Orar desde el encuentro con Jesús – La Lectio Divina

viernes, 4 de marzo de 2011
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   “Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”.

Jn., 6, 68

 

Hoy nos vamos a detener sobre un aspecto de la oración que es clave para el desarrollo de la espiritualidad cristiana según el Concilio Vaticano II: la Palabra de Dios. En el eje, en el corazón, en las raíces de la espiritualidad, orar desde el encuentro con Jesús.

En el Evangelio de Juan, después de narrar que muchos de los discípulos, ante la expresión de Jesús “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida” (Jn. 6, 54-55) comenzaron a irse porque ese lenguaje resultaba muy duro de comprender. Pedro reacciona, y ante la pregunta de Jesús: «¿También ustedes quieren irse?»(Jn. 6, 67), dice: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna.»(Jn. 6, 68).

Esta expresión de Pedro refleja, identifica, nos pone en contacto con el anhelo profundo que hay en el corazón humano de encuentro con el Logos, la Palabra, la razón de ser que supera toda razón, el Principio, como dice Juan en el Prólogo de su Evangelio. Y hoy queremos hacer centro en torno a un método orante: la Lectio Divina, que es un modo de ejercitar la lectura orante de la Palabra.

La Lectio Divina, más que un método, es una experiencia de encuentro con el Señor. La dinámica interna de los pasos que sugiere no se agotan en el texto que leemos ni en el modo de hacerlo (que sería la metodología), sino que lo trasciende el encuentro con Jesús. Jesús que nos sale al encuentro en este modo orante de la Palabra.

 La Lectio Divina es un proceso de búsqueda del Señor, donde no entra únicamente lo intelectual, sino que es una vivencia de Dios en el hoy, el aquí, el ahora. Es la lectura orante de la Palabra, que nos invita a reconocer que no tiene sentido la simple lectura de la Palabra, si no dejamos que Ella venga a interpelarnos. Esto es posible por la presencia y la vida del Espíritu en el momento mismo del comienzo del encuentro orante con la Palabra. Partiendo de la Escritura, en el Espíritu Santo somos conducidos a un encuentro desde nuestras búsquedas más profundas en lo existencial. Las grandes preguntas, las situaciones de mayores heridas en nosotros, los caminos a recorrer, los desafíos a afrontar, todo aparece confrontado con la Palabra. Y la Palabra pone luz, no tanto racionalmente cuanto en la experiencia del encuentro con el Dios de la historia que guía todos y cada uno de los pasos de nuestra existencia, a quien nada se le escapa de las manos.

La Lectio Divina, como medio de la experiencia de Dios, nos lleva a trabajar desde el texto sobre nosotros mismos en la reflexión, en la meditación, en la contemplación, en la oración, en el compromiso. Varias preguntas nos surgen de esta lectura orante de la Palabra: ¿qué lugar ocupa la Palabra de Dios en tu espiritualidad?, ¿dónde aparece habitualmente el texto de la Palabra?, ¿cómo es que la Palabra te ha sorprendido en el camino de tu vida, moviéndote al encuentro con Jesús?

La Lectio Divina es un antiguo modo, muy practicado en este tiempo de distintas maneras y en distintas espacios de la vida eclesial, respondiendo a aquel llamado del Concilio Vaticano II de recuperar la espiritualidad del cristianismo desde el encuentro con el Señor en la Palabra. La Lectio Divina favorece este encuentro.

Como método, tiene momentos y pasos:

1) El primer momento es la lectura de la Palabra: tomamos el texto bíblico (por ej., “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”) y su lectura debe ser ya un momento orante, por lo que previamente hay que preparar el “clima” que rodea al encuentro, preparando los detalles: en qué lugar nos ubicamos, cuánto silencio hay en ese ambiente, cuánto tiempo nos dimos para ir a ese encuentro, si estamos apurados o no, con qué me inspiro para entrar en el lugar (por ejemplo con una canción, una oración, una velita y una imagen de la Virgen, o la Palabra abierta en mi atril). Una vez preparados esos detalles, ahora sí leemos el texto: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”. Y me impacta la expresión de Pedro. Y es suficiente como para quedarme con eso y todo el día rumiar con ella. Leer la Palabra, meditarla, rumiarla. San Ignacio tiene una consideración clara respecto a esto: allí donde uno encuentra sabor y gusto, ahí quedarse, porque no está en el mucho hablar lo que harta y satisface el alma, sino en el gustar interiormente lo que Dios nos comunica.

