¡Señor! ¿qué quieres que haga?

miércoles, 14 de enero de
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Esta pregunta, que hizo Saulo a Cristo, tan pronto reconoce que no es el falsario a quien él perseguía, sino su Señor y su Dios es el interrogante que habría de estar también en la mente de quien pretende resolver como cristiano el camino de su vida.

¡Señor!, ¿qué quieres que haga? La luz divina nos es necesaria para conocer nuestro camino, ya que ese camino nos ha sido señalado por el mismo Dios. El ha dado un fin y una misión bien precisa a todos los seres que ha creado. Los astros inmensos que cruzan el firmamento, no menos que los animales que pueblan las selvas y hasta el microbio invisible a los ojos humanos, tienen una misión que cumplir. El pájaro no ha sido hecho para sumergirse en el mar, como el pez no está llamado a vivir fuera del agua. Más aún, cada astro en particular, cada animal, cada insecto, cada planta, tiene su propia finalidad.


¿Escapará únicamente el hombre a esta ley general del universo? ¿Será el rey de la creación el único que no tenga una misión propia que realizar? Tal hipótesis es absurda.

¿Cómo va Dios a desinteresarse del hombre a quien, además de criatura, llama su hijo? “Hijitos míos”, dijo Cristo a los suyos, en la última Cena, y para alentarnos a tomar en serio este título nos enseñó a dirigirnos a Dios con el hermoso título de “Padre nuestro”.

Toda la revelación cristiana está llena de esta hermosa idea: somos hijos de Dios por la gracia, hijos muy amados, de cuya suerte se preocupa en forma espacialísima.

Una muestra de este interés particular de Dios por el hombre, es que no se
contenta con señalarle un camino general en la vida, sino que invita a cada hombre en particular a realizar una misión propia. Para que cada uno de nosotros pueda cumplir este cometido, nos dota de las cualidades necesarias, nos pone en un ambiente apropiado y nos hace conocer en forma clara -si queremos oír su voz- la confirmación precisa de su voluntad sobre nosotros.

San Alfonso de Ligorio, el moralista más universalmente reputado, haciéndose eco de la tradición cristiana, tiene por cierto que, fuera del llamamiento general de Dios, que invita a todos los hombres a la salvación eterna, tiene también un llamamiento especial, en virtud del cual el Señor muestra a cada alma el camino especial que debe seguir para alcanzar el fin propuesto.


Una de las grandes conquistas de la vida cristiana consiste en comprender que Cristo se fija en cada uno de nosotros en particular, para hacernos conocer su voluntad precisa. Se detiene frente a mí, frente a mí solo, y pone sus manos divinas sobre mi cabeza. Mientras nos consideramos como perdidos en una muchedumbre de fieles anónimos, mientras nos imaginamos que las palabras e invitaciones de Cristo van dirigidas a una masa de fieles, mientras mis relaciones con Cristo quedan como algo
colectivo y vago, no he comprendido la paternidad divina, ni mi papel de hijo de Dios.

El gran momento de la gracia llega cuando me doy cuenta que los ojos de Cristo se fijan en mí, que su mano me llama a mí en particular, que yo, yo soy el motivo de su venida a la tierra y el término de sus deseos bien precisos. El me ha reconocido de entre la muchedumbre. No soy uno entre miles. No existe esa multitud. Hay Dios y yo, y nada más, ya que todo lo demás, mis prójimos inclusive, los he de ver en Dios.


Conocer, pues, este llamamiento especial que Dios me dirige a mí en particular, ha de ser mi gran preocupación de toda la vida, sobre todo en aquellos momentos más decisivos, como es el de la elección de carrera.
La vida de un cristiano es un gran viaje que termina en el cielo. Nuestra más
ardiente aspiración debe ser realizar ese itinerario, y no exponernos por nada del mundo a perder la estación de término que nos ha de llevar a la vista y al amor de Dios nuestro Padre. La estación de término es la misma para cada cristiano, pero el camino para llegar allá es diferente según los designios divinos […]


El dogma consolador de la divina Providencia nos asegura que Dios dispone todas las cosas suave y fuertemente para su fin. El tiene sus caminos, y sobre cada uno de nosotros tiene su plan. Nuestra gran preocupación debería ser conocer ese plan de Dios, no sólo sobre el mundo, sino sobre mí concretamente. Dios me ha dado una vocación para algo, ¿para qué?

