La amistad es cosa seria

jueves, 14 de noviembre de 2013
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14/11/2013 – Seguramente en el camino de la vida la amistad va apareciendo, como dice la Palabra, como una piedra preciosa. Y como dice ortega y Gasset, «una amistad delicadamente cincelada, cuidada como se cuida una obra de arte, es la cima del universo». De hecho, Jesús eligió tratar a sus discípulos (y en ellos a nosotros) como a sus amigos: "No hay amor más grande que dar la vida por los amigos". En la catequesis de hoy el Padre Javier, junto a reflexiones del sacerdote español Martín Descalzo, nos invita a descubrir que el hermoso tesoro de la amistad, también es cosa seria, y hay que cuidarlo.

 

Notas sobre la amistad – Martín Descalzo


Uno de los fenómenos más asombrosos de este mundo en que vivimos es que se habla tanto más de una cosa cuanto menos importante es. Se llenan páginas y páginas de los periódicos para aclarar una jugada futbolística (tremendo drama: ¿fue o no un penalty?) y nadie habla jamás -ni en los diarios, ni en los púlpitos, ni en las cátedras- de cuestiones tan vitales Como la de la amistad. Y, naturalmente, todos decimos saber mucho de ella, pero raramente nos hemos sentado a reflexionar.

Me gustaría salir a la calle y preguntar a la gente qué entiende por «amistad». Muchos la confundirían con la simple simpatía, el compañerismo, la camaradería. O tal vez -por el otro extremo- con el enamoramiento o con el erotismo. Y la amistad está en medio, como una de las más altas especies del amor.


Si los lectores no lo consideran cursi recordaré aquí la vieja definición de Aristóteles- «La amistad consiste en querer y procurar el bien del amigo por el amigo mismo.» O la recientísima de Lain Entralgo, que me parece más completa: «La amistad es una comunicación amorosa entre dos personas,  para el bien mutuo de éstas, se realiza y perfecciona la naturaleza humana.» O la también profunda de Faguet: «La amistad es una confianza del corazón que conduce a buscar la compañía de otro hombre (o mujer) elegido por nosotros entre los restantes y a no tener miedo de él, a esperar de él apoyo, a desearle el bien, a buscar ocasiones de hacérselo y a convivir con él lo más posible.»

Con ello queda dicho que la amistad no es el simple compañerismo o camaradería, aunque pueda surgir del uno o de la otra. Queda también dicho que la amistad no es el enamoramiento, aunque probablemente el mejor amor es el que va unido a la honda amistad.

Pero, sobre todo, queda dicho que en la amistad no se busca la «utilidad» -aunque no pocas pseudoamistades se monten como un negocio-, sino que a ella se va más para dar que para recibir, aunque nada perfeccione tanto a un ser como dar a otro lo mejor de si mismo. Una verdadera amistad es sólo la que enriquece a los dos amigos, aquella en la que el uno y el otro dan lo que tienen, lo que hacen y, sobre todo, lo que son.

De ahí que ser un buen amigo o encontrar un buen amigo sean las dos cosas más difíciles del mundo: porque suponen la renuncia a dos egoísmos y la suma de dos generosidades. Suponen, además y sobre todo, un doble respeto a la libertad del otro, y esto sí que, más que una quiniela de catorce, es un simple milagro. «La amistad verdadera -escribe Laín- consiste en dejar que el amigo sea lo que él es y quiere ser, ayudándole delicadamente a que sea lo que debe ser.» ¡Y qué difícil esta frontera que limita al Norte con el respeto y al Sur con el estimulo! ¡Y qué fácil caer en esa especie de vampirismo espiritual en el que uno de los dos amigos devora al otro o es devorado por su voluntad más fuerte!

¡Qué enriquecedora, en cambio, esa amistad que maduran los años y en la que nos sentimos libres y sostenidos, aceptados tal y como somos y delicadamente empujados hacia lo que deberíamos llegar a ser. Tesoros como éste son como para vender todo lo demás y comprarlos.

 

 


La amistad una perla preciosa


En las cartas que recibo de muchachos jóvenes (y a veces también en las de mayores) aparece, casi obsesivamente, un tema que les preocupa: la dificultad para encontrar verdaderos amigos. Tal vez, por ello, valga la pena hablar de ello.
Porque es cierto: «el mundo en que vivimos está menesteroso de amistad». Hemos avanzado tanto en tantas cosas, vivimos tan deprisa y tan ocupados, que, al fin, nos olvidamos de lo más importante. El ruido y la velocidad se están comiendo el diálogo entre los humanos y cada vez tenemos más «contactos» y menos amigos, El viejo «cisne negro» -como llamaba Kant a la amistad- se está volviendo no ya algo difícil, sino simplemente milagroso.

Y, sin embargo, nada ha enriquecido tanto la historia de los humanos como sus amistades. Laín Entralgo revisa, en su precioso libro Sobre la amistad, la historia de la amistad en Occidente y saca a flote ese hilo de agua limpia que la amistad ha ido significando para todos los paladines de nuestra civilización. Sócrates aseguraba que prefería un amigo a todos los tesoros de Darío. Para Horacio, un amigo era «la mitad de su alma». San Agustín no vacilaba en afirmar que lo único «que nos puede consolar en esta sociedad humana tan llena de trabajos y errores es la fe no fingida y el amor que se profesan unos a otros los verdaderos amigos». Ortega y Gasset escribía que «una amistad delicadamente cincelada, cuidada como se cuida una obra de arte, es la cima del universo». Y el propio Cristo, ¿no usó, como supremo piropo y expresión de su cariño a sus apóstoles, el que eran sus «amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer»?


Pero la amistad, al mismo tiempo que importante y maravillosa, es algo difícil, raro y delicado. Difícil porque no es una moneda que se encuentra por la calle y hay que buscarla tan apasionadamente como un tesoro. Rara porque no abunda: se pueden tener muchos compañeros, abundantes camaradas, nunca pueden ser muchos los amigos. Y delicada porque precisa de determinados ambientes para nacer, especiales cuidados para ser cultivada, minuciosas atenciones para que crezca y nunca se degrade.


Por eso habrá que empezar por decir que un hombre con ganas de ser enteramente hombre tiene que colocar la amistad en uno de los primeros lugares de su escala de valores y que, contra lo que suele decirse, el mejor modo de ganar nuestro tiempo es «perderlo» con los amigos, esos «hermanos que hemos podido elegir a nuestro gusto».

Extraído de "Razones para el Amor"

 

Padre Javier Soteras