Orestes y Electra, hermanos de una venganza (efecto)

domingo, 3 de junio de 2012
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1.      La familia real 

Aquellos días que ya se han ido de este mundo cuentan que Orestes era el único hijo varón de la reina Clitemnestra y del rey Agamenón, el mismo que -durante diez años- comandó los ejércitos griegos para que pelearan en la Guerra de Troya,  intentando  rescatar a la hermosa Helena, la reina que había sido raptada.

Orestes siendo niño, creció en medio de la ausencia de su padre, del cual –de tanto en tanto, a lo largo de esos silenciosos años, algo supo de sus andanzas y ambición, mientras estaba fuera de su reino, conduciendo las tropas griegas en la guerra. Algunas noticias cruzaban el mar y llegaban, difusas. En la corte cobraban nueva vida transformándose en rumores, anécdotas y leyendas. 

A menudo el pequeño –cuando reparaba en su padre- se preguntaba cómo era posible dejar tanto tiempo a la familia y a todo su pueblo a la deriva. Un niño no puede consolidar su identidad sólo con un vago recuerdo de su padre. La mera memoria no alcanza para forjar profundas raíces familiares.

Sus hermanas crecieron igual: Ifigenia, Electra y Crisótemis. Cada una resolvió -como pudo- de modo personal, la constante ausencia de un padre lejano. Ese abandono era una lucha, aún peor, que la batalla que se libraba en los campos de combate de la guerra. Las contiendas interiores son más encarnizadas y sangrientas. 

Para Ifigenia -la lejanía paterna- era un verdadero sacrificio. Ella amaba preferencialmente a su padre. Electra, en cambio, sentía –por él- una extraña nostalgia dormida que cuando despertaba poseía toda la fuerza y la furia de las tormentas. Le daba rabia, no tanto la lejanía de su padre cuanto la conducta de su madre, en ausencia del rey. Crisótemis, por su parte, era indulgente, perdonaba todo y no protestaba por nada a pesar de lo difícil de las circunstancias. Tal vez fue la que mejor comprendió que su padre estaba cumpliendo con el deber de su patria y de su reino. Se estaba sacrificando por todos, aunque algunos decían que él sólo pemanecía detrás de la ambición de su propio sueño personal. ¡Vaya a saber: las acciones humanas tienen tantas motivaciones posibles como pasiones se albergan el corazón!

Por su parte, la reina, pasó por distintos momentos: el hambre acuciante de la soledad, la zozobra de la desesperanza, la ingratitud despreocupada del olvido y, por último, la decisión de no quedarse sola con sus hijos sino de buscar un nuevo compañero que la acompañara en sus infortunios. Después de todo, su esposo, casi se había olvidado de toda su prole. A pesar de ser reina, ella también era una madre abandonada con sus cuatro hijos. Una mujer sola viviendo en un mundo hostil y en una corte que la servía, pero en la que todos eran distantes y obsecuentes. Además las noticias que llegaban del otro lado del mar hablaban de los permisos licenciosos que todos los hombres se tomaban en la guerra. Esos privilegios no eximían de reemplazar hasta la misma reina. Los comentarios alcanzaban también al rey Agamenón. Ningún corazón soportaba largos años de guerra sin el descanso de alguna ternura que alivie y consuele el interior, renovando las fuerzas para seguir batallando en la lucha.  

Para un rey, no siempre lo primero era su familia. Hay hombres que lo postergaban todo por la pasión política, incluso sacrificaban hasta su propia sangre. Éste era un precio demasiado alto, sobre todo cuando el tiempo pasa y no puede volver atrás, ni recuperar lo que, alguna vez, se ha dejado.

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Cuando todos los reyes de Grecia partieron para la Guerra de Troya, el rey Egisto, no se sabe muy bien por qué, se quedó. Con el tiempo se acercó e intentó seducir a la reina Clitemnestra. Al principio ella lo rechazó, tanto por sus hijos como por los comentarios de la corte y las habladurías del reino que no verían bien que la reina consorte, en ausencia de su esposo, le fuera infiel.

El tiempo fue pasando y la guerra, prolongándose. Todo era un desierto en la corte y la reina, ante los continuos embates de Egisto, terminó cediendo y empezaron a vivir juntos en la corte, a la vista de todos, incluidos sus hijos, a quienes no les dio demasiadas explicaciones ya que el tiempo se encargaba de aclararlo todo. Si para los hombres la guerra era la justificación de muchas cosas no permitidas, ¿por qué no podría ser lo mismo para las mujeres?; ¿acaso la guerra y la muerte no trata a todos por igual?

Hubo cosas que, con el paso de los años y del tiempo, en medio de la brumosa distancia, empezaron a ser permitidas. La ausencia del rey casi no se diferenciaba de su muerte. En la guerra es muy posible que eso suceda. La cuestión era que la reina tenía un amante, por todos conocidos, el cual ocupaba el lugar del rey, quien era -nada menos- que su primo. Esto mucho no le importaba a la monarca. Después de todo, reina o no, en definitiva era sólo una mujer abandonada a su suerte, con la única compañía de sus hijos.

Cuando esto sucedió, Orestes –el único hijo varón- era aún pequeño y coincidió con el tiempo en que Ifigenia fue mandada a llamar por su padre para que se comprometiera con el máximo héroe de la Guerra de Troya: Aquiles. Ella se puso muy contenta por ese llamado de su padre que la convocaba desde lejos. Lo comunicó orgullosa a toda la corte. El pueblo se enteró y festejó el compromiso de la princesa. A su madre, le pareció extraño ese llamado del rey a su hija mayor; sin embargo, no lo impidió.  

