11/10/2016 – El Cura Brochero supo vivir la santidad, poniendo su voluntad y su vida en la de Dios, en lo cotidiano y por momentos de modo heroico. El final de su vida, en donde la lepra lo aísla, vive su noche oscura, rodeado de dolor y soledad. Luego comprende que ese dolor le da posibilidad de ganar aún más almas a Dios.
“Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer”.
Jn 15,1-5
La conciencia de su propia debilidad y fragilidad, el deseo de la conversión de sus feligreses, y su ejercicio ascético personal se convertían en garantía de su vida espiritual y pastoral. “Quizás muchos de ustedes verán a José Gabriel Brochero, ardiendo en el infierno por no haber cumplido debidamente con su deber, y derramaba gruesas lágrimas”, predicaba en una oportunidad. Este tipo de convicciones lo llevaba a sostener una vida de sacrificio personal en el trabajo, en la ascesis y en la penitencia. Logró forjarse una humanidad templada y robusta comiendo lo que daban o servían, no permitiendo que le prepararan ninguna cosa especial, sino lo que hubiera a mano, siendo mortificado en la comida, dejando por mucho tiempo los dulces a los que era afecto.
En su Curato los primeros viernes eran fielmente observados con verdaderos sacrificios heroicos, los fieles del Tránsito solían rogar que no lloviera para no cortar la devoción. Su ascesis asumía también trascendencia apostólica; algunos hechos significativos verifican la afirmación: Se dice que cuando se trataba de conseguir algún feligrés un tanto alejado de Dios, solía disciplinarse para tal finalidad.
“Consta que había hecho una apuesta por un año con un borracho; que él dejaría los dulces y el ebrio el vino. Esto tuvo su prueba en la casa de un Sr Molina de la población de Nono que sabiendo su inclinación a los dulces le presentaron un poco de dulce, pero no lo probó posiblemente para dar cumplimiento a su palabra empeñada”. “En cierta oportunidad él mismo dejó de fumar, proponiéndole a un anciano ejercitante que dejara el vicio de beber y que él dejaba de fumar. El anciano se conmovió y hasta se convirtió, constándole que usaba cilicio”.
“Consta que había hecho una apuesta por un año con un borracho; que él dejaría los dulces y el ebrio el vino. Esto tuvo su prueba en la casa de un Sr Molina de la población de Nono que sabiendo su inclinación a los dulces le presentaron un poco de dulce, pero no lo probó posiblemente para dar cumplimiento a su palabra empeñada”.
“En cierta oportunidad él mismo dejó de fumar, proponiéndole a un anciano ejercitante que dejara el vicio de beber y que él dejaba de fumar. El anciano se conmovió y hasta se convirtió, constándole que usaba cilicio”.
La expresión más elocuente de esta dimensión ascética y penitencial de la vida de Brochero la encontramos en la praxis de los Ejercicios espirituales. Durante los mismos se daban disciplinas y esto se hacía con toda seriedad, también los practicaba él. La narración de estos particulares es digna de leerse:
“Por la tarde invitaba a sus compañeros, después de acabada la meditación, para hacer penitencia en la capilla y él repartía disciplinas. En cierta ocasión en una tanda de ejercicios durante varias noches tomaba un grupo de ejercitantes y se iban a la iglesia a hacer oración y darse disciplinas pidiendo la conversión de un ejercitante que no quería saber nada de la confesión y que al final de los santos ejercicios se confesó y se convirtió y añade que el tiempo de la comida de los ejercitantes solía arrodillarse en medio del comedor, delante del Santo Cristo, con los brazos en cruz, pidiendo por el bien y los frutos del ejercitante”. “Todas esas gentes volvían de Córdoba llenas de alegría y completamente transformadas”.
El fruto más notable e impactante -signo por otra parte del auténtico encuentro con el Señor- fue la profunda reforma de vida de sus fieles: “Además era sabido que la gente que concurría a los Santos Ejercicios salían totalmente transformados y reformados en sus costumbres y manera de vivir. La gente solía comentar que la Casa de Ejercicios era un verdadero semillero de conversiones, plenamente comprobado por todos”.
Esto nos muestra la increíble fuerza de la gracia de Dios para transformar el corazón cuando nos abrimos al Espíritu Santo que nos regaló Jesús. Y es Él quien nos hace santos, amigos de Jesús y podemos hacer mucho bien a los demás.
