La nueva ley del amor nos impulsa a ir por más, perdonando y amando aún al adversario

miércoles, 11 de marzo de 2009
image_pdfimage_print




Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos.  Ustedes han oído que se dijo a los antepasados:  No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal.  Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal.  Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego.  Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.”

Mateo 5, 20 – 26

Un nuevo Reino, un nuevo Legislador, un nuevo Rey

Cuando un legislador tiene bajo su cuidado la responsabilidad de legislar, busca establecer las pautas de convivencia y comportamiento que regulan el bienestar de los que están bajo su mirada; y a las cuales hay que amoldarse quienes pertenecen a ese gobierno. De ahí que la expresión “se les dijo … pero Yo les digo…” nos pone de cara a un nuevo orden en un nuevo reino: el del Padre Dios, que se lo ha confiado a Jesús.

Jesús aparece aquí, frente al nuevo Reino, como un nuevo legislador. El texto del Evangelio de hoy nos muestra a Jesús en el contexto del anuncio del nuevo código de felicidad: las bienaventuranzas. El capítulo 5 del Evangelio de San Mateo comienza así: “Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, (la montaña es el lugar donde se ha legislado en Israel cuando Moisés recibe la tabla de la Ley) se sentó y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles diciendo: Felices los que tienen alma de pobre, felices los afligidos, felices los pacientes…” La Ley está hecha para eso, para alcanzar felicidad. Hay un código de felicidad que se expresa en estos mandatos nuevos, que tienen un contenido nuevo.

Mateo escribe a una comunidad judía y a lo largo de su Evangelio va a mostrar que las promesas hechas en el Antiguo Testamento, en Jesús se cumplen. Y, al mismo tiempo, se superan de la mano de una más simple, exigente y nueva legislación: la del amor; promulgada por un nuevo legislador: Jesús (ya no Moisés). Moisés ha legislado en nombre de Dios, en la montaña del Horeb, para el pueblo que nacía. Ahora, un nuevo pueblo nace para un nuevo Reino; hay un nuevo legislador y hay una nueva ley. El nuevo pueblo es el pueblo de Dios; el nuevo Reino el que Jesús viene a establecer; el legislador es Él; y la ley es la del amor.

Éstas son algunas de las llaves que nos abren a una lectura de todo el primer Evangelio, el de Mateo. El capítulo 5 comienza con ese anuncio de las bienaventuranzas, el llamado a la felicidad; y termina con las exigencias de la caridad, que lo tienen al Padre como modelo de perfección: “por lo tanto, sean perfectos como es perfecto mi Padre que está en el cielo.” Él hace salir el sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos, e invita a amar tanto que hay que incorporar en este mandato también a los que son adversarios, a los que son contrarios. Amarlos y abrazarlos en el amor e incorporarlos en la vida como propios, como pertenecientes al mismo corazón.

Jesús aparece como el nuevo Moisés y viene a establecer un nuevo Reino. El nuevo legislador trae una nueva ley: la del amor al Padre, un amor tan grande que incluye también el amor a los enemigos.

Se les dijo…, pero Yo les digo…

Leyendo esta expresión del Evangelio en la clave de más tras más de San Ignacio, se entiende la invitación desde el Yo les digo… de la mano de la exigencia de la caridad.

El Yo les digo… de Jesús no borra lo antiguo ni quita lo enseñado. En todo caso, todo lo recibido es puesto en una nueva dimensión que lo integra y lo supera. La propuesta de novedad del Señor es comparable a esos procesos de madurez en las distintas etapas de la vida: se pasa de la niñez a la adolescencia, de la adolescencia a la juventud, luego a la vida adulta y después a la tercera edad. Y en cada caso, algo de lo vivido permanece y algo nuevo se despierta. Así es la dinámica creativa del amor, en permanente transformación y cambio. Dios crea y recrea al universo que está en marcha. Dándole origen al universo, sigue sosteniendo su creación, permanentemente creando y transformando, por más.

