Maria forma a Jesus en nosotros

miércoles, 11 de enero de 2012
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María forma a Jesús en nosotros

 

María es nuestra Madre, Ella nos cuida, nos protege. Es Madre de Dios y nosotros, por adopción, también somos hijos suyos. Tiene gestos amorosos y tiernos para con nosotros. Dejémonos acunar, junto con Jesús, en los brazos de María.

María Madre da a luz a Jesús en nosotros

Para poder profundizar esta verdad e ir tomando conciencia de la presencia eminente de la Virgen como miembro de la Iglesia, tenemos que centrar la mirada en su profunda unión al misterio de Cristo: la maternidad de María, el misterio de una Virgen Madre. Ella llevó a Jesús en su seno y lo contempló en la oscuridad del pesebre, lo alimentó, lo estrechó amorosamente entre sus brazos. Ella se sintió prolongada en Él. No debemos olvidar que realmente María es Madre de Dios. La maternidad pertenece a la identidad más profunda de María, a su más íntima verdad. Ella fue y es Madre por la unción del Espíritu Santo. Ella está permanentemente habilitada para ser fuente viva, la Madre de los vivientes. Hay en Ella un itinerario de maternidad, que comienza en la maternidad biológica al fecundar en su seno al Hijo de Dios, y termina en la maternidad espiritual de todos los hijos de Dios.

Jesús en la cruz nos confía en sus brazos. María es la Madre de los discípulos de Jesús. Ella guardó silencio cuando el Arcángel le anunció de parte de Dios que sería la Madre del Redentor. Y no se atrevió a decir nada, ni siquiera a San José, callaba serena ante el misterio. Pero el Señor iría develando su secreto. Primero es San José quien se entera del prodigio. Luego Isabel, que la llama bendita entre las mujeres. Más tarde serán los pastores, quienes llegarán con sus ofrendas y sus cantos, porque los ángeles les han anunciado que ha nacido el redentor. Luego, cuando Jesús es presentado en el templo, Simeón y Ana van a reconocer como luz de las naciones a Aquél que ha sido esperado por el pueblo del Israel. Pero María contemplaba todo en lo íntimo de su ser, sin encontrar palabras para expresar su entrañable y profunda alegría.

Contemplamos en el pesebre a la Madre que cuida, que alimenta y que cobija a su bebé, a su Hijo, al Dios omnipotenete que reposa en los brazos de María. El Dios eterno, inmortal, depende totalmente del alimento materno. ¡Qué misterio tan hermoso y profundo: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo!

Queremos contemplar esta presencia materna de María en nuestra historia, con su ternura de Madre y sus gestos amorosos que nos educan, nos alimentan, nos sostienen, nos llenan de esperanza.

Nosotros podemos acercarnos a la Palabra de Dios y encontrar en el cap. 24 del Eclesiástico un pequeño fragmento que la Iglesia interpreta como que la Madre de Dios nos habla a través del texto. Muchos santos se han servido de este texto para hablar de María como de la Madre del amor hermoso:

“Yo, como una vid, hice germinar la gracia, y mis flores son un fruto de gloria y de riqueza. Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. Yo, que permanezco para siempre, soy dada a todos mis hijos, a los que han sido elegidos por Dios. ¡Vengan a mí, los que me desean, y sáciense de mis productos! Porque mi recuerdo es más dulce que la miel y mi herencia, más dulce que un panal.” Eclo 24, 17-20

Muchos santos nos van guiando con su sabiduría en cuanto a nuestra relación con María. Luis María Grignón de Montfort es, tal vez, uno de los grandes santos marianos de la historia. Escribió el Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María. Es un libro que Juan Pablo II recomienda a todos los católicos, para comprender que María está íntimamente unida al misterio de Cristo y que su presencia es operante en nuestro corazón: Ella intercede y nos ayuda en el seguimiento de Jesús. San Luis María dice en su tratado[1]:

“Dios Padre creó un depósito de todas las aguas y lo llamó mar. Creó un depósito de todas las gracias y lo llamó María.”

¡Qué hermoso poder contemplar a María como este sagrario donde Dios ha guardado todas las gracias, es decir Él mismo, su Hijo Jesús ha sido contenido en este cofre que es más grande que el mar con toda su grandeza!

“El Dios omnipotente posee un tesoro o almacén riquísimo en el que ha encerrado lo más hermoso, refulgente, raro y precioso que tiene, incluido su propio Hijo. Este inmenso tesoro es María, a quien los santos llaman el tesoro del Señor, de cuya plenitud se enriquecen los hombres.

Dios Hijo comunicó a su Madre cuanto adquirió mediante su vida y muerte, sus méritos infinitos y virtudes admirables, y la constituyó tesorera de todo cuanto el Padre le dio en herencia. Por medio de Ella aplica sus méritos a sus miembros, les comunica virtudes y les distribuye sus gracias. María constituye su canal misterioso, su acueducto, por el cual hace pasar suave y abundantemente sus misericordias.

Dios Espíritu Santo comunicó a su fiel Esposa, María, sus dones inefables y la escogió por dispensadora de cuanto posee. De manera que Ella distribuye a quien quiere, cuanto quiere, como quiere y cuando quiere todos sus dones y gracias.”