Algunos cuentan que Ifigenia nunca se comprometió con Aquiles y que, en cambio, fue tomada, engañada y sacrificada por el mismo rey, su padre, a pedido de la diosa virgen de la caza, Artemisa. Esta versión es muy cruel para ser verdadera. No obstante, algunos la aseguran. Lo cierto es que Ifigenia no volvió ni al reino, ni a la corte. Su madre desolada, por otra nueva ausencia, aumentó la aversión para con su esposo ya que no sólo se había marchado durante los mejores años del crecimiento de sus hijos sino que sacrificó a toda su familia y –según cuentan testigos- lo hizo particularmente con una de sus hijas. Además, enmascaró esa abominable acción, diciendo que era un pedido divino. Sólo un padre enajenado podía alegar tal justificación. Los dioses nunca llegaron a la extrema crueldad de los sacrificios humanos.

Por su parte, la otra hija, Electra, estaba a favor de su padre. A ella no le gustaba nada el desprecio que su madre le hacía a su padre ausente. No soportaba la presencia del rey Egisto, le resultaba odiosa. De hecho se indignó con su madre y su amante cuando empezaron a convivir en la corte a la vista de todos. El resentimiento de Electra fue aumentando y comenzó a no tener punto de retorno. Su madre ciertamente era una mujer sola, abandonada por la obligación de un rey que tenía que cumplir con su patria. No obstante, esto no le permitía actuar de cualquier manera, pensaba Electra. Hay quienes resuelven su vida sin considerar las consecuencias para los demás, especialmente para con los más cercanos.

A Crisótemis, la otra hija, le daba igual que estuviera o no estuviera su padre y que su madre permaneciera sola o rehiciera su situación con el rey Egisto, el cual –según dicen- tenía también una historia personal y familiar algo compleja que no viene al caso, ahora detenerse en ella. Para la más joven de las hijas, todo estaba bien si los demás estaban bien. Algunos la creían superficial. No obstante, ella consideraba que no hay que preocuparse demasiado, ni tomar la vida tan gravemente. Después de todo, si es liviana y sin peso, se puede soportar mejor.

Muy a menudo la existencia nos ofrece todo a la vez, simultáneamente –lo doloroso y lo gozoso, lo lindo y lo feo- todo junto, sin que uno pueda elegir. Esto hace que el sufrimiento no sea tan terrible y que el disfrute no resulte tan enajenador. Todo está compensando ya que tiene su contrapeso. Cuando se experimentan, a la vez, las dos caras de la vida –la comedia y la tragedia- pareciera que el corazón, que es uno solo, se abriera y partiera. ¡Cuántas veces tenemos al unísono el displacer y el placer, sintiendo          –desgarrado- el interior partido y extenuado de tanto vivir!

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El tiempo pasó una y otra vez por el mismo lugar, trayendo -de vez en cuando- noticias de la guerra. Eran como ecos lejanos de un sueño que no se recordaba al despertar. Cuando el tiempo infatigable volvió a pasar por ese punto, coincidió con el regreso triunfal de Agamenón, el rey ausente después de unos prolongados y silenciosos diez años. Casi nadie ya lo esperaba en su reino, excepto Electra que –como hija perseverante- guardó fidelidad al recuerdo de su padre, defiendo su honor. El rey llegó exultante. Se presentó victorioso. Su orgullo consistía en haber incendiado y devastado a Troya, haciéndola arder y desaparecer para siempre.

En la corte, sin embargo, ese triunfo no fue festejado. Ninguna victoria vale diez años de distancia, silencio y ausencia del trono. El rey rápidamente comprobó que la familia era totalmente otra y, en parte, por la responsabilidad de él. Tampoco ningún triunfo es deseable si desaparece toda una ciudad, especialmente la legendaria y magnífica Troya que estaba hecha cenizas a la orilla de un mar que le regala agua salada para sus lágrimas. Muchos aún siguen lloraron la destrucción de Troya. Con ella, perdieron todo.

Cuando se le preguntó al rey por su hija Ifigenia, que él había mandado a buscar, fue bastante evasivo y aunque los ojos se le humedecieron afirmó que hacía muchos años que ya no tenía noticias de ella. Algunos supusieron que, entre las pérdidas de la guerra, el monarca contaba a Ifigenia.

También tuvo que disimular la sorpresa cuando la reina, totalmente despreocupada y hasta gozando del momento y la situación, lo saludó alegremente, como si lo hubiera visto ayer y le presentó al rey Egisto, su consorte, el primo hermano del mismísimo Agamenón. La sangre de la familia corría también por las venas del rey Egisto. El hecho de haber sido pariente de Agamenón debió haber sido otra ofensa a la afrenta de la infidelidad tan manifiesta y descaradamente asumida por la reina.

Sin embargo, el rey Agamenón no estaba en condiciones de cuestionar absolutamente nada después de tantos años de silencio y de la desaparición de Ifigenia, sin dar un fundamento plausible. Aunque todos sospechaban lo que algunas versiones decían. Nadie creía que el rey fuera capaz de pactar la muerte de su propia hija solamente para que los vientos soplaran en el mar a su favor y llegar así a Troya, tal como decían los soldados. Nadie en la corte quería creer eso. Todos recordaban la risa juvenil y franca de Ifigenia corriendo por los pasillos de la corte real. Era una joven llena de sueños y esperanzas.