2) Meditación: ¿Cómo pasamos de la lectura de la Palabra a la meditación de la Palabra en ese rumiar? Gustando, diciéndola una y otra vez y viendo que implicancia tiene para mi vida. ¿A dónde voy? Tú tienes palabras de Vida eterna. ¿Cuántas veces voy a la búsqueda de otros alimentos, de otros descansos, de algún placer para satisfacer la interioridad, que no es la Palabra? ¿Cuántas veces me encierro en mi hobby y me olvido del mundo? ¿Cuántas veces dejo de ir al llamado de Dios que me dice vení, vengan a mí los que están afligidos y agobiados, que yo los aliviaré? ¿Cuántas veces en mi agobio o aflicción no es la Palabra la que calma mi ansia y mi sed? Y así, en ese rumiar, en ese ir sobre mi vida, voy meditando. Meditar en torno a la Palabra no es elucubrar, solamente vinculando palabra con palabra; sino que, dejando que la Palabra de Dios ilumine la contemplación, yo voy dejando que ésta impacte en mi vida, generándome una pregunta, y dejando básicamente que ella se deposite, en ese proceso de repetición y de rumiarla, sobre aquellos lugares donde quiere anidar, hasta que verdaderamente yo diga con Pedro, Señor, a dónde voy cuando Vos no estás, si estás lejos mío…?Cuando veo a los que no creen en Vos, me pregunto cómo hacen para vivir sin creer, qué es la vida sin Vos, y me duele que no crean. Señor, a dónde iremos, a dónde irá la humanidad si Vos no estás?

3) Oración: entonces allí comienza ya, de alguna manera en la meditación misma, a surgir un momento clave de la lectura orante de la Palabra, que es la oración, que después nos lleva sobre la vida.

La Palabra meditada, rumiada, se traduce en una oración donde uno responde a lo que Dios habla, en este diálogo sincero que toca la vida. Uno se va familiarizando en el trato de amistad con el Señor, y busca estar realmente un rato a solas con Él. En realidad, el encuentro orante con la Palabra es para esto, para que la vida y la Palabra se encuentren, en un diálogo de amistad y de compromiso que nos permita darle lugar a Dios en el protagonismo principal que quiere asumir respecto de nuestra vida. Y ubicarnos nosotros en sentido discipular detrás de Jesús, sorprendiéndonos en su mensaje y animándonos en fe a ir más allá de lo que iríamos solo si nos manejáramos con la razón, solo si especuláramos o defendiéramos nuestros intereses o solo si nos dejáramos llevar por lo que el mundo tiene como modelo de humanidad. La Palabra nos propone un nuevo modelo de humanidad: es la Palabra hecha carne, la Palabra que viene a recobrar a toda la humanidad en toda su dimensión, a entrar en todos los ámbitos de la vida y a establecerse en medio de nosotros como Palabra de Vida.

4) Contemplación: cuando avanzamos en la oración, y en el diálogo vamos aprendiendo a decir lo que la decodificación de la Palabra supone para nuestra vida, llega un punto donde las palabras sobran, donde el encuentro está centrado más claramente sobre la presencia; donde aparentemente un silencio gobierna el encuentro y, lejos de estar cerrándose la posibilidad de ahondar en lo que estamos encontrándonos, nos abrimos a otra dimensión, que es la gravitada por el misterio mismo: la contemplación. Va muy de la mano de la alabanza, en cuanto que ya no es la palabra -en la comunicación del vínculo- lo que determina la relación, sino el saber estarYa no encontrar modo de decirle a Dios lo que nos suscita su presencia y su decir, sino sencillamente, estar. En esto la alabanza y la contemplación se emparentan, porque la alabanza es cuando uno alaba y bendice a Dios en Sí mismo, porque ya no hay nada que hable mejor de Dios que Dios mismo, y uno se mete en Él en realidad cuando alaba. Cuando contempla, también. Entonces, es el silencio habitado por la Palabra, con toda la significación de su presencia y con todo lo que nos ha dicho, lo que nos mantiene estáticos, fuera de nosotros mismos a veces, y en Dios, definitivamente en Él. Y particularmente en su amor, con los frutos propios que supone la vida del Espíritu: paz, bondad, amabilidad, servicialidad, y mucho gozo, mucha alegría, mucho deseo despertado en Dios para ahondar en ese encuentro.

Acción – Compromiso: todo no termina aquí. Todo se traduce en una acción, porque la Palabra vino a habitar, y el hábitat de la Palabra en nosotros es eficaz. Esto lo dice claramente el centurión, cuando se encuentra con Jesús: Señor, di una Palabra y basta, mi criado se va a curar; tan solo di una Palabra y todo va a cambiar. La acción de la que hablamos no es un compromiso asumido a partir de una decisión tomada lejos de lo que Dios quiere obrar en nosotros mismos. La acción, que es el fruto final del proceso contemplativo, orante, rumiado, de la Palabra en el encuentro orante con ella, es la consecuencia de seguir la acción y la iniciativa que Dios ha tomado. Es acción sobre la acción. Es hacer sobre el hacer de Dios; es dejarnos llevar por el quehacer de Dios.