Jesús les dice: yo no he venido a sacar ni una coma de la ley antigua, sino que he venido a mejorar el mandato antiguo, a partir de una nueva legislación que incluye y perfecciona todo: la ley del amor. Cuando ese amor no es correspondido y se lo quiere encerrar de algún modo (la racionalización de la vida, el determinismo de un eterno retorno donde no hay expectativas sobre el porvenir, etc.), comenzamos a morir, porque no le damos lugar a Dios que es Amor. Cuando no le seguimos la pista al amor creativo de Dios, matamos de a poco la vida, morimos. Nos autoagredimos si no le damos lugar a Dios mismo. ¿O acaso cuando nos hemos encontrado con Dios, no hemos dicho esto es la vida? Sin Dios, estamos como muertos en vida. O respondemos en fidelidad o nos autoexcluimos de la Vida con mayúsculas que Él nos ofrece en la entrega de su Amor.

Jesús integra la ley desde un lugar superador, integrador, para hacernos crecer y hacernos dar un paso más. Muchas veces este ir por más tiene que ver con el crecimiento de la familia, de los vínculos familiares, con el amor que va integrando lo que en el camino se va recorriendo, permitiéndonos decir ahora sí estamos vivos. Entonces sentimos que la vida se ha transformado en un acto de existencialidad, donde tiene densidad el hecho de estar vivos. Vivir no es transcurrir, sino haberle encontrado sentido a la vida, desde el amor que nos plantea Jesús en su Evangelio.

El amor en los vínculos se fortalece en la reconciliación

No tenemos otra opción: o crecemos en la vida espiritual, perdonando y aceptando a los demás con sus limitaciones desde la experiencia de la propia aceptación; o nos hacemos enanos en el dictamen del egoísmo que nos encierra.

La única actitud que tiene proyección y nos hace madurar es el amor y su dinámica de constante renovación. Como cuando encontraste a un amigo y te diste cuenta que era como una sola alma en dos cuerpos. O tal vez el amor te mostró el reflejo de Dios. El amor da sentido a la vida, con su constante reinvención y recreación.

El amor es creativo, decía Maximiliano Kolbe, e invitaba a aquellos que comenzaban el camino de seguimiento de Jesús en ese loco deseo de llegar con el Evangelio a todas partes, a que se vincularan con la fuerza del amor creativo, que se fortalece particularmente de la mano del perdón. Cuando perdonamos nos olvidamos de la ofensa recibida porque hay un motivo mayor desde dónde relacionarme: no es la herida recibida o dada, sino el amor que se hace superardor en los encuentros de perdón y reconciliación.

De eso trata el Evangelio de hoy, de perdonar al hermano antes de presentar la ofrenda. El perdón hace superar los obstáculuos y nos hace crecer. Un amor altruista al estilo del Padre, que hace salir el sol sobre justos e injustos. Un amor superador, incluyente, grande, abrazador, que no deja al margen a nadie, sino que incorpora a aquel que son adversarios, obstáculos, enemigos. También ellos merecen nuestros gestos de amor, porque son hermanos. Cuando el amor aparece, hay un punto de inflexión en la vida, hay un cambio. El amor compartido, agradecido, recordado, es el amor crecido. Es el amor que se hace lugar allí donde está escondido y que por distintos motivos corre el riesgo de debilitarse. Es lo que le da color y sentido a la vida.

Jesús te invita hoy a experimentar ese amor que Él te trae y que habita en vos.

El camino que plantea hoy el Evangelio es el de ir por más, porque muestra la línea y el camino, muestra la ley como ordenadora, indicativa. La ley del amor invita siempre a más, con la finalidad de alcanzar el rostro del Padre, que todo lo incorpora y abraza. Es un amor donde aún lo contrario es integrado, compaginando lo descompaginando, sumando los opuestos. La sabiduría es el amor; bíblicamente es Jesús, por eso a María se la reconoce como el trono de la sabiduría.

Jesús es el Amor, y Él nos permite unir lo que está descompaginado.

En estas épocas de cambios no se trata de cortar por lo sano con lo pasado, sino de integrar. Por eso el Evangelio dice que el sabio es el que saca del arcón de lo viejo para unirlo a lo nuevo. Así Jesús incorpora lo nuevo dentro de lo viejo y viceversa.

En el enemigo está escondido un amigo, capaz de traernos al costado de la orilla, con la novedad del amor que integra lo que aparentemente no tiene arreglo.

Vayamos siempre por más en el amor, y podremos en la providencia hallar el rostro del Padre.