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A su regreso, el rey Agamenón fue recibido amistosa y diplomáticamente, aunque sospechó que no era muy esperado. En su familia no resultaba grata su presencia y sus triunfos consistían sólo pequeñas victorias para él y un puñado de hombres cuyos nombres el tiempo olvidó pronto. Entre los suyos, ya se había convertido casi en un desconocido y un extranjero, un extraño que venía de lejos, con una corona que había sido usurpada y arrebatada. No obstante, se le ofreció en la corte un banquete y el pueblo tuvo también su fiesta. Lo que él no podía sospechar era que esa fiesta resultó más de despedida que de bienvenida. Durante el festejo, la reina Clitemnestra y el rey Egisto -que habían tenido suficiente tiempo en esos años para calcular todos los pasos exactos-  fríamente asesinaron al rey Agamenón.

Hay diferentes versiones del hecho. Algunos afirman que la reina, mientras estaba conversando cuando el rey Agamenón tomaba un baño en la pileta de mármol blanco del palacio, preparándose para la fiesta, lo asesinó con sus propias manos y con la complicidad del silencio de su amante. Otros dicen que lo hizo mientras lo ayudaba a vestirse para el agasajo y hay quienes sostienen que fue incluso durante el festejo. Algunos afirman que le clavó un puñal. Es cierto que para los menesteres del baño y la vestimenta del rey había muchos esclavos; sin embargo, la reina –con motivo de la prolongada ausencia del rey- manifestó que quería hacerlo ella personalmente como un gesto de condescendencia y amabilidad. Lo cierto es –más allá de la manera en que haya sido muerto- el rey Agamenón ciertamente fue asesinado.

También se comentaba que la reina Clitemnestra había decidido ser infiel a su marido ausente debido a que durante los prolongados años de ausencia se difundía la noticia de que todos los hombres    -que habían ido a la guerra- tomaron, con el tiempo, concubinas, incluido el rey Agamenón. De hecho, el rey Agamenón llegó acompañado de una enigmática mujer llamada Casandra, la cual era -nada menos- que hija del Rey de Troya, famosa por sus poderes adivinatorios. Algunos afirmaban que la traía como trofeo personal de su victoria y otros sostenían que era su amante ya que para ella ése fue el precio de sobrevivir a la destrucción de Troya. Toda su familia había sido asesinada, incluida la pareja real, sus padres. Si el rey Agamenón llegó a su reino con su amante, ¿acaso la reina Clitemnestra no podía presentar al suyo?, pensaban algunos. Sin embargo, tampoco Casandra fue bien recibida. Ella era un recordatorio viviente de Troya. De hecho, después de matar al rey Agamenón también mataron, sin piedad, a su amante.

A la reina Clitemnestra no le importó pasar a la historia como una mujer infiel, asesina de su marido y embaucadora de su amante a quien convirtió en cómplice para perpetrar el crimen. Ella sabía que sería odiada. Sin embargo, sentía que había mucha valentía y coraje cuando se puede asumir con paz los odios de quienes, inevitablemente, nos desprecian siempre.

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La hermana mayor de Orestes, Electra, al ver el enlace trágico que tuvieron los hechos, sintió temor. Mientras el pueblo se regocijaba por la victoria obtenida en Troya, la familia real se veía bañada en sangre y odio. Los ecos de la guerra, con sus fantasmas, habían llegado a la corte. 

Electra, se perturbó y se sintió profundamente conmovida al conocer la noticia del asesinato de su padre. Entre la ausencia de éste y su regreso, encontrando la muerte y no pudiendo disfrutar de la gloria merecida, experimentó una profunda tristeza junto con una incontenible y honda aversión a su madre y a su amante. 

Tomó entonces a su hermano, temiendo también por la vida del joven y lo envió – a escondidas de su madre-  al cuidado de su tío, el rey Estrofio.  Allí Orestes, en la corte de su pariente, pasó largos años junto con el hijo del rey, Pílades el cual llegó a ser compañero y amigo para toda la vida. A raíz de este hecho, cuando la reina Clitemnestra buscó a su hijo y no lo encontró, la princesa Electra se enfrentó a su madre. Adujo que ella ya no estaba dispuesta a seguir perdiendo hermanos. Primero había desaparecido Ifigenia y ahora no quería que su hermano también corriera la misma suerte, por eso ella misma y bajo su responsabilidad lo protegió y ocultó lejos. La reina Clitemnestra se enojó con Electra y, en venganza, la sometió a una situación servil en la misma corte, no le importó que fuera una princesa. A partir de entonces hizo trabajos de esclava. Así lo determinó la reina madre. 

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Con el paso del tiempo, un día llegó al reino, un extranjero, trayendo la noticia de que el joven Orestes había muerto en una carrera de carros. Vacilando en creer al mensajero, la reina Clitemnestra       -que hacía años que no sabía nada de su hijo varón- le pidió una confirmación del hecho. El mensajero aseguró que una expedición traía una urna con las cenizas de su hijo. Cuando la princesa Electra se enteró de la infausta noticia, se cubrió de luto su corazón. 

Electra, no sabía que ése era un falso mensaje. Un viejo servidor de la corte que había dejado pasar al mensajero, mirándolo atentamente, reconoció -en aquél joven de veinte años- que hacía de emisario a quien él mismo había conducido, muchos años antes a la corte del otro rey designado por la princesa Electra. La cual, con la ayuda de ese servidor, también pudo reconocer en los rasgos del recién llegado a su propio y querido hermano. 

