La oración, fruto de un encuentro en el deseo

miércoles, 23 de febrero de 2011
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Evangelio del día

San Marcos 8,34-38.9,1.
Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará.
¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?
¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?
Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con sus santos ángeles".
Y les decía: "Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no morirán antes de haber visto que el Reino de Dios ha llegado con poder".

 

Reflexión  Padre Gustavo Mendoza

Pastoral de Juventud – Arquidiócesis de Paraná

Jesús plantea abiertamente las condiciones para seguirlo: El que quiera venir detrás de mí que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Cuántas veces ponemos primero nuestros caprichos, nuestros proyectos, queremos recorrer nuestros caminos. Tal vez es este uno de los más grandes defectos. Como jóvenes nos cuesta escuchar, tomar consejos de un amigo, del cura amigo de tus padres. “Jesús, quiero seguirte, danos tu gracia para superar mis gustos personales, dame tu gracia para aceptar y cargar con amor mi cruz de todos los días”.

 


Catequesis temática: Padre Javier Soteras

La Oración, Fruto de un encuentro en el deseo, el deseo de Dios por el hombre que lo busca y lo desea

 

Oración inicial

Nuestro corazón anhela tu presencia Señor,

Desea el encuentro con vos.

Danos la gracia de despertar al deseo de tu amor en nuestro corazón,

Que deseándote y anhelándote te encontramos.

Que encontrándote volvamos a desearte para seguir encontrándote en lo más profundote nuestros anhelos y deseos.

 

La oración, fruto de un encuentro en el deseo

“Como el ciervo busca las corrientes de las aguas, así clama por ti oh Dios el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente. ¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios? Salmo 42

1.- La sed de Dios por el  hombre que lo busca y lo desea

Esta sed de Dios es lo que nos abre a la posibilidad de encontrarnos a esta fuente de vida que es el deseo de Dios.

Decía Teresita del Niño Jesús: “Para mí la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento del amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”. Esta expresión nos la recuerda el catecismo en el primer número cuando referencia a la oración, es propia de un corazón que tiene ansias de eternidad, sediento de Dios, que bien lo expresa el autor del Salmo que nos ha habilitado para la reflexión de hoy cuando dice: “Como el ciervo busca las corrientes de las aguas, así clama por ti oh Dios el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente. ¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios? Sólo el hombre que se reconoce sediento de Dios puede hacerse un orante en Espíritu y en Verdad. El deseo de Dios nos abre al encuentro con El. San Agustín expresaba esta sed de Cielo cuando decía: “¿Que es el universo entero, o la inmensidad del mar, o el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del Creador, tengo hambre y sed de El. Es como decir, nada ni nadie puede calmar esta ansia profunda que hay en mí, ni todo lo creado, ni un pedazo de cielo sino el cielo todo habitado por Dios. Dios habitando en el centro del corazón. “Si conocieras el don de Dios” le dice Jesús a la samaritana en el evangelio de San Juan cuando ella le pide de beber y el le dice que tiene un agua que calma la sed. La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto a nuestra búsqueda de sacar agua que calme nuestra sed, allí Jesús va al encuentro de todos y cada uno de nosotros porque en realidad, mientras nosotros buscamos, el nos anda buscando y el que nos pide de beber, el que pide de beber tiene sed. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades del misterio de Dios que nos busca, que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed humana, y del anhelo humano por la eternidad y del deseo de Dios y la sed de Dios que tiene por el hombre para que alcance esa fuente de agua inagotable que es la presencia de Dios. Dios, dice Agustín, tiene sed de que el hombre tenga sed de El. Sólo cuando nos abrimos a este deseo, el apetito por Dios se despierta. Así como cuando llega una cierta hora uno comienza a movilizar todo su organismo para comer, cuando se va aprendiendo a desear a Dios hay momentos que se anhela el encuentro: a la mañana temprano, el domingo en la celebración eucarística, en la oración habitual del Santo Rosario, en la meditación de la Palabra, en el encuentro fraterno con un hermano que nos revela Dios, en el servicio en la caridad a los que más lo necesitan, en el encuentro y en el vínculo con el trabajo ofrecido y entregado a Dios, pero hay momentos en donde el banquete se hace particularmente suculento y son esos momentos de los que hemos hablado en estos días, momentos fuertes del encuentro con Dios, allí comienza como a sacudirse todo el aparato interior y uno dice lo que dice el Salmo: “¿Cuándo llegaré al encuentro?” Como el ciervo que tiene sed de agua así la profundidad del corazón humano anhela y desea a Dios. Dios nos desea y nos seduce, así experimenta Jeremías el encuentro con Dios, como un juego de seducción. En Jeremías 20,7 el profeta lo expresa: “Me has seducido Dios mío y me he dejado seducir”. San Buenaventura al invitarnos al encuentro con Dios recomienda: “Pregunta al deseo, no al entendimiento”, pregunta al gemido de la oración, no al estudio o la lectura, el encuentro con el Dios vivo, capaz de sanear lo más profundo de nuestra sed es fruto de un encuentro que no supone en primera instancia el resultado de un proceso de racionalidad sino de dejar hablar al gemido interior del corazón que supone la razón, pero que la trasciende y la abarca toda. No puede pasar que hace mucho tiempo o tal vez nos relacionemos con Dios, no sabemos que perdemos lo esencial. Cuando nos encontramos con el no sabemos que hacer porque, o no tenemos registro o hemos olvidado casi por completo las oraciones que aprendimos de niños y tampoco acertamos a dirigirnos a Dios de forma espontánea, sin embargo, hemos experimentado tal vez en más de una ocasión deseos de gritarle a Dios nuestra pena, nuestro miedo, o de expresarle nuestra alegría y agradecimiento. ¿Qué puede hacer uno cuando lleva muchos años sin rezar y desea volver a encontrarse con Dios? O, ¿qué puede hacer uno que nunca supo de Dios o que siempre lo negó, o que siempre dudó de su existencia y que de repente comienza a despertar dentro suyo un ansia de respuesta a la gran pregunta sobre su misterio? Sencillamente liberar el deseo más hondo que hay en el corazón.

