16/04/2015 – El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene Vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.
San Juan 3,31-36
El que viene de lo alto es el que se hizo uno con nosotros, en el seno de María. Es el que perteneció a una nación, de una rica historia de intervención de Dios, del Dios vivo en su devenir. Es el que junto a los de su pueblo estaba instalado en un territorio, ocupado por la denominación del imperio romano. Éste que vino del cielo habla una lengua, el arameo, y participa de un modo de ser cultural claramente definido, el de Israel en el territorio de la Palestina.
A la luz de todo esto la expresión del Evangelio, “el que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra”, “el que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio”, debe ser bien entendida. Porque el que vino del cielo pertenece a la tierra. Jesús que da testimonio de lo que ha visto y oído se ha encarnado en las coordenadas del tiempo y del espacio, para hablar con un lenguaje humano, y acercarnos el gran secreto de su revelación: “el Padre ama al Hijo, y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna”.
Ese mismo Jesús es el que ha prometido su presencia, entre nosotros, hasta el fin de los tiempos, y ha elegido este pedazo de la historia. Ahí donde se desarrolla la vida de cada uno de nosotros, para continuar anunciando lo que comenzó a proclamar hace dos mil años: que Dios nos ama y nos salva amando. Es decir, dando la vida. Invitándonos a amar hasta dar no algo sino darlo todo. El que viene de lo alto anda entre las ollas, diría Santa Teresa.
Este lenguaje de amor es propio de Dios. Es el lenguaje del cielo encarnado en la tierra, en el misterio más íntimo de su ser trinitario. Dios conversa, habla, se vincula, se relaciona así. Es el amor el que fluye entre el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Y ha venido a nosotros a instalarse como el gran tesoro escondido, para que el que lo encuentra lo venda todo, para quedarse con él. El Amor, con mayúsculas, el que hace que la vida no tenga otro límite, que la frontera que ofrece el hermano que a uno lo necesita. Sabiendo que encuentra la vida dándola. Y que la plenitud está en la ofrenda. Saber dejarse querer también.
Es el amor de Dios, el que viene de lo alto. Y es éste el lenguaje nuevo, con el que Dios nos enseña a comunicarnos. Es el lenguaje del amor, donde todo se comprende. Donde la vida se hace sabia. Donde la ciencia y la comprensión de lo que acontece se nos ofrece a mano abierta.
A veces la rutina, el devenir de los acontecimientos hacen que muchas veces perdamos perspectiva de cielo, eternidad. El Señor quiere que en lo cotidiano podamos levantar la mirada, respirar hondamente y tomar el espíritu con el que Jesús quiere que en nuestra Galilea lo encontremos resucitado. Galilea es el territorio y el espacio al que pertenecemos: la familia, el trabajo, nuestro lugar, los amigos, nuestra historia y geografía.
En la historia de la espiritualidad se distinguen dos corrientes clasificatorias. Hay una espiritualidad desde arriba, que nace de los primeros principios, que desciende a las realidades de abajo. Y hay otra espiritualidad desde abajo, que parte de las realidades de abajo, la sencilla, la simple, la cotidiana para elevarse a Dios.
La espiritualidad de abajo afirma que Dios habla en la Biblia, y por la Iglesia, pero también nos habla por nosotros mismos, a través de nuestros pensamientos, nuestros sueños, hasta por nuestras heridas, y también por nuestras presuntas flaquezas.
Los monjes antiguos comenzaron a estudiar la posibilidad de llegar al conocimiento de Dios y Su voluntad, partiendo del análisis de las propias pasiones y de lo que llamamos el “autoconocimiento”. Decía Ebragio Póntico “si deseas conocer a Dios aprende a conocerte a ti mismo”. El ascenso a Dios pasa por el descenso a la propia realidad, hasta lo más profundo del inconsciente. Allí donde la vida está latiendo, con toda su riqueza, con toda su conflictividad, con toda su posibilidad, con todas sus heridas, con sus sueños, y también con sus fracasos.
El camino hacia Dios pasa generalmente por muchas cruces: errores, curvas, contra curvas, rodeos, por fracasos, desengaños. No son precisamente las virtudes las que más me abren a Dios, sino mi debilidad, mi flaqueza, mi incapacidad, incluso mi pecado. Esto es con lo que el Señor busca vincularse entre publicanos y pecadores, para allí mismo donde la vida se hace fértil, en medio de la pobreza poder sembrar la Palabra que pueda producir el treinta, el sesenta, el ciento por uno.
La espiritualidad desde abajo se diferencia de la espiritualidad desde arriba porque ésta parte de la necesidad humana de ser mejor, de superarse, de acercarse cada vez más a Dios. La psicología moderna se encuentra muy escéptica frente a esta forma de espiritualidad por considerarla como un peligro de desintegración del sujeto, en cuanto marcado sólo por un mandato de deber ser, se olvida de sí mismo, no se permite ser lo que puede ir siendo por estar siempre tensionado a lo que está llamado a ser. O mejor dicho, clausurado en una imagen ideal ante la cual no se puede uno casi ni mover. Cuando alguien se identifica fuertemente con un ideal se ve en peligro de prescindir su propia realidad, si esto no se acopla a aquello.
En la espiritualidad desde abajo se trata sobre todo de conseguir abrirse a las relaciones personales con Dios, en el punto preciso en que se agotan y cierran todas las posibilidades humanas. La auténtica oración, el auténtico vínculo con Dios brota desde nuestras más profundas miserias y no de las cumbres de nuestras virtudes ni de la espera de ellas. No viene de allí.
La auténtica oración y la verdadera espiritualidad es “la que brota desde lo profundo de nuestras miserias. Sólo que para llegar a la misma necesito largos años de experiencia de fracaso. Nos parecemos a Prometeo que intenta robar el fuego del cielo.
Tiene suma importancia que nosotros no nos pongamos en querer ganarle al cielo lo que el cielo siempre estuvo dispuesto a darnos, sino dejar que el cielo se nos acerque, y que sea él en el gesto de amor y de entrega, el que nos eleve la humanidad herida, nuestra condición humana, frágil, miserable, pobre.”
Entrar a la presencia de Dios como entraba el publicano en el templo, y no como el fariseo. El publicano en el templo dice “Señor soy un pecador”. No se anima ni a levantar la cabeza, “ten piedad de mí”. El fariseo dice “ayuno dos veces por día, cumplo con el diezmo, hago mis oraciones todas las jornadas”. Presenta su carta de credencial y lo único que se lleva es la desaprobación. No porque Dios no haya recibido lo bien que hizo, sino porque estaba demasiado lleno de sí mismo.
Sólo el que se sabe vacío de sí mismo y pobre a la presencia de Dios se sabe bien amado, y bien estimado en su pobreza y en su imposibilidad. Y desde allí con un estima alta en Dios. Es el camino de la humildad que nos lleva la espiritualidad desde abajo. Por eso al lenguaje de lo alto solamente lo entienden los que caminan por bajo. Los que hacen la espiritualidad desde abajo.
Hoy es un día para reconciliarte con vos mismo, con tu historia, con tu pecado, con tu fracaso, con tu sinsentido, con tu no saber, con tu no comprender, con tus dolores, con tus penas, con tus kilos, o con tus flaquezas, con tus sueños… también con los que no llegaron, con los que se fueron sin que nos fuera tan bien. Reconcíliate con tu historia. A partir de abrirte a Dios, así como sos a Su presencia, para que sea Él realmente el protagonista.
Padre Javier Soteras
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