Hemos meditado, orado, rumiado la Palabra. Y en el rumiar y el meditar hemosdescubierto cómo Dios nos ha dicho en la oración que hay lugares en nuestra vida donde no siempre el alimento principal es Él, y que a veces en el agobio y en el cansancio no vamos a Él, nos quedamos en nosotros, o nos refugiamos en otros, en algún ídolo. Y el Señor que nos dice Yo quiero ser tu Señor. Entonces, concretametne, la acción del Señor es ésa: crecer Él en su Señorío. Y eso ¿qué le implica a mi vida? Ordenar las cosas en función de su Señorío. Por ejemplo, no puedo comenzar la mañana sin orar (no lo digo para todos… lo pienso para mí…). Mi primer acto de encuentro con el Señor debe ser la oración. Y después descubro, además, que al mediodía Dios me pide también un parate, no solamente para respirar profundo y tomar fuerza para lo que resta de la jornada, sino para decirle “Señor” de algún modo (en el servicio, en una pequeña oración, en una lectura).

La acción es fruto del proceso. No es una cosa que se yuxtapone, que se agrega al momento de lo vivido, sino que es fruto del camino recorrido en el momento orante con la Palabra.

 

Sin duda se necesita de una cierta disposición interior; y en el ejercicio, la disposición interior va creciendo. Esto es como trabajar la tierra; esta experiencia de ver crecer las plantas con mayor fuerza cuando les limpiamos lo que no sirve, les quitamos yuyos que le sacan fuerza, las abonamos bien. Así también la Palabra de Dios, que es como una semilla plantada en nuestra tierra, produce mejor fruto cuando se encuentra con nuestras mejores disposiciones: el silencio interior, la disposición al encuentro en la intimidad cuidando el detalle… Y le sumamos la actitud de humildad, la madre de todas las virtudes, donde se asienta toda nuestra vida y nuestra estructura interior. Porque la creaturidad, y la posibilidad de que Dios sea Señor en nuestro ser creatura, se ve reflejada en esta virtud. En la humildad nosotros nos hacemos tierra. Y la Palabra necesita la tierra para producir sus frutos. Cuando uno entra al encuentro con la Palabra, entra en el silencio, con sencillez, con humildad, como discípulo, para aprender; se pone de cara al Maestro. Orar en Jesús la Palabra, bajo la grandeza y la manifestación de Dios que nos ubica en lo que somos, sencillamente, ni más ni menos. La humildad es eso, la verdad, como dice Santa Teresa de Jesús. También ella indica que es el punto de arranque para el encuentro con el Señor. Cuando dice fijate con quién vas a hablar, quién con quién se encuentra, llamando al encuentro desde el vínculo en la presencia de Dios, sin dudas nos está exhortando a disponernos a orar desde el único lugar desde el que se puede orar: el corazón humilde, sencillo. Yo pondré en ése mi Palabra, dice el texto bíblico, en el sencillo, en el humilde, en el que se estremece frente a mi Palabra. La Palabra no se hace fecunda sino cuando encuentra y entra en un corazón humilde.

La presencia de María es una aliada fundamental para el encuentro orante con la Palabra de Dios. Porque María es la que, en la familiaridad de vínculo con nosotros, nos regala esta posibilidad, este poder orar desde la humildad, la sencillez, la pobreza, desde el reconocimiento de que solo Dios todo lo puede y que nada podemos si Él no actúa. Esta disposición interior es clave para poder leer la Palabra, meditarla, dialogar con el Señor después de haber rumiado sobre ella en la vida; y en un momento determinado encontrarnos con que las palabras sobran y entonces nos detenemos solo en el misterio, para gustar, gozar y disfrutar de una presencia que lo dice todo en el silencio, sin pronunciar palabras. Eso es la contemplación. Y, a partir de esa experiencia, animarnos a dejarle, una vez más, la iniciativa a Dios, para ir donde tenemos que ir, para cambiar lo que debemos cambiar, y el compromiso de acción. Todo eso, que es el proceso propio de la Lectio Divina, necesita una actitud básica: la del publicano pecador, que no se animaba a levantar la cabeza, y decía Señor, ten piedad de mí, soy un pecador. Solamente los que estamos heridos, con el corazón enfermo, merecemos esta presencia. El médico ha venido por nosotros. Dejemos que su presencia nos cure con su Palabra

 

Padre Javier Soteras