Nosotros tenemos que reconocer que María hace y obra por nosotros, intercede por nosotros. Ella es esclava del Señor, su acción en medio de la Iglesia es a favor de nuestra salvación, de nuestra profunda comunión con Cristo. Ella, en las bodas de Caná, con su presencia operante, se hace a un costado. Ella cede el paso a aquel que es el Rey, el Mesías, y del cual Ella es la primera discípula. Y nos dice: hagan todo lo que Él les diga. Y en sus palabras somos invitados a seguir a Cristo de una manera definitiva. Dios quiere que nosotros seamos una reproducción viva de Jesús. Así lo dice San pablo, que no solo debemos tener los mismos sentimientos de Jesús, sino que estamos llamados a ser otros Cristos. María, como mamá, se dedica a formar a Jesús en nosotros. Por eso, qué bueno es poder ir descubriendo en la propia vida cómo la Virgen se ha servido de distintas maneras para demostrarnos su ternura de Madre para alimentarnos, educarnos y guiarnos.

El Espíritu Santo nos mueve y nos ilumina para comprender el misterio de la revelación. El Espíritu Santo ocupa en el corazón de María el lugar principal porque por la acción del Espíritu María es Madre. Dios Hijo, Jesús, quiere formarse por medio de María, y encarnarse todos los días en los miembros de su cuerpo místico, de la Iglesia. Jesucristo es hoy, como siempre, fruto de María.

“Más aún, Jesucristo es hoy, como siempre, fruto de María. El cielo y la tierra se lo repiten millares de veces cada día: Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Es indudable, por tanto, que Jesucristo es tan verdaderamente fruto y obra de María para cada hombre en particular que lo posee, como para todo el mundo en general. De modo que si algún fiel tiene a Jesucristo formado en su corazón, puede decir con osadía: “Gracias mil a María: lo que poseo es obra y fruto suyo y sin Ella no lo tendría”.

 

Por eso, al reconocer que por la acción del Espíritu Santo se da esta disponibilidad tan grande de la Virgen, Jesús puede estar en tu corazón. Es un misterio muy grande porque a través de Ella el Hijo de Dios se hizo hombre. Ella le dio su carne, su sangre; y esa carne y sangre es la que Él entrega en la cruz y se queda como alimento en la Eucaristía.

“Y se pueden aplicar a María, con mayor razón que san Pablo se las aplicaba a sí mismo, estas palabras: ¡Hijitos míos!, de nuevo sufro los dolores del alumbramiento hasta que Cristo se forme en ustedes (Gál. 4, 19).”

¡Cuánto más podría decir la Virgen estas palabras a nosotros. San Pablo engendra comunidades con la fe. Pero también en nosotros, todos los días, la Virgen sigue dando “a luz a los hijos de Dios, hasta que se conformen a Jesucristo, mi Hijo, en madurez perfecta (cfr. Ef. 4, 13).”

La espiritualidad mariana nos enseña a confiarnos totalmente a la Virgen y no simplemente quedarnos en los sentimientos. La devoción es muy importante pero además debemos tomar conciencia de que la presencia de María en la Iglesia es operante, María actúa.

San Agustín afirma que todos los hijos de Dios, para conformarse a Jesús, están ocultos mientras viven en este mundo, en el seno de la Virgen María, donde esta Madre bondadosa los protege, alimenta, mantiene y hace crecer, hasta que los da a luz para la gloria, después de la muerte, que es en verdad el día de su nacimiento a la vida eterna, como llama la Iglesia a la muerte de los justos. ¡Qué hermosa enseñanza la de San Agustín! María nos hace nacer a la eternidad, para ver cara a cara a Dios. Es lo que le pedimos en cada Ave María: ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…

Se nos llena el corazón de esperanza al saber que María nos viene a buscar. ¡Qué hermoso es caminar en esta vida sabiendo que María nos sostiene, nos acompaña!

Cuando María ha echado raíces en un alma, realiza allí las maravillas de la gracia que solo Ella puede realizar, porque solo Ella es Virgen fecunda, y nadie será semejante a Ella en pureza y fecundidad. Y mientras más esté la Virgen en el corazón de una persona, más acción tendrá el Espíritu Santo en el alma de esa persona. Cuando el Espíritu Santo, su Esposo, la encuentra en un corazón, entra en esa alma y le entrega la plenitud, y se le comunica tanto más abundantemente cuanto más sitio encuentra en esa alma. María, al estar en tu corazón, te va ayudando a crecer y a ir adquiriendo sus virtudes, su humildad. Ella es portadora de la Palabra y de la gracia. Y estamos llamados a tener las mismas actitudes de la Virgen. Cuando la aceptás como mamá, cuando vas contemplando cómo Ella ha ido respondiendo al plan de Dios, Ella misma intercede por vos y te va dando, por la acción del Espíritu Santo, esta misma disponibilidad interior para responder al llamado de Dios.

Es muy importante tener en cuenta que María es la Madre de la vida y de la gracia. El Padre ha puesto en manos de María los tesoros adquiridos por Cristo, para que Ella ejerza las funciones de su maternidad. María está en el comienzo pero también está en el camino: engendra, acompaña y forma, recibiendo y entregando. Es el canal que recibe y deja correr hasta nosotros. Cuando nosotros le ofrecemos algo a la Virgen, Ella no se lo guarda para sí: inmediatamente se lo ofrece a Dios. Cuando veneramos a la Virgen, Ella no se guarda celosamente ese reconocimiento, sino que de un modo perfeccto alaba a Dios. Eso lo vemos cuando María visita a Isabel: ante el elogio de Isabel, del corazón de María brota una alabanza perfecta hacia Dios.

 Padre Raúl Olguín

 



[1] A partir de aquí, lo que figura entre comillas y con cambio de letra es cita textual del Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María.