La Hermana Margarita Palacios le escuchó decir a su padre “que el mismo Brochero pidió a Dios la enfermedad más grave con tal que diera almas para salvar” y que no le importaba sufrir todo aquello con tal de salvar almas. Al Padre Angulo, que lo asistió en sus últimos momentos y que le administró los Santos Sacramentos, le pidió que lo enterrara a la entrada del cementerio para que todos los pisaran, en muestra de gran humildad.
Concluye la Señora Dora Carreras de Necco: “Solo un iluminado por Dios podía hacer tantos sacrificios y mortificaciones”.
Decía el Cura Brochero: “Estos trapos benditos que llevo encima (la sotana) no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego” Llevar en el corazón la caridad que es el amor profundo a Dios y al prójimo, tal como nos enseñó Jesús, en eso consiste la santidad a la cual nos invita Jesús. Brochero lo vivió así, amó profundamente a Dios y llevó a muchos hombres y mujeres a amar a Dios, por eso es un ejemplo concreto y real de lo que significa la santidad a la cual cada uno debe aspirar, cada cual según la propia vocación y el propio estado o situación de la vida. ¿Podríamos enumerar algunos ejemplos acerca de cómo nosotros, como laicos, deberíamos vivir esta santidad a la que nos llama el Señor?
Muchas pruebas duras y dolorosas vivió Brochero y siempre se sintió con las fuerzas para sobrellevarlos… Pero al final de sus días, a la prueba del dolor se suma la escasez de las fuerzas. Comienza el camino de aquella obediencia suprema al designio de Dios sobre nuestra vida: la muerte. Es un abismo de dolor y amor cuando nos asomamos a los últimos años de Brochero, la profunda humanidad con la que afronta su grave enfermedad y los límites que le impone la vejez.
Dado que la medicina de la época no cuenta con muchos elementos para sondear las enfermedades y conocer sus causas para curarlas, no es claro el diagnóstico de su mal. Pero como los chismes de su posible lepra no son de poca monta, llega a Córdoba la noticia “corregida y aumentada”, por lo que del obispado le sugieren la renuncia. Él vive su posible enfermedad como cualquiera de nosotros. La primera reacción es la negación: ¡No es tan grave!
“Yo niego hasta la fecha que mi enfermedad sea lepra (…) porque lo que yo he tenido (y aún tengo, aunque más chiquitos) son unos cuantos granitos de relieve hacia arriba. Y por otra parte, el escozor y el adormecimiento de ciertas partes del cuerpo han desaparecido con el remedio de Mandutí que es en todas sus prescripciones enteramente contrario al de los otros médicos”.
Es el comienzo de una larga noche, que tiene el sabor a la ausencia del Padre, que parece ocultar su mirada y retirar su mano a quien ha entregado hasta la última gota de sangre… ¿Es amor? ¿Puede ser amor de Dios también este momento, esta oscuridad, esta propuesta en la que se desmorona la morada terrena? .
El 7 de julio de 1907 escribe a su obispo:
“Mi vejez, mi Señor, me ha apretado tan de golpe, que desde que estuve con Usted he perdido tres muelas, y no me deja en la noche calentar en la cama, si una hora antes de entrar en ella no pongo dos botes con agua caliente…”. Cuando acepta la enfermedad como parte de su camino y ésta empieza a tomar un lugar cada vez más preponderante en su vida, no se sitúa como víctima ni juega el papel de enfermo: “¿Cómo quiere mi amigo, que los ponga al corriente de mi última gestión, cuando los artículos citados, las cartas al respecto y las de mi curato, no me dan tiempo ni para hacerme los remedios que ha prescripto el Doctor? Usted es el que primero sabe algunos pormenores, fuera de Molina que se ha costeado a Santa Rosa a hablar conmigo. Mi enfermedad no es tal que no pueda machacar y machacar sobre nuestro ramal, pero tengo que sujetarme a la ciencia médica, y estar en Santa Rosa hasta fines de setiembre”.
“Mi vejez, mi Señor, me ha apretado tan de golpe, que desde que estuve con Usted he perdido tres muelas, y no me deja en la noche calentar en la cama, si una hora antes de entrar en ella no pongo dos botes con agua caliente…”.
