09/04/2022 – La hermana Mariella Zaletti, del Instituto de las Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia, desarrolla su servicio y apostolado en el Pequeño Cottolengo beato José Nascimbeni de Bahía Blanca (Buenos Aires). “Mis hermanas siempre buscaron mi mayor felicidad. Hoy ya tengo más de 30 años de vida religiosa. Cuando me formé me dieron mucha libertad,eso me encantó. Ir al Cottolengo era comprender todo, descubrir lo que originaba la alegría de mis compañeras”, afirmó la religiosa. Este es su testimonio de vida:
“Me llamo Mariella Zaletti. Soy religiosa de las Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia. Ingresé a la vida religiosa en 1991, con dieciocho años, a dos meses de haber terminado la secundaria. Nací en la ciudad de Bahía Blanca, sur de la provincia de Buenos Aires hace casi cincuenta años, en una familia muy normal: papá, mamá y cuatro hermanos más, todos menores. No fui a escuelas religiosas, sino que hice la primaria y la secundaria en escuelas públicas. Éramos pobres, por lo que trabajar y estudiar al mismo tiempo no era algo extraño. Eso nos hizo valorar mucho el estudio y el esfuerzo personal y familiar, y a no dar nada por descontado. Si queríamos algo, había que esforzarse, porque “Dios no viene con la canasta”, decían mis papás.
Mi inquietud vocacional surgió de una manera espontánea y así, como al paso, en mi adolescencia, después una época en la que, si veía un cura o una monja, me cruzaba de vereda. No me asustaban, pero tampoco era que me sentía a gusto cerca de ellos. Sí admiraba a las monjas que estaban en el Hospital Penna, de nuestra ciudad. Y me llamaban la atención sus risas y la normalidad en la que vivían. Una tarde las veía arreglando una manguera para regar las plantas y en otro momento las veíamos en la catequesis, o caminando por el barrio, repartiendo caramelos y medallitas. Al mismo tiempo que cuidaba a la mamá del párroco donde yo había la primera comunión, pude ponerme en contacto con esas hermanas. Yo me quería hacer monja enseguida, pero el padre Néstor Navarro, hoy obispo emérito del Alto Valle del Río Negro, me dijo que no, que era mejor terminar la secundaria y salir, y que mientras tanto, visitara y conociera a esas y otras hermanas. que fuera una “adolescente normal” y que escuchara a mi corazón, que Dios iba a hablar en él. Al terminar la secundaria y después de una misión en Formosa, entré en las Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia. En ese entonces, la casa de formación estaba acá, en Bahía Blanca, al lado del Pequeño Cottolengo Monseñor José Nascimbeni, de nuestra congregación. Ese era nuestro apostolado y, al mismo tiempo, nuestro lugar de discernimiento e inserción en una vida de servicio alegre y desinteresado.
En 1992 abrimos la casa de formación en Flores-Caballito. Allí hice mi noviciado y los primeros años de consagración. También estudié en el Seminario María Auxiliadora, de Almagro, y me formé como Enfermera Profesional, al mismo tiempo que profundizaba mi formación humana y espiritual en el Centro de Estudios Santo Tomás de Aquino, de los Padres Dominicos. Así fue hasta 1997, donde me destinaron, como enfermera, al Pequeño Cottolengo, de Bahía Blanca. De 1999 al 2003 estuve en el Hospital Italiano, también de Bahía Blanca, como enfermera de pediatría. De todas maneras, nunca me quedé sólo en el servicio de pediatría: me acercaba a cualquier persona enferma, a sus familias, al mismo personal de salud. Sobre todo, en los momentos más difíciles, como es la acompañar la muerte de un ser querido. Una experiencia muy fuerte para mí fue mi estadía en Italia, donde, después de dos meses profundizando mi formación religiosa y carismática, pasé un año y cuatro meses internada, donde me realizaron cinco cirugías por mis problemas en los huesos. Ahí pude sentir muchas de las sensaciones y experiencias de toda persona enferma: el no saber cuándo terminará todo, la incertidumbre de no saber cuándo regresaba a mi país o si iba a volver a caminar, el dolor y las noches de insomnio interminables. Como también tuve la fortuna, gracias a la Providencia, de conocer personas y lugares maravillosos, que hicieron lo imposible para que yo estuviera bien.
