Jesús y su madre

martes, 25 de marzo de 2008
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“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.  Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo:  “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo:  “Aquí tienes a tu madre”.  Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.

Juan 19, 25 – 27

En este viernes anterior al comienzo de la celebración de la Semana Santa, que tiene su inicio en la celebración del próximo domingo con los ramos que reciben a Jesús entrando a Jerusalén de una manera triunfal, la Iglesia nos regala la contemplación de este misterio de amor.

Contemplamos a María al pie de la cruz. En la contemplación que hacemos de su presencia amorosa entregada a su hijo sosteniéndolo con su mirada. Con su estar recibimos aquel hermoso testimonio suyo de fidelidad y de entrega.

El viejo Simeón profetizó cuando el niño era presentado en el templo: “A ti mujer, una espada te atravesará el corazón. Así se manifestará claramente los pensamientos íntimos de muchos”.

María es atravesada por la espada que atraviesa el corazón de su hijo. Todos los que nos acercamos al misterio, también somos traspasados, quedando al descubierto lo que hay en el corazón.

María acompañando la entrega de amor a su hijo nos regala la gracia de la purificación del corazón. Que al ser atravesada por el amor que crucifica a Jesús, se pone ella, y pone ella al descubierto los corazones en su intensión, en lo que hay en lo profundo de cada uno de nosotros.

¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que se caen las máscaras y que desaparecen las apariencias. Que estamos en la vulnerabilidad de Dios en la cruz, y por la entrega sencilla, obediente, confiada, fuerte y creyente de María estamos al descubierto. Como al principio, cuando Dios creó al hombre.

En el estar al descubierto por la espada que atraviesa el corazón de María, de Jesús y el nuestro, descubrimos que la cruz es justamente la vuelta al paraíso. Allí en el estado original, en el paraíso, no habrá necesidad de cubrir y de esconder nuestras falencias para dejar al resguardo nuestras fragilidades.

En cierto modo, el hombre tiene una cierta necesidad de ponerse una máscara, de revestirse de una forma determinada para que no esté permanentemente expuesto en su condición frágil a las cosas de lo que acontece alrededor de él.

El problema es cuando esto se hace duro, de hierro, infranqueable, y uno comienza como a no poder encontrarse con su verdadera realidad, con su más clara situación.

En Génesis 3; 8 – 10 se dice: “Al oír la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín, a la hora en que sopla la brisa, se ocultaron de él, entre los árboles del jardín. Pero él Señor Dios llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás?”. “Oí tus pasos por el jardín, respondió él, y tuve miedo porque estaba desnudo, por eso me escondí”.

Al pie de la cruz desaparece esta pregunta. Al pie de la cruz está María haciendo desaparecer esta pregunta. “A ti mujer, una espada te atravesará el corazón. Así se manifestará claramente los pensamientos íntimos de muchos”.

Ahora, no hay forma que el pecado se esconda en el corazón humano.

Lo que está diciendo Simeón cuando profetiza este momento, es que ya no hay lugar para el pecado escondido. No hay lugar para que el pecado se nos escape de la mano y se nos vaya entre los dedos.

Tenemos acorralado al que trajo la muerte introduciendo la soberbia, el egoísmo, la vanidad, la cólera, la ira, el desenfreno, la envidia. El pecado del hombre revelado ante Dios.

Se terminó la rebeldía. Ahora, una espada es la que ha dado muerte al que trajo la muerte. Esto es lo que está diciendo la presencia de María atravesada por la cruz de su hijo, y por eso, la celebramos como la que vence. A María la celebramos como la que triunfa. No por méritos propios sino por méritos de su hijo, aplicados a su propia vida.

María está al lado de nosotros en la entrega de la vida desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir, con la intensión de hacernos crecer en libertad, quitándonos las máscaras duras que llevamos sobre nosotros mismos y en la que ocultamos lo que somos. Para darle un lavado de cara a la vida. Una profunda purificación. Para completar la tarea de ordenar la vida que el pecado ha dejado en nosotros. Para poner las cosas en su lugar.

El Señor no solamente nos la regala como aquella con la que él hace la tarea de terminar la suerte del que trajo la muerte sino que nos confía a sus cuidados invitándonos a llevarla con nosotros para poner las cosas en donde deben estar.

El pecado tiene esta fuerza devastadora como cuando viene un viento fuerte o una crecida grande de un río. Todo lo que se le pone adelante lo arrasa, lo da vuelta, lo quiebra, lo desordena y lo tira. Así es la fuerza del mal y del pecado en nosotros.

Después que pasa la tormenta, habitualmente, aparece una bonanza y hay que comenzar la tarea de llevar las cosas a su lugar.

Viene una bonanza para nosotros por el tiempo de Jesús que en la cruz termina, junto a María, con la fuerza del mal. Es tiempo de poner las cosas en su lugar.

Por eso, el Señor nos la entrega: “Aquí tienes a tu madre”, quien va a ayudarte en la tarea de poner las cosas en su lugar. Ella es la gran pedagoga en la casa de Nazaret donde Jesús se educó. Ahora tiene la tarea de ir a tu casa, es decir, a tu ser más hondo y profundo para poner las cosas en su lugar.

Dios llegó porque había elegido tu corazón para quedarse. Justamente es lo que la Palabra dice cuando nos regala a María, para que se venga a casa con nosotros. Donde anda María, anda Jesús.

Es una forma de decir: “Recibime entre tus cosas más queridas. Para eso voy con lo más querido que tengo, te entrego a mi madre. Ella es la que te va a ayudar a vencer en tu vida lo que te hace daño y a poner las cosas en su lugar. Ella hace todo un proceso en nuestra educación.