Tras largo abrazo, los hermanos se alegraron de verse nuevamente. Orestes se quedó a vivir en la corte. Allí tuvo con su hermana largas conversaciones recuperando el tiempo pasado. La sombra del padre, primero ausente y luego muerto, siempre gravitaba entre ellos. Fue así como comenzó a tomar forma la  venganza de estos hermanos.

La reina Clitemnestra acogió de buen grado el regreso de su extrañado hijo. Aunque no podía frecuentar demasiado con él ya que los intereses del reino la tenían absorbida. Las consecuencias de la  guerra con Troya seguían teniendo impacto en las arcas del reino.

Orestes sintió cierta lejanía de su madre. Esa frialdad le valió a su hermana Electra para sembrar la sospecha en el corazón del joven y calcular juntos el fatal desenlace.  Había llegado el momento de saldar las cuentas pendientes con el honor de su padre, el rey Agamenón, asesinado por su propia esposa. 

Los dos hermanos de sangre comenzaron a ser hermanos de una venganza. Ya estaba en ellos la idea de eliminar a la madre asesina. La reina no podía liderar el pueblo con una memoria manchada por el adulterio y el crimen. Los hermanos se complotaron. Los dos hijos querían salvar la memoria de su padre. No importaba que para eso se convirtieran en matricidas.

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            La princesa Electra fue concibiendo el plan. Ella puso en marcha la idea para ejecutar el crimen y el príncipe Orestes aportó la fuerza para llevarlo a cabo. Él sentía que su hermana tenía una poderosa influencia sobre su actuar. Ella le compartió a su hermano las palabras que el mismo rey, su padre, le había compartido al regresar, la princesa le confió la debilidad del corazón de un hombre sin amor en medio de la guerra. Esas palabras, Electra las tomó como un testamento personal de su padre y las guardó añejándolas en su corazón hasta que llegara el tiempo oportuno de obrar.

2. Venganzas consumadas.

El príncipe Orestes finalmente cometió brutalmente el matricidio. Mató –por voluntad de los dioses, por influencia de su hermana o por decisión personal, no está muy claro- a su propia madre. Respecto al asesinato, las versiones son bien diversas. Tal vez en la misma corte se encargaron de otorgar diferentes sucesos del hecho ya que fue muy escandaloso y confuso para el pueblo que la familia real se fuera matando entre ellos: padres e hijos, esposos y amantes.

Hay muchos que comentaban que Orestes comprendió que era para él un deber sagrado vengar la muerte de su padre aunque consideraba espantoso el crimen del matricidio. Siendo consultado el famoso oráculo de Delfos, éste implacablemente respondió que el príncipe mataría a los dos autores del asesinato de su padre: su madre y el amante de ésta.

Orestes quedó perturbado por la respuesta del oráculo aunque consideró como un mandato divino de justicia, la venganza en favor de su padre. No sabía si tenía o si debía realizarlo. Sin embargo presintió que no se puede escapar del destino señalado por los dioses. Ningún mortal puede hacerlo. Además, las profecías, siempre se cumplen. 

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Fue entonces cuando, aún perturbado, el príncipe decidió ir al encuentro de la reina madre. Ella, al verlo, presintió un mal presagio cuando descubrió que, debajo de sus ropas, él traía una espada.  La reina Clitemnestra, al intuir su propósito, intentó moverlo a la piedad culpando al rey Agamenón por abandono e infidelidad. Como no pudo convencerlo, amenazó a su hijo con una tan poderosa como la profecía. Ella comprendió que -en el destierro- su hijo no la había perdonado y que, con el paso de los años, el desprecio había ido creciendo. Al ver a su hijo fuera de sí, la reina llamó a gritos a la guardia real, fue entonces cuando él descargó sobre ella el golpe mortal.

Fue tal la violencia y el impacto que el príncipe Orestes quedó totalmente conmocionado. Sintió que una especie de locura se adueñaba de su alma perturbada. Bañado de sangre y sudor, obnubilado en su mente, no satisfecho con la muerte de su madre, hizo lo mismo con el amante de la reina, el cual llegó al lugar acudiendo a los gritos de ella. Algunos dicen que primero lo mató a él y luego a ella. Lo cierto es que ese día, Orestes los mató a los dos. 

Cuando intentó salir huyendo rápidamente de los aposentos reales de la reina, dejando los cadáveres tirados en el piso, corriendo por la recámara de su madre, tomó casi instintivamente un espejo de metal pulido que era el preferido de su madre. Se lo acercó a su rostro. No pudo reconocerse. Las pasiones de su alma estaban tan a flor de piel que lo había transformado y transfigurado. Orestes no pudo reconocer a Orestes. Sólo alcanzó a ver -por primera y única vez- el rostro de un matricida, el mismo que, desde entonces, compartió con él los rasgos de su rostro. 

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También ha corrido otra versión, en la que se dice que Orestes no actuó solo. Se cuenta que al principio le repugnaba la idea de matar a su madre. Electra, su hermana, seguía envenenando su corazón con amargo resentimiento y acabó convenciéndolo de que el matricidio era inexorable en su destino. Sólo así podía llegar a ser un héroe para su pueblo: restaurando la memoria de su victorioso padre. 

El odio había transformado las facciones de Electra. El imaginarse a su madre bañada en sangre, la iluminaba de una salvaje pasión y alevosía. Orestes no podía reconocer en la mujer actual a la hermana de la infancia: ¿cómo es que el sufrimiento mal añejado, transformara tanto a las personas? 

