07/12/2016 – En la Catequesis de hoy, desde el material de Juan Pablo II, reflexionamos sobre el episodio de María y José presentando al niño Jesús en el Templo.
“Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”. También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor”.
Lucas 2,22-24
En el episodio de la presentación de Jesús en el templo, San Lucas subraya el destino mesiánico de Jesús. Según el texto lucano, el objetivo inmediato del viaje de la Sagrada Familia de Belén a Jerusalén es el cumplimiento de la Ley: “Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”, y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor” (Lc 2, 22-24).
Con este gesto, María y José manifiestan su propósito de obedecer fielmente a la voluntad de Dios, rechazando toda forma de privilegio. Su peregrinación al templo de Jerusalén asume el significado de una consagración a Dios, en el lugar de su presencia. María, obligada por su pobreza a ofrecer tórtolas o pichones, entrega en realidad al verdadero Cordero que deberá redimir a la humanidad, anticipando con su gesto lo que había sido prefigurado en las ofrendas rituales de la antigua Ley.
Mientras la Ley exigía sólo a la madre la purificación después del parto, Lucas habla de “los días de la purificación de ellos” (Lc 2, 22), tal vez con la intención de indicar a la vez las prescripciones referentes a la madre y a su Hijo primogénito.
La expresión “purificación” puede resultarnos sorprendente, pues se refiere a una Madre que, por gracia singular, había obtenido ser inmaculada desde el primer instante de su existencia, y a un Niño totalmente santo. Sin embargo, es preciso recordar que no se trataba de purificarse la conciencia de alguna mancha de pecado, sino solamente de recuperar la pureza ritual, la cual, de acuerdo con las ideas de aquel tiempo, quedaba afectada por el simple hecho del parto, sin que existiera ninguna clase de culpa.
El evangelista aprovecha la ocasión para subrayar el vínculo especial que existe entre Jesús, en cuanto “primogénito” (Lc 2, 7. 23), y la santidad de Dios, así como para indicar el espíritu de humilde ofrecimiento que impulsaba a María y a José (cf. Lc 2, 24). En efecto, el “par de tórtolas o dos pichones” era la ofrenda de los pobres (cf. Lv 12, 8).
Lo semejante busca a lo semejante y se cumple en el caso de la familia de Nazareth. Que bueno saber que Dios en sus tiempos hace que el cielo se haga presente justo en el momento indicado. Dios nos invita a salir sin temores de las propias expectativas llevándonos por caminos diferentes a los nuestros. Los caminos de Dios tienen curvas y contracurvas, avances y retrocesos, y nos hace llegar a otros lugares mientras vamos de camino.
Ciertamente Simeón y Ana habían esperado por largo tiempo el cumplimiento de las promesas que sentían en su corazón: ver al Salvador.
En el templo, José y María se encuentran con Simeón, “hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel” (Lc 2, 25). La narración lucana no dice nada de su pasado y del servicio que desempeña en el templo; habla de un hombre profundamente religioso, que cultiva en su corazón grandes deseos y espera al Mesías, consolador de Israel. En efecto, “estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2, 25), y “le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Mesías del Señor” (Lc 2, 26). Simeón nos invita a contemplar la acción misericordiosa de Dios, que derrama el Espíritu sobre sus fieles para llevar a cumplimiento su misterioso proyecto de amor.
Simeón, modelo del hombre que se abre a la acción de Dios, “movido por el Espíritu” (Lc 2, 27), se dirige al templo, donde se encuentra con Jesús, José y María. Tomando al Niño en sus brazos, bendice a Dios: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz” (Lc 2, 29).
Simeón, expresión del Antiguo Testamento, experimenta la alegría del encuentro con el Mesías y siente que ha logrado la finalidad de su existencia; por ello, dice al Altísimo que lo puede dejar irse en paz al cielo.
En esta escena de María y José entregando a Jesús en el Templo con Simeón y Ana de testigos se da la primer ofrenda de los hombres a Dios. Y en ese mismo momento la profesía de Simeón “una espada atravesará tu corazón”. La profesía se hacía ya realidad en ese mismo instante. También nos pasa a nosotros, en el momento de la ofrenda el alma es despedazada, pero como en un parto, al mismo tiempo de la ofrenda brota la alegría. Ven en esta ofrenda el cumplimiento de las promesas de Dios, al punto que la alabanza gana el ambiente y Simeón comienza a alabar. En la alabanza está la fuerza que completa la ofrenda.
En el episodio de la Presentación se puede ver el encuentro de la esperanza de Israel con el Mesías. También se puede descubrir en él un signo profético del encuentro del hombre con Cristo. El Espíritu Santo lo hace posible, suscitando en el corazón humano el deseo de ese encuentro salvífico y favoreciendo su realización.
Y no podemos olvidar el papel de María, que entrega el Niño al santo anciano Simeón. Por voluntad de Dios, es la Madre quien da a Jesús a los hombres.
Al revelar el futuro del Salvador, Simeón hace referencia a la profecía del “Siervo”, enviado al pueblo elegido y a las naciones. A él dice el Señor: “Te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes” (Is 42, 6). Y también: “Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (Is 49, 6).
En su canto, Simeón cambia totalmente la perspectiva, poniendo el énfasis en el universalismo de la misión de Jesús: “Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 30-32).
¿Cómo no asombrarse ante esas palabras? “Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él” (Lc 2, 33). Pero José y María, con esta experiencia, comprenden más claramente la importancia de su gesto de ofrecimiento: en el templo de Jerusalén presentan a Aquel que, siendo la gloria de su pueblo, es también la salvación de toda la humanidad.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a Catequesis de Juan Pablo II en la audiencia del 11 de diciembre de 1996
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