22/11/2016 – Hay alegrías tan grandes que nos cambian el rumbo de la vida. La alegría grande con la que el ángel anunció a la Virgen, cambió el curso de la historia de María y el de toda la humanidad.
“¡Grita de alegría, hija de Sión! ¡Aclama, Israel! ¡Alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén! El Señor ha retirado las sentencias que pesaban sobre ti y ha expulsado a tus enemigos. El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti: ya no temerás ningún mal. Aquel día, se dirá a Jerusalén: ¡No temas, Sión, que no desfallezcan tus manos! ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso! El exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días de fiesta. Yo aparté de ti la desgracia, para que no cargues más con el oprobio”.
Sofonías 3,14-18
En el momento de la Anunciación María, “excelsa Hija de Sión” (Lumen Gentium, 55), recibe el saludo del ángel como representante de la humanidad, llamada a dar su consentimiento a la encarnación del Hijo de Dios. La primera palabra que el ángel le dirige es una invitación a la alegría: chaire, es decir, alégrate. El término griego fue traducido al latín con Ave, una sencilla expresión de saludo, que no parece corresponder plenamente a las intenciones del mensajero divino y al contexto en que tiene lugar el encuentro.
Ciertamente, chaire era también una fórmula de saludo, que solían usar a menudo los griegos, pero las circunstancias extraordinarias en que es pronunciada no pertenecen al clima de un encuentro habitual. En efecto, no conviene olvidar que el ángel es consciente de que trae un anuncio único en la historia de la humanidad; de ahí que un saludo sencillo y usual sería inadecuado. Por el contrario, parece más apropiado a esa circunstancia excepcional la referencia al significado originario de la expresión chaire, que es alégrate.
Dios, el omnipresente y el omnipotente, se ha venido a encarnar en una realidad bien concreta. A elegido a María, una mujer de un pequeño pueblito, para hacerse un niño en un tiempo y en un lugar bien concreto. ¡Cómo no alegrarse! El innombrable, el Rey de los ejércitos, hecho niño para que podamos abrazarlo y protegerlo.
Hay alegrías tan grandes que nos cambian el rumbo de la vida. La alegría grande con la que el ángel anunció a la Virgen, cambió el curso de la historia de María y el de toda la humanidad.
Constantemente sobre todo los Padres griegos citando varios oráculos proféticos, la invitación a la alegría conviene especialmente al anuncio de la venida del Mesías. El texto de la Anunciación presenta un paralelismo notable con su oráculo: “¡Exulta, hija de Sión, da voces jubilosas, Israel; alégrate con todo el corazón, hija de Jerusalén!” (So 3, 14). Ese oráculo incluye una invitación a la alegría: “Alégrate con todo el corazón” (v. 14); una alusión a la presencia del Señor: “El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti” (v. 15); la exhortación a no tener miedo: “No temas, Sión. No desmayen tus manos” (v. 16); y la promesa de la intervención salvífica de Dios: “En medio de ti está el Señor como poderoso salvador” (v. 17). Las semejanzas son tan numerosas y exactas que llevan a reconocer en María a la nueva hija de Sión, que tiene pleno motivo para alegrarse porque Dios ha decidido realizar su plan de salvación. Toda alegría grande trae escondida una visita del Señor. Cuando María, por ejemplo, va a visitar a Isabel el niño exultó en el seno de su madre. Cuando hay una alegría que transforma nuestra vida es porque Dios nos está visitando.
Una invitación análoga a la alegría, aunque en un contexto diverso, viene de la profecía de Joel: “No temas, suelo; alégrate y regocíjate, porque el Señor hace grandezas (…). Sabréis que en medio de Israel estoy yo” (Jl 2, 21. 27).
También es significativo el oráculo de Zacarías, citado a propósito del ingreso de Jesús en Jerusalén (cf. Mt 21, 5; Jn 12, 15). En él el motivo de la alegría es la venida del rey mesiánico: “¡Alégrate sobremanera, hija de Sión; grita de júbilo, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey, justo y victorioso, humilde (…). Proclamará la paz a las naciones” (Za 9, 910).
Por último, de la numerosa posteridad, signo de bendición divina, el libro de Isaías hace brotar el anuncio de alegría para la nueva Sión: “Regocíjate, estéril que no das a luz; rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no ha tenido los dolores, porque son más numerosos los hijos de la abandonada que los de la casada, dice el Señor” (Is 54, 1).
Los tres motivos de la invitación a la alegría -la presencia salvífica de Dios en medio de su pueblo, la venida del rey mesiánico y la fecundidad gratuita y superabundante- encuentran en María su plena realización y legitiman el rico significado que la tradición atribuye al saludo del ángel. María es la hija de Sión que concentra estas 3 razones de alegría en su pequeñez, que la desbordan, y que a la vez dice “que se cumpla en mí lo que has dicho”, “fiat”, “que se haga tu voluntad”. Éste, invitándola a dar su asentimiento a la realización de la promesa mesiánica y anunciándole la altísima dignidad de Madre del Señor, no podía menos de exhortarla a la alegría. En efecto, como nos recuerda el Concilio: “Con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación. Es el momento en que el Hijo de Dios tomó de María la naturaleza humana para librar al hombre del pecado por medio de los misterios vividos en su carne” (Lumen gentium, 55).
El relato de la Anunciación nos permite reconocer en María a la nueva hija de Sión, invitada por Dios a una gran alegría. Expresa su papel extraordinario de madre del Mesías; más aún, de madre del Hijo de Dios. La Virgen acoge el mensaje en nombre del pueblo de David, pero podemos decir que lo acoge en nombre de la humanidad entera porque el Antiguo Testamento extendía a todas las naciones el papel del Mesías davídico (cf. Sal 2, 8; 72, 8). En la intención de Dios, el anuncio dirigido a ella se orienta a la salvación universal.
Como confirmación de esa perspectiva universal del plan de Dios, podemos recordar algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento que comparan la salvación a un gran banquete de todos los pueblos en el monte Sión (cf. Is 25, 6 ss) y que anuncian el banquete final del reino de Dios (cf. Mt 22, 110).
Como hija de Sión, María es la Virgen de la alianza que Dios establece con la humanidad entera. Está claro el papel representativo de María en ese acontecimiento. Y es significativo que sea una mujer quien desempeñe esa misión.
En efecto, como nueva hija de Sión, María es particularmente idónea para entrar en la alianza esponsal con Dios. Ella puede ofrecer al Señor, más y mejor que cualquier miembro del pueblo elegido, un verdadero corazón de Esposa.
Con María, la hija de Sión ya no es simplemente un sujeto colectivo, sino una persona que representa a la humanidad y, en el momento de la Anunciación, responde a la propuesta del amor divino con su amor esponsal. Ella acoge así, de modo muy particular, la alegría anunciada por los oráculos proféticos, una alegría que aquí, en el cumplimiento del plan divino, alcanza su cima.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a la Catequesis de Juan Pablo II en la Audiencia General del 1º de Mayo de 1996
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