Estaba meditando en eso cuando, de pronto, como por una fuerza superior, salió en busca del rey  Egisto, su tío y amante de su madre. Al encontrarlo, interiormente le venía a la cabeza  la escena de la muerte de su padre.  La intensidad de ese recuerdo le dio la decisión para matarlo. Cuando la reina Clitemnestra acudió al llamado de sus hijos, por los gritos de Egisto, encontró también la muerte por manos de Orestes.

Después de la muerte de ambos reyes hubo un gran silencio.

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La princesa Electra, por fin, se sintió satisfecha. Experimentó la perturbadora embriaguez de la venganza, surgida de años de silencio e impulsos instintivos como una pasión oscura, desalmada y ciega. Cuando la reina Clitemnestra cayó muerta, Electra la contempló despreciativa y salió hacia afuera, lejos del palacio y fue hacia el  túmulo de su padre, ese montón de tierra y piedras levantado sobre la tumba en la que reposaba el rey guerrero.

Allí estaba el difunto soberano, con su corona real, sus armas y algunas de sus principales pertenencias. Subida al túmulo, ejecutó, como enajenada, una desbordada danza de triunfo, mientras se reía a gritos, en tanto que su hermano, teñidas las manos de sangre, temblaba y lloraba. No sabía si esa crueldad que acaba de cometer era fruto exclusivo de su decisión libre o si en cambio era la voluntad divina expresada en el oráculo o simplemente una locura de complicidad con su hermana. Orestes no sólo que no podía entender lo que había hecho sino tampoco podía captar cuál era el móvil de sus acciones: ¿las pasiones humanas o los designios divinos?; ¿libertad o destino?

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Electra, con mirada extraviada, después de esa macabra danza, miraba el cielo ennegrecido. Todavía sucio de sangre, Orestes había ido donde se encontraba su hermana y descansó entristecido sobre su hombro, llorando. Ella, obstinada y fría, sólo sentía crueldad y seguridad, con el alma endurecida por el odio. Electra ya nada esperaba del futuro. Estaba saciada y, a la vez, vacía.

Los hermanos se mantenían tensos y callados. No se miraban a los ojos. Orestes ocultaba su  rostro con las manos. Un llanto seco y dolorido convulsionaba su pecho. Recordaba, una y otra vez, cuando perforaba con su espada el pecho de aquella que le había dado la vida. A partir de ese momento, no tuvo paz. Comenzó a estar perseguido, no sólo por los fantasmas de su madre y de su padre sino, además, por las diosas de la venganza, las llamadas Erinias, conocidas como las Furias, los espíritus de la noche que castigan con especial saña los crímenes de familia, las que nunca dejan impune cualquier trasgresión de los lazos familiares.

Esas diosas incansables perseguían a los culpables de los crímenes con el propósito de restablecer el orden y el equilibrio de la justicia, hostigándolos en su conciencia. Orestes erraba como vagabundo, deambulado por tierras lejanas, mientras sentía siempre, detrás de sus pasos, el andar acosador de las oscuras diosas que lo perseguían y atormentaban. Sus voces parecían estar dentro de su mente y su conciencia. Orestes ya nunca más consiguió la paz.

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Insomne y fatigado, Orestes llegó al templo de Delfos y se prosternó ante el altar del dios Apolo, divinidad de la profecía, la luz y la verdad. Allí temporalmente, se le dio una tregua. Bajo la protección del dios y consultando nuevamente al oráculo fue enviado a la ciudad de Atenas para ser juzgado por un consejo de nobles conocido como el Areópago, presidido por la diosa virgen de la sabiduría, Atenea. 

Los dioses del Olimpo se enteraron del hecho y bajaron a participar del debate. Allí, después de mucho intercambio de opiniones -entre el jurado, los dioses y el acusado- cansado del tormento de su conciencia y de trajinar sin dirección, Orestes –ante todos los presentes- se declaró a sí mismo culpable de matricidio.

El debate moral y existencial del caso del príncipe  Orestes estaba abierto: ¿era inocente o culpable? Algunos afirmaban inocente porque era solamente un instrumento de la voluntad divina ya que el dios Apolo, instigador de la venganza a través del oráculo, había determinado la muerte de la madre del príncipe, vengando así la sangre de su padre. Otros sostenían que era culpable porque por mano propia, había derramado la sangre de su progenitora y del amante de ésta. 

Fueron muchas las preguntas durante el juicio: ¿lo hizo por voluntad propia?; ¿tomó él personalmente la decisión o se dejó influir por el despecho y el odio de su hermana Electra?; ¿acaso alguien puede escapar del inexorable destino cuando éste está marcado?; ¿el joven, por más que quisiera, podía dejar de cumplir su misión y su camino?

Todas estas preguntas no tuvieron una sola respuesta. Ninguna fue una contestación sencilla. Los interrogantes generaban, a su vez, otros cuestionamientos aún mayores. Para algunos, todas las respuestas respondían a una sola pregunta. Para otros, simultáneamente todo lo que se exponía conformaba una sola visión del complejo problema. Mirado desde diversos ángulos lo que era considerado inocencia podía contemplarse como culpabilidad y viceversa. Además, lo que era visto como voluntad divina podía interpretarse como decisión humana. Incluso lo que era tomado como justicia podía ser valorado, desde otro lado, como venganza.

La verdad tiene muchos y complejos rostros simultáneos que hay que saber descubrir al unísono. No todo es tan claro, ni tiene fronteras demarcadas y precisas. No todo resulta “blanco” o “negro”, “bueno” o “malo”.  Los corazones divinos y humanos tienen una especie de mixtura que amalgama luces y sombras. También los dioses guardan su lado sombrío y los humanos, su lado luminoso. 