 

2.- Despertar al deseo de Dios

Hay que hacer todo un ejercicio para al deseo de Dios y todo un ejercicio porque puede ocurrir, y de hecho ocurre, que la cultura de la suficiencia nos ha instalado en el corazón no sentir necesidad alguna de Dios, podría no estar, hablamos del Dios vivo, del Dios que tiene algo para decirnos, que conduce realmente la historia, que nos invita a obedecer y a adherir interiormente, que trasciende la racionalidad como capacidad de entender y abarcar la cosa, que es sabio, que es mucho más que tener alguna idea. Esto hace muchas veces que el hombre, en su sabiduría o en su ciencia, sienta que se basta a sí mismo, es más, que puede con Dios. No necesito ninguna otra luz o ninguna otra esperanza. Desde esta actitud no es posible caminar al encuentro con Dios. Para recuperar la oración lo primero es despertar el deseo de Dios, escuchar el deseo. Hacer el ejercicio de escuchar los deseos más hondos que hay en nosotros. No las ganas inmediatas que tenemos de…, esas no son profundas. Nos preguntan qué ganas tenemos y respondemos tengo ganas de irme a pasear por ahí, no está mal, es un gusto interesante, yo también lo tengo, forma parte de la vida, pero no sé si responde a lo más profundo de tus deseos. ¿De qué tienes ganas?, de ver una linda película, tampoco está mal, la podemos ver este fin de semana, pero ¿será el deseo más hondo que hay en nosotros? Comer un rico asado, lo vamos a compartir seguramente en estos días, Comer un buen helado, está bueno, leer un buen libro, lindo deseo, pero vamos más profundo, tener una buena posibilidad de estar a solas, así nos vamos acercando más a ese ejercicio necesario de soledad para que verdaderamente allí en lo más profundo suene la voz de Dios. “Mi alma te busca a ti Dios mío, tiene sed de Ti, del Dios viviente”. Si pudiéramos entender y conectarnos con este deseo más hondo seguramente comenzamos un camino de recorrida hacia ese lugar de soledad y encuentro que nos abre en cualquier desierto en el que estemos a la gracia del Dios viviente. Es el deseo de Dios el primer paso a la oración. Un deseo a veces un tanto confuso, oculto, tal vez tras otro tipo de experiencia, vacío interior, existencia superficial, inutilidad de una vida agitada, un deseo débil quizá o poderoso, poco importa, ese deseo es ya una oración en germen. Si se despierta la persona está ya orando, mejor dicho, está orando en ella el Espíritu. Cuando nosotros nos abrimos al mundo de los deseos y entramos, desde ese lugar, cualquiera sea el deseo, a amar más, anhelar y desear, sin creer que con el cubrirlo en algún aspecto estamos ya respondiendo a su clamor, si vamos siempre a más detrás del deseo y del anhelo y no nos quedamos en uno en particular, a la larga el gemido del Espíritu nos gana el corazón y el deseo de Dios comienza a despertar en nosotros, de allí también lo recordaba Benedicto XVI en aquella catequesis del miércoles, el nos decía, hablando de San Juan de la Cruz, que “la nada a la que aspira mientras que asciende el místico al encuentro con Dios no es el Nihilismo sino que nada termina por calmar el corazón humano sino el encuentro con lo divino”. De ahí que todo deseo tiene lugar para ir al encuentro del deseo más profundo siempre y cuando a ninguna de las cosas que deseamos nos aferremos de tal manera que creamos que allí hemos encontrado la respuesta. Orar no es más que prestar atención al deseo hondo que hay en el corazón, a lo que Pablo llama un gemido en el Espíritu que habita en nosotros. No apagarlo, darle la bienvenida. Algunos días parecerá que el deseo está muerto para siempre, otros, parecerá que brota de nuevo. Es importante acoger esa llamada que hay dentro de nosotros, esa llamada, esa inquietud interior que Dios nos ha puesto llamándonos al encuentro: “Mira que estoy a la puerta y llamo, si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa”. Abrir la puerta significa no caminar solo por la vida sino dejarse acompañar por esa presencia misteriosa, no encerrarse en la propia autosuficiencia sino abrirse confiadamente a Dios y a su encuentro.

