La crisis existencial del adulto mayor

martes, 4 de octubre de 2011
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Eduardo Casas

           

1. La vida es una crisis con etapas

 

            No hay que considerar que tenemos “crisis” en la vida sino que la vida misma es una crisis con distintas etapas y algunas treguas. La vida es una “crisis” continua de crecimiento con ciertas etapas de mucha intensidad. Hay tres crisis básicas, son tan fundamentales que se llaman “fundacionales” ya que “fundan” estableciendo nuevos posicionamientos en la vida.

 

            La primera gran crisis existencial es la de la adolescencia. Es la crisis de identidad, la autoafirmación, la autonomía y la autoestima. Luego en “la mitad del camino de nuestra vida”, en ese “punto medio” aparece el conflicto de la madurez como crisis del realismo en donde, pasadas las idealizaciones de la juventud, se cuestionan los alcances que han tenido los proyectos, las opciones y las consecuencias de esas elecciones. Se entra en el discernimiento de la responsabilidad histórica de todo lo hecho con uno de los balances más serios de la vida. Se vuelve a re-optar o se hacen nuevas opciones. Esta es la segunda refundación existencial de la vida.

 

            La tercera gran crisis viene en algún punto de nuestro camino en la etapa del adulto mayor cuando los condicionamientos sociales o familiares nos ponen frente a situaciones y elecciones difíciles que tienen que ver con la salud, los afectos, los vínculos, nuestro lugar de vida en el mundo. En esta etapa ya se ha recibido el impacto de algunas realidades inevitables: la disminución de las capacidades naturales, físicas e intelectuales; los achaques propios del deterioro de la salud y la presencia de la enfermedad; el decrecimiento de la movilidad, el progresivo decaimien­to bio-psíquico y una gradual inactividad en algunos casos; la soledad afectiva; el desplazamiento y la marginación social o familiar; la sensación de inutilidad y de ser un “estorbo”; la experiencia de impotencia, desvalimiento e imposibilidad; la pérdida de la autonomía con la necesidad de depender de otros; la nostalgia por lo acontecido en el pasado y la vivencia permanente de los recuerdos; la desolación o diversos grados de depresión y baja autoestima; la falta de calidad de vida; cierto escepticismo amargo sino se han superado heridas y fracasos de la vida; el surgimiento de cuestionamientos decisivos con la necesidad de encontrar respuestas al misterio de la vida y la muerte, el dolor y el amor; la soledad y la amistad; Dios y los afectos, entre otras preguntas.

 

            Esta crisis última de la vida no significa que todos la experimenten de la misma manera y con los mismos condicionamientos externos o internos. Depende mucho de la personalidad, el contexto social o familiar; las motivaciones y los propios valores, etc.

 

            Todos los componentes de la compleja crisis del adulto mayor pueden ser vividas como “amenazas” que nos disminuyen o como “desafíos”, “oportunidades” y “posibilidades” que estimulan a seguir creciendo porque esta etapa también es de crecimiento en muchos aspectos. El ser humano puede y debe crecer siempre, más allá de su edad y circunstancias, hasta que su tiempo personal lo permita.

 

            Como el crecimiento es siempre movilizador y crítico -porque vuelve, una y otra vez, a sacudir las mismas raíces- esta fase es también desestabilizadora. Todas las etapas tienen, más o menos, sus propios movimientos. No simplemente las transiciones de una fase a otra son desestructurantes sino que, además, cada una tiene su propio dinamismo. La vida nunca es una fuerza estática. La crisis de esta etapa nos da el más profundo conocimiento de nosotros mismos aunque se manifiesta menos perceptiblemente en nuestro paisaje; sin embargo, es la que más lo impacta, modificándolo definitivamente.

2. Crisis: ¿amenazas u oportunidades?

 

            La amenaza que supone toda crisis puede ser revertida en oportunidad. El “saber perder” a la que nos somete el declinar de la vida puede vivirse como relativización de todas las cosas ante lo único Absoluto: Dios. Se va aprendiendo a discernir lo esencial de lo relativo con mayor libertad interior. Se vive el desprendimiento. Lo que se experimentaba antes como vaciamiento ahora posibilita espacios interiores para la plenitud. Se elabora la sencillez como una armonía esencial por la cual nos vamos reconciliando con toda la vida. Lo que significó cierta pérdida, derrota y fracaso se transforma en ganancia y aprendizaje. Se cambia la perspectiva y apreciación de los valores.Se ejercita el discernimiento y la aceptación,  asumiendo serenamente la realidad tal como esy nuestros propios alcances ya que a menudo queremos mucho y podemos poco, consiguiendo, con grandes esfuerzos, pequeños resul­tados.

 

            En esta etapa podemos volvernos más comprensivos porque se ha experimentado más cosas y se vive más lejos de sí mismo y de su ego. Se descubre otra fortaleza y otra paz en el bálsamo del silencio. La soledad tiene una desconocida fecundidad. Este período nos lleva, suavemente, a la devolución de todo sin resistencias, a la entrega y al abandono confiado en Dios y en quienes nos aman. Se percibe mejor la gratuidad de la existencia y del don bendito e inmerecido de la gracia de Dios que es todo.

 

            La sabiduría de la vida se va entiendo a partir del amor que cada uno ha elegido y el corazón se expande, en plenitud, abarcando a Dios y los demás. Se llega a la pobreza personal más grande, la más humilde, liberadora y gozosa, acompañada con el frescura de un sano y necesario sentido del humor.  Se aceptan los misteriosos caminos de la gracia y se aprende también de los movimientos de nuestra naturaleza que, hasta el último día, tendremos que conocer y controlar. Se busca la oración como sabiduría de crecimiento y aprendizaje en el Espíritu, con una marcha más lenta y tranquila. Se toman las contrarie­da­des e impotencias como limitaciones que nos hacen retornar a la serenidad. Se confía más en la misericordia porque se la ha experimentado por más tiempo. Se abandona en las manos de Dios lo que se ha hecho y lo que se ha dejado de hacer. Aparece la conciencia de la devolución y la mirada esperanzada se extiende sobre toda la siembra y la cosecha de la vida. Surge una prolífera fecundidad que no radica tanto en el hacer sino en el ser porque para la gracia no existe ninguna inutilidad e impotencia humana.

 

            En este período es donde más se manifiesta que sólo Dios es el Señor de la vida, el Todo, la plenitud. Se inaugura el tiempo de la “última conversión”, la más profunda y total. De la inactividad se pasa a la interioridad. De la actividad exterior a la actividad interior. Se es activo, intensa y fecundamente dinámico pero de un nuevo modo. La vida contemplativa es el desenlace de la vida espiritual, un constante rumiar interior. Los procesos espirituales tienden cada vez más a la unificación y a la simplicidad en la medida en que se avanza.

 

            En este tramo del camino humano se obtiene una mejor “vista panorámica” de toda la existencia en el entrecruce de sus senderos y nos prepara al desenlace para que podamos continuar el camino, en otro paisaje. 

 

            De la resolución de esta crisis y de esta etapa depende la reconciliación de la vida toda. Es, por lo mismo, la más importante de todas. Hay que saber vivir esta crisis para saber vivir definitivamente la vida.