Los juicios morales suelen ser taxativos y pecar de muy limitados. Se pueden convertir en un prejuicioso “rótulo” con el cual clasificamos a los demás y diseccionamos, en fragmentos, la realidad con el sólo propósito de poderla comprender según nuestra medida. 

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El juicio se desarrolló en la corte del Areópago, en la colina de Ares, el dios de la guerra. El príncipe Orestes se sometió al juicio de los doce jueces atenienses designados. Las diosas Erinias eran las fiscales y  ejercían la acusación. El dios Apolo, el defensor. La diosa Atenea,  presidía el juicio, sentada en su tribunal.

Después de varios discursos, la diosa de la sabiduría y de la guerra justa,  hizo una exhortación al jurado para que cumpliera noblemente su papel. Este finalmente votó y dieron el veredicto: resultó un empate, lo cual confirmaba que el conflicto en cuestión no era tan simple de resolver.

La propia diosa Atenea, para desempatar, tuvo que emitir su voto, el cual fue decisivo. La misericordia prevaleció y la diosa proclamó que el príncipe Orestes quedaba absuelto. Según su fundamento, el destino de los padres no podía determinar, ni condenar las acciones de sus descendientes. Además, alegó que al hijo -en el destino manifestado por el oráculo-  le tocaba vengar al padre, y, de no hacerlo, acabaría igualmente contaminado también él por la mancha de los asesinos: su inercia hubiera equivalido a un crimen.

 En el transcurso del juicio, se supo que Orestes -cuando cumplió veinte años- se había encontrado con Electra ante la tumba del rey Agamenón. Ambos habían ido a rendir honras fúnebres y al  reconocerse  allí, después de tanto tiempo separados, se pusieron de acuerdo para que el muchacho pudiera vengar a su padre. Es así que el joven eliminó a su madre y al amante de ésta por orden del oráculo inspirado por el dios Apolo. Además, en todos sus actos, contó con el apoyo de su hermana Electra. Algunos consideraban a la princesa como la autora ideológica del crimen y su hermano, el autor material del mismo. Ella alegó que el dios Apolo, en razón de la justicia divina, había instigado, a través del oráculo, la muerte de la reina y su amante. A menudo, la justicia divina es tomada como venganza humana, dijo la princesa.  

El príncipeOrestes –debido a la intercesión de la diosa Atenea- fue exculpado y declarado inocente. Algunas de las diosas Erinias rehusaron aceptar lo que consideraban un veredicto benévolo y continuaron persiguiendo a Orestes. Desesperado, consultó nuevamente al oráculo de Delfos. En esta ocasión, se le advirtió que fuera hacia la tierra en que estaba la imagen sagrada de la diosa virgen de la caza, Artemisa. Orestes fue allí con su mejor amigo, el inseparable  Pílades.

El rey de aquél lugar enseguida los tomó prisioneros para sacrificarlos, según la cruel tradición de ese poblado de matar a todos los extranjeros que llegaran. Los llevó al santuario de la diosa para que la sacerdotisa del Templo los ofreciera en sacrificio. Allí, con gran sorpresa, Orestes descubrió que la sacerdotisa era -nada menos- que su hermana Ifigenia, a quien él creía sacrificada por su difunto padre y muerta hacía tiempo. Los dos hermanos se reconocieron y ella -engañando al rey del lugar- dijo que formaba parte del ritual que todos los prisioneros debían purificarse en las aguas sin que los habitantes de allí pudieran contemplarlos. Esta estrategia les permitió escapar a los tres con la imagen de la diosa.

Ante este desenlace inesperado y habiendo cumplido con el oráculo y con la voluntad de los dioses -Apolo, Atenea y Artemisa- Orestes –al fin- consiguió la tan anhelada paz. Las diosas Erinias aplacaron su ira al recibir  la promesa del tribunal de ser adoradas en la ciudad de Atenas donde se realizó la absolución de Orestes. Desde entonces a dichas diosas también se las conoce como Euménides que significa “benevolentes”. Las Erinias a partir de ese momento fueron diosas con un lado vengativo y otro misericordioso ya que la misericordia redime toda venganza.

Por último, la princesa Electra, también fue absuelta de su complicidad y se casó con Pìlades, el entrañable amigo de su hermano, Orestes.

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Pílades, ese compañero que siempre estuvo, desde niño, en las desventuras y en las dichas del príncip Orestese, solía recitar un poema que resumía toda la vida de su camarada:

“¡El puñal, el puñal, hermana mía!
Repudio la bebida que envenena;
no merece una muerte tan serena
quien supo asesinar a sangre fría.

El adulterio no merecería
castigo tan cruel; sólo enajena;
pero en mi mente sin cesar resuena
el grito de mi padre cada día.

Madre y amante en pacto tenebroso 
para arrancar la vida del esposo,
por el puñal del hijo han de morir.

Y si las Furias han de perseguirme, 
de lugar en lugar habré de irme,
pero nunca de mí tendré que huir”.[1]

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En algunas noches solitarias, el príncipe Orestes recordaba a su madre. Una mezcla de nostalgia y culpa lo invadía. Con el paso del tiempo, no la justificaba pero, al menos, podía ponerse un poco más en su lugar, sin juzgarla. Solían venir a su memoria las palabras que escuchó de su madre, sin que ella lo advirtiera, cuando su esposo, el rey Agamenón regresó a la corte creyendo encontrar la gloria entre los suyos. En  ese momento, la reina no era la misma persona que el rey había dejado. 