 

3.- El deseo del corazón

En la mañana temprano hacía el ejercicio de corregir el texto que íbamos a compartir hoy en la catequesis y la verdad es que gozaba de lo que anticipadamente iba a ser nuestro encuentro, como siempre, tan lindo, tan lleno de vida, tan bendecido por Dios, tan profundo en Jesús por lo que es la gracia de su presencia, lo que nos suscita en el corazón por los despertares que el va generando dentro nuestro, por el abrir los ojos que nos regala, por la posibilidad de renovarnos en el mismo encuentro, en el mismo lugar, la verdad que para mí este es un lugar deseado y por eso disfrutado. Como le decía el zorro en el Principito, “cuando sé que vas a venir, desde antes del encuentro estoy deseando el encontrarme con vos” y eso hace que el encuentro sea más lindo. Esta mañana, mientras preparaba nuestro encuentro y deseaba nuestro encuentro y repasaba nuestro compartir de hoy me vi sorprendido en la oración de la mañana por lo que la liturgia de hoy nos trae en el oficio de lecturas en San Agustín porque justamente el texto, providencialmente, es “El deseo del corazón”. “El deseo del corazón, dice Agustín, tiende hacia Dios. Supón que quieres llenar una bolsa y conoces la abundancia de lo que van a darte, entonces, vas a tender la bolsa, sabes cuán grande es lo que te van a poner dentro y ves que la bolsa es estrecha y por eso ensanchas la boca, porque ella es el lugar de ingreso de lo que te van a dar, ¿para qué? para aumentar su capacidad. Así Dios, cuando difiere su promesa ensancha el deseo, con el deseo ensancha el alma, y ensanchándola la hace capaz de sus dones. El deseo crece en la insistencia al pedido de Dios del cumplimiento de sus promesas y la demora de la llegada de las promesas que Dios nos tiene preparadas capacita el corazón para recibir lo mucho que Dios tiene para darnos que siempre es mucho más de lo imaginable, de lo pensado, de lo que hemos especulado, o de lo que en principio nuestro pobre primer deseo aspiraba”.

           

4.-        El deseo crece en función de lo que se espera por delante

Lo dice San Agustín comentando el texto de Pablo en la Carta a los Filipenses 3, 7 ss “Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia lo tengo por pérdida a causa de Cristo, más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por él he sacrificado todas las cosas a las que considero como desperdicio con tal de ganar a Cristo y estar unido a el en mi propia justicia, la que procede la ley, así podré conocerlo a el, conocer el poder de su resurrección y participar de sus sufrimientos hasta hacerme semejante a el en la muerte, a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de los muertos. Esto no quiere decir que yo haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, sigo mi carrera con la esperanza de alcanzar a Cristo habiendo sido yo mismo alcanzado por el. Hermanos, yo no pretendo haberlo alcanzado, digo solamente: me olvido del camino recorrido y me lanzo hacia delante y corro en dirección a la meta para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús.”