Entre los años 2004-2007 y 2009-2011 estuve destinada al Hogar “Laura Vicuña”, de San Martín de los Andes, Neuquén. Allí compartíamos nuestra vida con “lo que el turista no ve”: niñas y adolescentes en situación de extrema vulnerabilidad debido al abandono, la desnutrición, el abuso, el maltrato… Fue un lugar donde viví experiencias muy fuertes y enriquecedoras de amistad, de solidaridad, de contemplación, de lucha. Como Iglesia fue una visión totalmente nueva, al mismo tiempo que como religiosa crecí muchísimo en mi consagración y en la vivencia de una maternidad que se aprendía en el día a día y con cada mujer, niñas y adolescente, que se acercaba a pedir un consejo, una ayuda o, simplemente, un lugar donde cobijarse y un corazón abierto a la escucha. Volví a Bahía Blanca en el 2008, año que viví, serví y trabajé en el Hospital Interzonal Dr. José Penna. Fue vivir una pastoral el acompañamiento y de la salud que se hacía cercanía a muchas personas solas, alejadas de sus familias, y a un personal de salud que se la juega a día a día, a pesar de la escasez de medios y recursos. Finalmente, a fines del 2011 llegué al Pequeño Cottolengo Monseñor José Nascimbeni, “el jardín del cielo” (como le gusta decir a una de nuestras hermanas mayores), mi lugar en el mundo. Acá servimos y atendemos a 70 mujeres, niñas, adolescentes, adultas con discapacidades neurológicas y motoras graves. Cariñosamente, y sin desmerecer su dignidad, las llamamos “las nenas”, porque tienen alma de niñas. es cierto que pelean, se enojan o se mandan sus macanas, pero eso no les quita ni la inocencia ni la total confianza que ponen en quienes las atendemos, y que se trasluce en un amor sincero, abierto, si medias tintas.
En noviembre y diciembre del 2020 el covid-19 nos pegó muy fuerte. Perdimos 4 “nenas” y una hermana, nuestra Superiora Regional, que había venido a ayudarnos cuando empezó “la burbuja”. Pero fueron las mismas nenas quienes, una vez más, nos enseñaron a vivir las pérdidas como una nueva Pascua, y a dar gracias por el don de la vida que se renueva cada día y por la Providencia que se hizo presente en tantas, tantísimas personas que nos ayudaron material y espiritualmente. Como Pequeña Hermana de la Sagrada Familia comparto la fuerza del testimonio de santidad de nuestra con-fundadora, Madre María Dominga Mantovani que será canonizada en Roma el 15 de mayo de este año. Ese testimonio se hizo patente por los dos milagros que ocurrieron por su intercesión justo aquí, en Bahía Blanca. Un testimonio que es una proclamación que la vida vales y que es necesario apostar por ella, cuidándola, protegiéndola, acompañándola. Hoy por hoy, y a pesar de muchos sinsabores y amarguras vividas, de muchos dolores y pérdidas, soy feliz. Soy feliz como Pequeña Hermana de la Sagrada Familia. Soy feliz con la cotidianidad vivida en la pequeñez, en la alegría de los gestos sencillos, en la esperanza que se renueva en la oración. El ser feliz no me quita las lágrimas, pero estoy convencida de que son lluvia que riega mi rezar, mi trabajar, mi padecer de cada día. Y eso lo vivo al practicar deportes, al tocar la guitarra, al cantar con las nenas, al tratar con las personas. Porque sólo quien ama, y más si se siente amado por Dios y ama desde Dios, puede servir a la vida y yo me siento amada por Dios y por eso sirvo a la vida”.
Finalmente, la hermana Mariella compartió esta bella oración:
Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra
por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes
y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados,
y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo
y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón,
y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.
Señor, mi corazón no es ambicioso
ni mis ojos altaneros,
no pretendo grandezas que superan mi capacidad,
sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.
Esperá, Mariella, en el Señor,
ahora y por siempre.
Amén.
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