 


Nuestra vida, decíamos, es un viaje al cielo, ¿cuál es el camino que Dios quiere que tome yo para llegar allí? Si en una estación hay multitud de trenes listos para ponerse en movimiento, ¿cuál quiere Dios que sea mi tren? ¿Cuál me lleva más rápido, más seguramente a una posesión más total del fin de mi vida?


Loco llamaríamos a quien llegando a la estación Central no se preocupara de averiguar cuál es el tren que lo lleva a su destino, sino que tomara atolondradamente el primero que encontrara, y mucho más aún si se empeñara en tomar uno que va en dirección diferente a la de su estación de término, sólo porque el tren es más moderno, el carro más cómodo, la compañía más agradable… Ya podemos imaginar el desenlace
del infortunado pasajero: tendría que bajarse en la mitad del camino, desandar el camino recorrido, perder el tiempo, el humor y el dinero… Mientras tanto sus compañeros que han hecho el viaje en el tren que les correspondía, aunque no tan cómodo y hermoso como el suyo van llegando felices a la estación de término, previendo un bien merecido descanso que les compensa de antemano las incomodidades del camino.


En el viaje de la vida muchos van en un tren que no es el propio: es el tren de los descontentos; todos protestan, todos se quejan de todo: los esposos de sus esposas, los padres de los hijos, los hijos de los padres, los profesionales de sus clientes, los ciudadanos de su gobierno… Muchos se quejan, ¡porque entraron no en el tren que debían, sino en el que les dio la gana! Y no hay peor consejero que la gana para elegir camino en la vida.
¡Cuántas veces hemos presenciado el caso de hombres maduros que con lágrimas en los ojos confiesan su fracaso en la vida: tuvieron miedo a mirar de frente su camino…siguieron la política del avestruz de enterrar su cabeza en la arena para creerse libres de lo que no querían ver; pero llega fatalmente el momento en que las consecuencias de su acto los alcanzan.


Nuestros actos nos siguen, es el título de una novela, que encierra en su enunciado una profunda realidad… Nuestros actos no terminan cuando creemos que han terminado: nos siguen, nos seguirán toda la vida. No hay más que un camino para acertar: mirar varonilmente nuestros problemas de frente, sin pestañear, pedir luz a Dios para conocer la solución y fuerzas para seguir la luz, para no pecar contra la luz.


Preguntar a un taurómano, ¿por qué se puede torear a un toro y nunca a una vaca? La vaca es más débil y, sin embargo, no hay torero que se atreva con ella… La respuesta es clara: porque el toro, cegado por la pasión, enfurecido por las banderillas, pierde la calma y embiste brutalmente con los ojos cerrados, lo que permite al torero quitarle hábilmente el cuerpo y rematarlo; entretanto la vaca, aunque más débil, concentra su pasión, pero sin perder la calma, jamás cierra sus ojos, mira su blanco de frente y embiste con golpe temible y decisivo: ¡Oh, si nosotros para elegir hiciéramos lo mismo!

¡Si jamás nos dejáramos cegar por pasión ni espejismo alguno, sino que con los ojos bien abiertos, con una pasión del bien concentrada en nuestro espíritu siguiéramos por más que nos costara nuestro camino, el que Dios quiere de cada uno de nosotros! Daríamos en el blanco, y no andaríamos después en la vida como piezas que no encajan, haciendo esfuerzos violentos por encajar sin lograrlo jamás del todo. De los males que podemos encontrar en la vida, uno de los más graves y de mayor trascendencia es el de no resolvernos a mirar con serenidad y valentía cuál sea nuestro
propio camino en la vida.[…]

El que mire bien su camino y siga por él no escapará de las penas y miserias de la vida, no escapará de los roces y críticas de sus prójimos: para hacerlo debería escaparse de este mundo, pero en el fondo de su espíritu habrá una inmensa paz. Sabe que está donde Dios quiere, que está haciendo la voluntad de su Padre todopoderoso y lleno de bondad que está en los cielos; sabe que Dios tomará su causa como propia, y que todo termina bien para los que aman con simplicidad la voluntad divina.

Mientras a su lado desequilibrados, desesperados, llenos de amargura suspiran los más, él estará como esos robles fuertes plantados en la cumbre de los montes: los vientos servirán para sacudir su copa, limpiar sus hojas, y para hundir cada día más y más sus raíces en la tierra firme de la confianza en Dios. Bien sabe que quien en Dios confía no sufrirá penurias.

¡Joven! Lo que más ardientemente te deseo es que puedas en cada momento decir: estoy donde Dios quiere, hago su voluntad; en El confío plenamente.


[A.Hurtado]

“La elección de carrera” (fragmento)

 

Fer Gigliotti