Los asaltantes del corazón

viernes, 20 de noviembre de 2020
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20/11/2020 – En el Evangelio del día San Lucas 19, 45.48 aparece Jesús porque le han ocupado la casa, los mercades que han hecho de la vida solo un negocio y lucran con el pueblo. Jesús aparece diciendo “esto es propiedad de mi Padre”.

Jesús aparece defendiendo lo que es suyo, el templo, nosotros. Viene a expulsar de nuestro interior todo aquello que quiere ocupar el centro y alejarnos de Él.

Somos de Dios y le pertenecemos, dejemos que Él se esfuerce por defender lo que es suyo, su propiedad, nosotros.

Jesús al entrar al Templo, se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: “Está escrito: Mi casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”.
Y diariamente enseñaba en el Templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los más importantes del pueblo, buscaban la forma de matarlo. Pero no sabían cómo hacerlo, porque todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras.

San Lucas 19,45-48.

 

 

Asaltantes del corazón

 

En la catequesis de hoy vamos a identificar cuáles son los asaltantes del corazón y le pediremos a Jesús que venga a liberarnos y a poner un nuevo orden para que Él ocupe el centro.

-la temeridad y la actividad excesiva

El primer asaltante se presenta desdoblado en dos: por un lado, como una falta de discernimiento, debida al exceso de entusiasmo; por otro lado, también como una falta de discernimiento, debida al exceso de ruido. Exceso de ruido y exceso de entusiasmo: las dos primeras trampas que obstaculizan el camino del corazón y hacia el corazón.

El exceso de ruido no proviene de la actividad, sino del activismo, es decir, de un modo tenso y nervioso de hacer las cosas. No se trata de no actuar, sino de actuar de un modo que nos permita distanciarnos de nosotros mismos y de eso mismo que hacemos. Sólo así podemos dejar tiempo y espacio para el discernimiento, es decir, para percibir el mejor camino que lleva hacia Dios y hacia el Reino en aquello que hacemos.

En cuanto al entusiasmo excesivo, es trampa y obstáculo, porque anuncia un cansancio prematuro, una incapacidad para mantenerse constante y a lo largo de todo el recorrido. Un recorrido que con frecuencia se revelará austero e ingrato y que necesitará fuentes más sólidas que las de la euforia. Es cierto que hay un tiempo para ésta: el tiempo de los debutantes. Pero, si bien el entusiasmo inicial es un estímulo y una fuerza para iniciar la marcha, puede ser también una pulsión mortífera si persiste.

Sin embargo, el extremo contrario no es menos fatal:

– la inercia

La inercia es un ir a la deriva. Es un abandonarse, pero no con el abandono de la confianza, sino con el de la dejadez. La inercia supone haber perdido el deseo, haber perdido el rumbo, aunque tal vez habitemos en instituciones que nos mantengan en él. La inercia es creer que nada puede cambiar, que viviremos arrastrando los defectos y vicios de siempre. Con la inercia nace el escepticismo, la mirada opaca e irónica sobre los acontecimientos y las personas, como si nada nuevo pudieran traernos. La inercia no viene dando gritos sino que es un sutil bandido que se va infiltrando poco a poco, quitando el brillo a nuestros ojos hasta hacerlos opacos y paralizarnos del todo. “¡Vigilad!”, dice constantemente Jesús a sus discípulos. “velad, no sea que, mientras el mundo arde, vosotros andéis dormidos”.

-la intolerancia y el desprecio de las cosas

Ante el temor al propio desorden y al desorden ajeno, vamos construyendo murallas de cemento que nos aíslan del posible estorbo de todo cuanto es diferente de nosotros. Esta distancia respecto de lo “otro” no tiene nada que ver con la interioridad de la vida espiritual, porque el camino que se ahonda en las profundidades del corazón no genera intolerancia ni desprecio, sino ternura y entrañas de misericordia. Una vida interior que se construya a costa del desprecio de otros caminos sólo es hija del temor y de la escasez, no de la sobreabundancia del amor. Porque el amor sabe renunciar sin exigir a los demás que también lo hagan. La llamada de Jesús en el Evangelio es “Sed perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto” (Mt 5,45). Perfectos como el Padre, que lo abarca todo y a todos, y no perfectos según nuestros estrechos esquemas ideológicos o “superyoicos”; perfectos como Él, “que hace amanecer sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,48). En el actual resurgir de lo “espiritual”, deberíamos estar atentos a este asaltante.

-la desesperación y la ignorancia

 

En todo camino hay un momento en que, sin saber cómo ni por qué, se experimenta un vacío radical. Los pies pierden suelo, y un torbellino de sinsentidos arroja todas nuestras certezas a la nada. Es el tiempo de la noche, el momento de las tinieblas, en que las certidumbres se desvanecen y el mismo vivir se presenta como una pasión insufrible. Cuando este asalto aprieta, “sombra de muerte y gemidos de muerte y dolores de infierno siente el alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios y castigada y arrojada e indigna de él, y que está enojado, que todo se siente aquí; y más, le parece que ya es para siempre”, dice San Juan de la Cruz. Bandidos menores ya habían asaltado anteriormente, creando angustias, inquietudes y desánimos. Pero aquí la desesperación es total: el camino recorrido hasta entonces se devela como un gran engaño; y lo que queda por avanzar, como una mentira. A todo ello se junta un sentimiento de soledad espantoso: los demás, incluso los amigos o compañeros más íntimos, están lejos, muy lejos. Sus palabras nos llegan vacías, hasta el punto de irritarnos. Parece como si nadie pudiera venir a buscarnos a esa cima en la que hemos caído, ni rescatados de ese secuestro en el que hemos sido de repente confinados. Dios mismo parece haberse quedado mudo como incapaz de hacerse solidario. “Desde el fondo del abismo grito a Ti”, claman múltiples salmos. Pero Dios continúa callando. Los Padres del Desierto llamaron acedia a este asalto, que a veces puede prolongarse durante años . Libros como el de Job reflejan este estado. Y por él sabemos que no se supera razonando, sino resistiendo y confiando, sabiendo que se trata de un momento ineludible de la vida espiritual del que salimos renovados, más despojados de nosotros mismos, más cercanos a los abismos de nuestros hermanos.

– la autosuficiencia y el orgullo

El último asaltante es la más terrible de todos, porque el que ha sido atrapado por él es incapaz de reconocerlo: tan embebido está de sí mismo. Dice un Padre del Desierto:

“El solo orgullo, por su autosuficiencia, puede hacer extraviar a todo el mundo, empezando por el que lo incuba, en la medida en que no admite que pueda caer en las tentaciones que permiten al alma recomenzar de nuevo y conocer su propia debilidad e ignorancia… Al no dejar transparentar ninguna falta, alimenta esta única pasión en el lugar de todas las demás, y ello basta a los demonios”.

El orgullo conduce al extremo opuesto del camino: en lugar de llevar a la comunión con Dios, con todos y con todo, aboca a un total encerramiento en sí mismo. Es terrible soledad del orgulloso: destruye toda alteridad para englutirla en sí mismo. No hay Dios ni otros ni mundo: sólo un yo inmenso que lo absorbe todo. La imagen misma del infierno.

Estos asaltantes no se presentan siempre en este orden ni se desatan todos sobre la misma persona, si bien están al acecho de todos. Pero es importante nombrarlos para detectarlos, reconocerlos y dejar que Jesús nos libere.