Cuando acepta la enfermedad como parte de su camino y ésta empieza a tomar un lugar cada vez más preponderante en su vida, no se sitúa como víctima ni juega el papel de enfermo:
“¿Cómo quiere mi amigo, que los ponga al corriente de mi última gestión, cuando los artículos citados, las cartas al respecto y las de mi curato, no me dan tiempo ni para hacerme los remedios que ha prescripto el Doctor? Usted es el que primero sabe algunos pormenores, fuera de Molina que se ha costeado a Santa Rosa a hablar conmigo. Mi enfermedad no es tal que no pueda machacar y machacar sobre nuestro ramal, pero tengo que sujetarme a la ciencia médica, y estar en Santa Rosa hasta fines de setiembre”.
Un paso posterior es la mirada nueva que va alcanzando, purificada por el crisol de la enfermedad, Charlando por carta con su amigo que está enfermo, Brochero le pregunta cómo anda su salud; entra en confidencias de cómo se encuentra él mismo y cómo va de médico en médico buscando quien dé en la tecla con su enfermedad, y concluye:
“En fin, mi amigo, yo, Usted y todos los hombres somos de Dios en el cuerpo y en el alma, y el mismo Dios es quien utiliza algunos o todos los sentidos del cuerpo, y lo mismo hace con las potencias del alma. Yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo relativamente a la vista y le doy muchas gracias por ello. Cuando yo pude servir a la humanidad me conservó íntegros y robustos mi sentido y mi potencia. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias”.
Acepta el designio del dolor en la vida y lo clava en la cruz, en Jesús, en búsqueda de la confianza libre, plena y total de lo que Dios provee para su hijo a través de las circunstancias. En ese momento nos sacamos las sandalias, como Moisés, para entrar descalzados al suelo sagrado de los últimos días.
Nos los permite la carta que escribe a su compañero de seminario, ahora obispo de Santiago del Estero, monseñor Yañiz, con motivo del aniversario de la ordenación sacerdotal de ambos, que es el 4 de noviembre (Brochero morirá el 26 de enero siguiente).
“Recordarás que yo sabía decir de mi mismo que iba a ser tan enérgico siempre como el caballo chesche que se murió galopando. Pero jamás tuve presente que Dios Nuestro Señor es –y era- quien vivifica y mortifica, y da las energías físicas y morales, y quien las quita. Pues bien, yo estoy ciego casi al remate, y apenas distingo la luz del día, y no puedo verme ni mis manos. A más, estoy casi sin tacto desde los codos hasta las punta de los dedos, y de las rodillas hasta los pies. Y así otra persona me tiene que vestir o prenderme la ropa… Ya ves el estado a que ha quedado el chesche, el enérgico y el brioso. Pero es un grandísimo favor el que me ha hecho Dios Nuestro Señor en desocuparme por completo de la vida activa y dejarme con la vida pasiva, quiero decir, que Dios me da la ocupación de buscar mi fin de orar por los hombres pasados, por los presentes y por los que han de venir hasta el fin del mundo”.
“Recordarás que yo sabía decir de mi mismo que iba a ser tan enérgico siempre como el caballo chesche que se murió galopando. Pero jamás tuve presente que Dios Nuestro Señor es –y era- quien vivifica y mortifica, y da las energías físicas y morales, y quien las quita.
Pues bien, yo estoy ciego casi al remate, y apenas distingo la luz del día, y no puedo verme ni mis manos. A más, estoy casi sin tacto desde los codos hasta las punta de los dedos, y de las rodillas hasta los pies. Y así otra persona me tiene que vestir o prenderme la ropa…
Ya ves el estado a que ha quedado el chesche, el enérgico y el brioso. Pero es un grandísimo favor el que me ha hecho Dios Nuestro Señor en desocuparme por completo de la vida activa y dejarme con la vida pasiva, quiero decir, que Dios me da la ocupación de buscar mi fin de orar por los hombres pasados, por los presentes y por los que han de venir hasta el fin del mundo”.
Es la unión mística, donde Dios y el hombre ya no son dos voluntades sino una sola. Pertenece a este momento su famosa frase: “He podido pispear que me quedaré para siempre en el corazón de los serranos”.
Dios le hizo experimentar en vida lo que estamos viviendo nosotros ahora: que él no pasaría, que quedaría para siempre entre su gente: su santificación.
Padre Javier Soteras
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