Ser persona es tener una misión. Grande o pequeña, no importa mucho. Siempre es a medida de la persona concreta, por eso es única y original.
Lo decisivo es descubrirla y realizarla con generosidad. Entonces surge la felicidad. Una sensación de coincidencia con el mejor “yo” transforma el gris de todos los días en una sinfonía de colores, y ahí también surge la solidaridad.
La misión es siempre con los otros y para los otros, nunca en contra o al margen de los otros. Entrelazada con la intimidad del propio yo y la apertura amplia a los demás, la misión lleva al encuentro con un Dios personal.
Porque Él es fuente primera y meta última de cada existencia humana. Nadie más que Él está interesado en la realización plena de quienes creó por amor.
Para construir y descubrir nuestra misión personal tenemos muchos caminos.
Algunas personas lo hicieron a partir de una experiencia personal muy fuerte, un dolor grande, una tremenda equivocación o un llamado.
Otros lo caminaron a tientas, cada día, descubriendo y construyendo sobre las nuevas experiencias.
Otros fueron visionarios en la realización de su vida, un gran valor o una gran meta los motivó a encauzar su rumbo.
Pero, en todos los casos, siempre se dio una realidad interior consciente y una exterior que se ponían a trabajar en armonía hacia un objeto.
Por tanto, tenemos que partir de nuestra experiencia de vida que nos habla de posibilidades y limitaciones.