3. El arquetipo de Orestes

Orestes es el arquetipo de la venganza, la culpa, la persecución, la locura, la perturbación y la purificación. No sólo en la mitología griega aparece la fuerza poderosa y contradictoria de este arquetipo sino que en uno de los dramas más conocidos del autor inglés William Shakespeare (1564- 1616), existen notables coincidencias.

Hamlet, el príncipe de Dinamarca, por mandato del fantasma de su propio padre -el rey- que había sido asesinado por la reina y su amante, tiene –como hijo- que vengar la memoria de su progenitor matando a su madre Gertrudis y a su tío Claudio, el consorte de la reina adúltera. La pareja había perpetrado el crimen del difunto rey. Para llevar a cabo el mandato del difunto, Hamlet se hace pasar por loco y trama la venganza de su padre, convirtiéndose en el asesino de su madre.

Mientras que el príncipe Hamlet ejecuta la venganza mandado por la aparición de su padre muerto, el príncipe Orestes es propulsado por la fuerza del oráculo y el designio del dios Apolo. Ciertamente ambos cumplen con el cometido y lo hacen libremente, sin embargo, el destino -con sus inevitables designios- nunca puede eludirse.

Esto plantea un conflicto ético que, a la vez, resulta un cuestionamiento religioso. Es un dilema moral en el que interviene la propia decisión personal de los personajes. Simultáneamente se constituye en un interrogante religioso ya que aparece la fuerza del más allá, el destino, lo divino y lo trascendente, señalando un camino que pareciera determinado.

¿Las malas acciones son tales cuando vienen prescriptas inexorablemente?, ¿qué es lo bueno y lo malo?; ¿quién es inocente o culpable?: ¿libre o señalado para el cumplimiento ineludible de alguna acción?; ¿cuándo la venganza humana es justicia divina?; ¿cuánto mal es el que permite la divinidad y cuál es su propósito de ese permiso? Estos son algunos de los interrogantes que plantea la perturbadora historia de los hermanos Orestes y Electra.

La respuesta moral a estas preguntas no es tan sencilla. Estamos acostumbrados a ser reductivos en nuestros posicionamientos éticos. En la persona humana, lo bueno y lo malo coexisten en un mutuo intercambio de luces y sombras continuamente. La paradoja, la contradicción, la ambivalencia, la ambigüedad y la incoherencia son atributos de nuestra mortal condición. El trigo y la cizaña están en un mismo campo, nos recuerda Jesús en el Evangelio (cf. Mt 13,24-30). El alma humana tiene muchas complejidades y mixturas. La inocencia y la culpabilidad no son tan fáciles de determinar. Lo podemos comprobar en nosotros mismos y en el movimiento interno de nuestro espíritu y sus acciones.

            La lección de la historia de Orestes es notable: la diosa Atenea no se equivoca cuando opta por la misericordia. Para los creyentes cristianos, la Palabra de Dios afirma: “la misericordia triunfa sobre el juicio” (St 2,13). (Efecto eco)

Todos tenemos internamente que lidiar con nuestros ángeles y demonios. El ser humano es una unidad compleja. Nuestro mundo interior, está urdido de emociones y pasiones, sueños y utopías, esperanzas y fracasos. Nos encontramos habitados por nuestras propias luces y sombras. Tenemos tendencias constructivas de crecimiento y aspiración de felicidad como también fuerzas destructivas de que pueden llevarnos a muchas formas de involución y muerte. El viaje -rumbo al propio centro de nuestro ser- tiene muchos meandros. 

El amor y también su contrario, el odio, nos mueven. Las pasiones son el substrato del alma humana, generan reacciones afectivas, despertando y conjurando ángeles y demonios. Somos, a través de la experiencia del autoconocimiento, maestro y discípulo. El aprendizaje de nuestra vida y su experiencia es el mejor camino. El único al cual debemos volver siempre.

            Orestes nunca terminó de saber las respuestas definitivas a sus acuciantes preguntas. Jamás supo si sus acciones fueron totalmente deliberadas, o compelidas por las circunstancias, o influenciadas por su hermana, por el oráculo o el dictamen de los dioses. Los condicionamientos internos y externos se conjugan simultáneamente. Tal vez su actuar era todo eso junto. La única certeza que guardó fue la de ser fiel al propio camino y a sí mismo. Su vida fue su mensaje.

A menudo, a lo largo de toda la existencia, tenemos preguntas pendientes que no poseen respuestas inmediatas. Hay respuestas que nunca llegan. Al menos en este tiempo y en esta etapa de la vida. Hay que aprender a convivir con las preguntas. Ellas son motores que impulsan nuevas búsquedas.

            La sabiduría está más en la pregunta que en la respuesta. El camino, como la misma vida, queda abierto ante el interrogante. Las respuestas, muchas veces, cierran. Las preguntas -en cambio- siempre abren, despliegan nuevos pasos y esperanzas. Es bueno no tener siempre las respuestas. El maestro reconoce que sigue siendo discípulo porque guarda, en su interior, para sí y para otros, algunas preguntas inquietantes. Cada interrogante abre un nuevo paso.

            Hay que hacer es desplegar el corazón, romper la cerrazón y el hielo que haya dentro y ensayar una mirada distinta.