María la inicia desde la cruz, dejando que aparezca la luz como estemos y desde ahí, pone mano a la obra para colocar cada cosa en su lugar. Lo que está desordenado, enredado, tirado y sucio. Ella abre la ventana si hemos estado mucho tiempo en el encierro y permite que entre la luz de su hijo. Ella barre y acomoda. María lo hace invitándonos a hacerlo para disfrutar del estar con María.

El discípulo la recibe a María, y así, como estamos la recibimos. No esperemos a estar en las mejores condiciones. El discípulo al pie de la cruz, que representa a todos los discípulos, no se encuentra en las mejores condiciones. Él representa la cobardía de Pedro, el engaño de Judas, el temor y la incredulidad de Tomás, la desaparición de todos.

Estamos también incluidos nosotros como estamos. Ahí está Jesús con nosotros, como estamos. María viene a nosotros como Jesús se lo indica.

Ve a la casa del discípulo, metete en su vida y deja que te reciban en su vida. Ayúdalos a que vayan poniendo sus cosas en su lugar. Le ofrecemos lo mejor que tenemos. Le ofrecemos el corazón para que se pueda expresar allí su amor de mamá y para que pueda poner las cosas en su lugar. Dios nos regala a María al pie de la cruz y yendo a nuestra casa, para quedarse con las cosas más queridas. A poner al descubierto como estamos y metiendo mano como madre, es decir, con amor, delicadeza, ternura sobre aquellos lugares de nuestra vida donde necesitamos que las cosas comiencen a ordenarse y a ser distintas.

Sólo en la fragilidad y en la vulnerabilidad, cuando aparece nuestro costado más frágil, es donde nosotros nos podemos ir capacitando para que las cosas vayan siendo distintas.

Mientras la vida no encuentra este costado de fragilidad, de vulnerabilidad y de debilidad es imposible que comience algo en Dios. Jesús de hecho, cuando se presenta así mismo en su misión dice: “Yo vine por los pecadores, por los frágiles, por los débiles, por los enfermos”.

El reconocimiento de nuestra condición es el punto de partida, y es, desde donde podemos tener perspectivas para que en las manos de Dios comience nuestras vidas a ser distintas, al modo del apóstol Pablo que se gloría en el Señor en su fragilidad: “Tres veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad”. Por tanto, seguiré gloriándome de mi flaqueza para que habite en mí, la fuerza de Cristo” (2 Cor. 12, 7 – 10).

Cuando se expresa en que lugar de la vida hay desorden y en que aspecto de mi persona hay necesidad de cambio y de ser transformado, se lo hace para poder poner a luz lo que Dios quiere poner al descubierto de tus propios ojos y a partir de allí, animarte a gloriarte.

Me glorío de mi debilidad pero no como quien dice que va a agrandarse de su propia condición, diciendo: “yo soy así, que voy a hacer”, o si no, “yo soy así, el que me quiere me quiere; el que no me quiere, no me quiere”.

Gloriarse lo decimos porque el Señor puede obrar en ese lugar. “Te basta mi gracia”, le dice Dios a Pablo. Yo le pedí al Señor que me sacara de aquel lugar donde mi debilidad era manifiesta”, dice el apóstol.

Sin embargo, Dios me dijo no te saco esto. No solamente no te lo saco sino que te doy la gracia para que puedas vencer. “Te basta mi gracia”. Por eso Pablo va a decir que todo lo puede en aquel que conforta su vida. Que le da fortalezca en medio de la fragilidad.

Es muy sano encontrarnos con nuestra verdadera fragilidad. Es doloroso al principio darle con el Señor golpes de muerte a lo que nos mata, a lo que nos desordena y a lo que no nos permite vivir en paz.

Es doloroso, porque tal vez, por mucho tiempo hemos vivido bajo ese esquema y bajo esa dinámica de enredos. En un círculo vicioso con el que no terminamos de encontrarle la salida a un modo de ser que sea más conforme a lo que en algún lugar del corazón anhelamos, y como no llega, no nos sentimos en gracia y bien. No nos sentimos conformes con nosotros mismos.

Cuando viene este golpe de muerte no viene como un sablazo. Viene como una luz que dentro de nosotros pone al manifiesto y a las claras, quienes somos y porque no funcionamos. Por que las cosas no andan. No andan desde adentro, con la conformidad con lo que quisiéramos vivir. Esto pasa cuando nosotros nos metemos en el encuentro con el Señor y contemplando la cruz, recibimos el don de su amor.

Viene a través de María, al que el Señor nos confía para que llevándola a casa, esa luz crezca y podamos poner las cosas en su lugar.

Ya lo decía, Simeón: A ti mujer, una espada te atravesará el corazón. Así se manifestará claramente los pensamientos íntimos de muchos”.

Quedamos al descubierto cuando contemplamos el misterio pascual, quedan nuestras fragilidades como diciendo “piedra libre”. Sabemos del escondite de ella donde el pecado, como decíamos al principio busca la manera de meternos. En donde busca justificarse y esconderse.

Dios caminaba en el jardín del edén, y el hombre y la mujer que habían caído en desgracia, sintieron los pasos de Dios y se escondieron.

¿Quién es el que esconde? O ¿Quién el que hace que nos escondamos de la presencia de Dios? La fuerza del pecado que al pie de la cruz es vencido. Por eso, ahí al pie de la cruz, el Señor aprovecha la oportunidad para confiarnos su luz, para dejar al descubierto como estamos y regalarnos a María para que nos acompañe en nuestra casa, para poner las cosas en su lugar.