Comenta San Agustín el texto y dice: “A esto lo afirma Pablo de sí mismo, que está lanzado hacia lo que ve por delante y que va corriendo hacia la meta final, y lo hace porque se sentía pequeño, para captar aquello que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre. Tal es nuestra vida, dice Agustín, ejercitémonos en el deseo de lo que está por venir. Ahora bien, este santo deseo está en proporción directa de nuestro desasimiento de los deseos que suscita el amor del mundo. Ya hemos dicho que un recipiente, para ser llenado tiene que estar vacío. Derrama de ti el mal porque vas a llenarlo de él. Imagínate que Dios quiere llenar de miel tu corazón, si está lleno de vinagres, ¿dónde va a poner la miel? Hay que vaciar primero el recipiente, hay que limpiarlo y lavarlo aunque cueste fatiga, aunque haya que frotarlo, para que sea capaz de recibir algo, y así como decimos miel, podríamos decir oro, vino, lo que pretendemos es significar algo inefable, dice Agustín, Dios, y cuando decimos Dios, ¿qué es lo que decimos? Esta sola sílaba es todo lo que esperamos, todo lo que podemos decir está, por tanto muy por debajo de esta realidad. Ensanchemos nuestro corazón para que cuando venga nos llene, ya que seremos semejantes a el porque lo veremos tal cuál es”.

 

5.- Lo que hace bello al desierto es que esconde un pozo en alguna parte

Y ahora nos acompaña Verónica para compartir un hermoso párrafo del Principito, este texto bello, tan decidor de deseos profundos de corazón, de fraternidad, de vida nueva, de cambios, de sueños.

Los que tuvieron en el encuentro de formación de enero van a recordar en la voz de Vero este texto que compartimos ahora:

“Nos hallábamos en el octavo día de mi avería en el desierto y tomaba la última gota de mi provisión de agua. Vamos a morir de sed, dije. Yo también tengo sed, busquemos un pozo, dijo el Principito. Tuve un gesto de cansancio. Es absurdo buscar un pozo al azar en la inmensidad del desierto, sin embargo, nos pusimos a buscarlo. Cuando hubimos caminado horas distinguí uno como en sueños, pues tenía un poco de fiebre a causa de la sed. Las palabras del Principito danzaban en mi memoria. ¿Tu también tienes sed? Le pregunté. El no contestó mi pregunta, simplemente me dijo: El agua puede ser buena también para el corazón. No comprendí su respuesta pero me callé. Yo sabía bien que no hacía falta interrogarle. Estaba fatigado y se sentó. Me senté junto a el. El desierto es hermoso dijo, y era verdad. Siempre me ha gustado el desierto. Uno se siente sobre una duna de tierra, no ve nada, y sin embargo, alguna cosa irradia en silencio. Lo que embellece al desierto, dijo el Principito, es que oculta un pozo en alguna parte. Me sorprendió comprender de pronto esta misteriosa irradiación de la arena. Cuando yo era muchachito habitaba una vieja casona y la leyenda contaba que allí había un tesoro enterrado. En verdad nadie ha sabido descubrirlo y posiblemente ni siquiera se ha buscado, pero encantaba toda la casa. Mi casa escondía un secreto en el fondo de su corazón. Sí, dije al Principito, trátese de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que constituye su belleza es invisible. Como el Principito se dormía le tomé en mis brazos y continué la marcha. Estaba conmovido, me parecía llevar un tesoro frágil sobre la tierra. Yo miraba a la luz de la luna esa frente pálida, esos ojos cerrados, esos mechones de pelo que ondulaba el viento y me dijo: Lo que veo aquí sólo es corteza, lo más importante es invisible. No se ve bien sino con los ojos del corazón, pues lo esencial es invisible a los ojos. Caminando así descubrí el pozo al nacer el día.”

Y está en tu corazón, mientras vivís en el desierto de la ciudad, el desierto del trabajo, el desierto de los vínculos infecundos, el desierto de insistir una y otra vez sobre el cambio de tu vida y no acertar en la forma de verdaderamente modificar hábitos, cambiar estilos, muy cerca de ti en tu corazón está la Palabra de Dios, una fuente de agua viva con la que el Señor quiere sorprenderte, es en el  secreto de lo más hondo de tu corazón donde, en el deseo, se abre un pozo de vida donde Dios te sale al encuentro.

Padre Javier Luis Soteras