La “tierra de uno”, la patria – tierra de los padres – alude al simbolismo femenino del cobijo, la contención y el apoyo. La tierra común que pisamos es símbolo de la historia y el proyecto en común de un pueblo.
El amor a la propia tierra es un sentimiento universal. Por eso, en diversas culturas el destierro o expulsión de la tierra era un tremendo castigo.
Los dioses de un pueblo eran también dioses locales, tutelares de un territorio o ciudad. Así, Marduk era el dios de Babilonia, Assur de la capital asiria, Enki de la ciudad de Eridu; Cusco es la ciudad hierofánica de Viracocha, como Totihuacán lo es de Quetzalcóatl. En la tradición bíblica, Yavé es el dios tutelar de Jerusalén desde David (2 Sam 6).
La tierra prometida
La historia bíblica de los antepasados comienza justamente con la promesa de una tierra:
Yavé dijo a Abrám:
“Deja tu tierra natal
y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré. 2 Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición. 3 Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré al que te maldiga, y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra”.
4 Abrám partió, como Yavé se lo había ordenado, y Lot se fue con él.
Cuando salió de Jarán, Abrám tenía setenta y cinco años. 5 Tomó a su esposa Sarai, a su sobrino Lot, con todos los bienes que habían adquirido y todas las personas que habían reunido en Jarán, y se encaminaron hacia la tierra de Canaán. (Gén 12,1-5)
La carta a los Hebreos nos ofrece una interpretación cristiana de este pasaje: la tierra prometida, la tierra de Canaán, es un símbolo de la patria definitiva, la patria celestial.
Por la fe, Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba. 9 Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida, habitando en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa. 10 Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. 11 También la estéril Sara, por la fe, recibió el poder de concebir, a pesar de su edad avanzada, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía. 12 Y por eso, de un solo hombre, y de un hombre ya cercano a la muerte, nació una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena que está a la orilla del mar.
13 Todos ellos murieron en la fe, sin alcanzar el cumplimiento de las promesas: las vieron y las saludaron de lejos, reconociendo que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. 14 Los que hablan así demuestran claramente que buscan una patria; 15 y si hubieran pensado en aquella de la que habían salido, habrían tenido oportunidad de regresar. 16 Pero aspiraban a una patria mejor, nada menos que la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de llamarse «su Dios» y, de hecho, les ha preparado una Ciudad. (Heb 11,8-16)
En los libros del Deuteronomio, Josué y Jueces, la posesión de la tierra es un don de Dios que exige la fidelidad a la Alianza para ser conservada:
15 Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha. 16 Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que hoy te prescribo, si amas al Señor, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces vivirás, te multiplicarás, y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde ahora vas a entrar para tomar posesión de ella. (Dt 30,15-16)
En el año 587 a.C., Nabucodonosor destruye la ciudad de Jerusalén y deporta a los pobladores de Judá hacia Babilonia. Es el drama de perder la tierra. Durante esa experiencia del exilio, el pueblo volverá a meditar sobre el sentido de las promesas de Dios. Salmo 137.
Jesús y el rechazo en su propia patria: “Nadie es profeta en su tierra”
Pero él les respondió: «Sin duda ustedes me citarán el refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”. Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún». Después agregó: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. (Lc 4,23-24)
Jesús ama su patria y llora por ella
Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. (Lc 19,41-42)