09/06/2025 – Desde lo alto del Calvario, Jesús nos entregó a su Madre como Madre de la Iglesia. Esta maternidad espiritual ilumina la vida de cada creyente y nos une como pueblo de Dios bajo su ternura y guía.
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa. Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed. Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne. Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. San Juan 19,25-34.
En el Evangelio de Juan (19,25-34), contemplamos a María junto a la cruz de su Hijo. Allí, Jesús pronuncia una de sus palabras más conmovedoras:
“Mujer, aquí tienes a tu hijo… Aquí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27).
Este gesto no fue solo un acto de consuelo: fue un acto fundacional. En Juan, el “discípulo amado”, estamos representados todos. Desde ese momento, María se convierte en Madre espiritual de la Iglesia y de cada uno de sus miembros.
María no es madre solo de Jesús, sino también de todos los que forman su Cuerpo Místico. Ella intercede, acompaña, educa, consuela y forma a cada creyente. Es madre en el orden de la gracia, cooperadora en la redención, como nos enseña la tradición de la Iglesia desde los primeros siglos.
El 21 de noviembre de 1964, durante la clausura de la tercera etapa del Concilio Vaticano II, San Pablo VI proclamó solemnemente a María como “Madre de la Iglesia”. Fue durante la promulgación de la Constitución Lumen Gentium, que en su capítulo VIII presenta una síntesis profunda sobre el papel de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia.
“Para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, proclamamos a María Santísima ‘Madre de la Iglesia’, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios” —Pablo VI
Este capítulo, llamado por el Papa “vértice y corona” de la constitución, expresa que no se puede comprender a la Iglesia sin la presencia viva y materna de María.
La maternidad de María no se limita al nacimiento de Cristo. Ella colabora activamente en la obra de la redención:
“Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios”.
Fe y docilidad a la Palabra
Obediencia generosa
Humildad y gratitud
Caridad atenta y solícita
Fortaleza en el dolor
Pureza y amor esponsal
Sabiduría, piedad, vigilancia maternal
María concibe a Jesús en Belén, pero nos da a luz a nosotros —la Iglesia— al pie de la cruz. En ese dolor inmenso, su corazón se convierte en cuna para todos los redimidos. Desde entonces, María acompaña el caminar de la Iglesia, alentándola en su fe, sosteniéndola en las pruebas y conduciéndola a Cristo.
Celebrar a María como Madre de la Iglesia es reconocer su presencia viva, activa y amorosa en nuestra historia. Es saber que no caminamos solos. Que en cada paso, en cada dificultad, tenemos una Madre que nos guía hacia su Hijo y nos abraza en su amor.
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