Quizás nosotros estemos obsesionados con un tipo de resultado en este tiempo, y queremos ver conversiones de la gente.

Muchas veces, en el orden moral, queremos que –por ejemplo- nuestros hijos nos den los frutos que nosotros estamos esperando, que son determinadas conductas, y la pregunta es ¿qué es lo que Dios está queriendo? ¿Cuál es la conversión que te está pidiendo? ¿Cuál es el fruto? Si el fruto es la conversión, tenemos que ser libres en eso, no prefigurar cuál es el fruto querido por Dios que -en una de esas- es lo que vos estás pretendiendo y quizás lo que está emergiendo es -muchas veces- un síntoma de otra cosa.

Veamos por ejemplo: en tu casa hay como decimos, una oveja negra y todos rezamos -en el grupo, en la casa- para que esto deje de ser así. Bueno, habría que preguntarse: este malestar que producen estas personas ¿es propio de ellas?, y  uno pide la conversión y no llega, no llega, no llega, pero ¿no será un síntoma de un malestar y todos se lo pasamos a esta persona y la persistencia en esta conducta? ¿no será a que cada uno  debe revisar, cambiar y hacerse cargo de algo, para que esta persona no sobrelleve todo el malestar? Esto muchas veces se magnifica en las aulas, cuando nosotros tenemos el famoso “peor alumno” y todos imaginamos que el aula va a ser un paraíso una vez que ese alumno no esté. Y por dichos y hechos esperamos la oportunidad y el alumno se va, y aparece “otro peor alumno”.

Entonces, la cosa no está en la conversión de una conducta como fruto, que quizás sea el esperado por vos o por mí -ya que necesitamos poder de sacarnos este problema y dejarnos de pensar en esto- porque entonces lo que queremos, muchas veces, es nuestra comodidad.

Queremos la comodidad en la catequesis, en el grupo juvenil, en la escuela, en nuestra familia: que el otro no sea un problema, sin pensar si ése es el fruto que la Palabra tiene que dar.  Fijate que cada una de las etapas del proceso de la siembra hasta la cosecha, tiene que ser contemplativamente mirada, prolongadamente guardada en el corazón; no creer -de suyo- que lo que brote dentro tuyo ya es de Dios, puede ser imaginación tuya, puede ser deseo tuyo, podés estar proyectando una necesidad tuya, no necesariamente es voluntad de Dios eso. Puede ser un buen deseo, posiblemente nutrido desde una cultura cristiana, pero… ¿es lo que Dios quiere?

No tenemos que adjudicarle a Dios nuestros deseos, Dios no es nuestra proyección de posibilidades, no es la concreción de nuestras necesidades. No sabemos cómo, no sabemos dónde, no sabemos qué, lo que sabemos es que el Reino es vida y que quiere ser vivida, entonces nos pongamos al servicio de ese Reino. Convirtámonos nosotros, los que queremos amar la Palabra, los que queremos ser seguidores de Jesús. Convirtámonos a esta lógica de vida que tiene Jesús, no categoricemos ya los resultados y nos sentemos a esperar tales resultados.

Muchas veces, somos -como se utiliza hoy- estos sembrados extensivos, los monocultivos: queremos que solamente haya soja, o solamente haya girasol, porque la diversidad implica métodos distintos, metodologías diversas de cosechas. No es lo mismo sembrar el trigo, que cae en distintos terrenos, que sembrar el grano de mostaza; tampoco es igual el fruto de uno y el fruto de otro, el tiempo de uno y el tiempo del otro. Que el pájaro se asiente sobre el trigo es terrible, se come el grano; que el pájaro se asiente en la planta de mostaza implica la fecundidad y la apertura del reino donde todos tienen lugar.

Fijate cómo cada cosa varía: por ahí somos muy rígidos en enseguida decir “ya entendí la Palabra y ya sé lo que me pide”. La Palabra de hoy termina diciendo que Jesús, a los que se quedan en privado, les explicaba todo. Bueno no seamos oyentes que escuchan una vez la Palabra y salen corriendo diciendo: “ya entendí el misterio de Dios”. Las parábolas nos implican esto: la necesidad de recurrir cada día a la fuente inagotable de la presencia de Dios que es la Palabra y no quedarnos a la orilla del mar contemplando y diciendo: “porque ya vi una ola, ya conozco el mar; porque ya escuché la Palabra y alguna vez se me sugirió alguna cosa, ya agoté la Palabra”.

Es la tendencia del ser humano a cosificar, a cosificar el misterio de Dios: “a los dos meses lo bauticé, que a los ocho años haga la comunión, a los quince haga tal cosa…”, es decir, cosificamos.

El misterio de Dios es ponerte al lado de Dios y ver qué surge, porque cada espiga -aunque todas sean de trigo- son diversas y es importante conocerlas a cada una, y conocer por qué ésta dio treinta, la otra sesenta, la otra un cien por ciento… o sea conocer qué significaron las piedras en uno, que pueden ser distintas las piedras en otro.

 Jesús, que habla en parábolas, en privado les explicaba todo. Que nosotros hagamos, en un espacio de nuestra vida -en lo agitado de la mañana, de nuestro trabajo- ese espacio de privacidad, para que Dios nos siga explicando el significado de las parábolas, es decir, para que siga haciéndose presente en nuestra vida el misterio de Dios. Que podamos seguir sumergiéndonos en este misterio que para nosotros fue revelado; que podamos seguir pudiendo fecundar la Palabra en nuestra vida, para ser nosotros ese fruto fecundo que da vida con quienes se encuentra.

Las parábolas de Dios no se agotan, porque estaríamos diciendo que Dios se agota, estaríamos diciendo que ya conozco lo que Dios dice y que yo ya lo hice y no dio resultado… Entonces, no conociste a Dios y no conocés lo que Él te está pidiendo, porque la luz ilumina sí o sí, es más fuerte que las tinieblas.

La luz es lo que gana, lo definitivo es la vida, porque estamos en un tiempo de resurrección. Entonces, más fuerte que el tiempo, más fuerte que la cultura contemporánea -con sus aspectos hermosos que tiene, porque no todo es oscuridad ahora- más allá de los ruidos que parecerían ser que hace el mal, silenciosamente -en las entrañas de la tierra- se va engendrando una vida nueva, en la cual nosotros hemos aportado algo, o no.

Ojalá que nos sorprenda el Reino de Dios que crece y que va a emerger con una fuerza como la de un rayo que atraviesa (como dicen los textos apocalípticos), siendo nosotros parte del proceso de los que ayudan a gestar y a parir la vida. No miremos la sombra y no miremos el ruido de la muerte: aportemos la vida, eso es lo que ya triunfó en Jesús y lo que va a triunfar en la cultura y en la vida de la familia.

El reino de Dios es lo definitivo: que nos sorprenda  -incluso en nuestra muerte física- trabajando en este reino de vida, para que, definitivamente, también participemos de esta morada de vida que Jesús está armando para nosotros.