4. El arquetipo de Electra

El arquetipo de Electra ha generado -en la psicología profunda- lo que se dado en llamar el “complejo de Electra”término que designa la contrapartida femenina del complejo de Edipo. El de Electra consiste en la atracción afectiva de la niña hacia la figura del padre. Esto permite la maduración de la identidad psicológica de mujer desarrollando la conciencia de género.

            Es una especie de fijación afectiva o enamoramiento inconsciente hacia el padre, generando una rivalidad competitiva y celosa con la madre. Constituye una dinámica normal en el desarrollo y tiende a resolverse de forma natural. Si todo se elabora correctamente, la niña luego nuevamente busca la identificación con la madre a través de la imitación en la siguiente etapa.

            El  “primer amor” de toda niña es su padre. Para que el complejo de Electra se resuelva de forma adecuada, la niña debe asumir y elaborar su derrota, reconociendo que la madre es el amor primero de su padre. Esto le permite disponerse a nuevas relaciones y buscar otros amores. El complejo de Electra es la base de la socialización femenina.

            Muchas veces en los cuentos infantiles las niñas se identifican con la heroína y con sus sufrimientos, generalmente provocados por una madrastra malvada o una bruja, llena de celos y envidia, cuyo objetivo es poner trabas a la protagonista para impedir el amor de su “príncipe azul”. A veces aparece también un hada madrina –contrafigura de la madrastra, el lado sombrío de la madre- la cual colabora para superar los obstáculos y encantamientos. Esto se observa en la historia de la Cenicienta, Blanca Nieves y la Bella Durmiente, entre muchos otros relatos.

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            Ciertamente la familia del rey Agamenón, la reina Clitemnestra y sus hijos -Orestes, Electra, Ifigenia y Crisótemis- está lejos de ser una “familia modelo” a pesar de ser la familia real. Al igual que muchas familias de la actualidad, hay escándalos, odios, traiciones, adulterios y venganzas. En la historia que se ha contado pareciera que hay poco de bello y luminoso.

            Los esposos son infieles entre sí; la esposa mata a su legítimo esposo y a la amante de éste; dos de los hijos planean la venganza y el matricidio; la madre es ejecutada al igual que su amante; una de las hijas es entregada como sacrificio por el padre y otra vive, descomprometida, al margen de todo lo que brutalmente pasa a su alrededor, no toma partido por nada, ni por nadie. Se siente ajena. Lo más que hace es un intento de reconciliación entre los hijos y la madre que, finalmente, fracasa.

Todo en la familia está envuelto de muerte, sangre y homicidio. La venganza se realiza en nombre del honor y la justicia. El crimen -llevado públicamente a juicio- termina absuelto ya que el contexto de todos es tan turbio que condenar a uno solo, no basta. En este relato -hasta los dioses- muestran su lado sombrío, sobre todo el dios Apolo y la diosa Artemisa, el primero con el oráculo que se manifiesta y la última con el sacrificio que exige. Únicamente la diosa Atenea representa la cordura de la sabiduría y la misericordia del perdón.

            Lo más desconcertante de toda esta sangrienta narración que -como eco de la misma guerra de Troya- aparece otra batalla cuyo escenario está dentro de la corte. El plano divino está ambiguamente comprometido con los personajes, su destino y acciones: el oráculo de Delfos, el dios Apolo, la diosa Artemisa, la diosa Atenea y las diosas Erinias se encuentran todos involucrados en el drama, cada uno jugando su papel.

            El dios Apolo instiga al crimen; la diosa Artemisa reclama los sacrificios; las diosas Erinias vengan la sangre derramada y la diosa Atenea, absuelve. Se presentan todas las caras posibles de la divinidad: la oscura, la sombría y la luminosa. La venganza, la justicia y la misericordia.

            Los dioses griegos se revelan a menudo muy humanos, llenos de todas las pasiones que están en los corazones de los mortales. Son dioses falibles y contradictorios, oscuros y luminosos, crueles y bondadosos a la vez.

            Las divinidades griegas, al mostrarse a sí mismas, lo que están revelando es la humanidad en todas sus fases. A los dioses y a los seres humanos los une el destino, un designio señalado para cada uno. Ser fiel a sí mismo es cumplir con el propio camino. Hay que ser obediente y escuchar al propio corazón, con todo lo que éste encierra: luces y sombras, ángeles y demonios.

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            De la historia que se ha narrado surgen muchas preguntas: ¿el rey Agamenón cumplió con su patria como monarca, al darle a su pueblo la victoria sobre Troya, o se transformó en un esposo y un padre abandónico?; ¿la reina Clitemnestra fue una esposa y una madre dejada a su suerte o resultó una traidora infiel?; ¿el príncipe Orestes era un vengador justiciero o una víctima de las profecías?; ¿un héroe o un enajenado?; ¿la princesa Electra era una malvada resentida o una mujer que sufrió el abandono?; ¿la princesa Ifigenia terminó siendo víctima o victimaria?; ¿sacrificio o sacerdotisa?; ¿la princesa Crisótemis fue una mujer distraída de todo lo que pasaba a su alrededor que no quería comprometerse o simplemente estuvo temerosa de proceder y de perder la vida como sus padres?

            Todas estas preguntas hacen ver que los personajes no tienen un solo perfil. La historia se ve diversa según sea el ángulo desde la cual se cuente.  El que es malo puede ser, desde otro lugar, bueno. El que es un héroe puede ser también un perdedor. El que es un calculador vengativo puede ser, además, un violento impulsivo.

            Así sucede con las historias y con los corazones humanos. Pueden ser leídos y contemplados desde muchos lados a través de rostros polifacéticos. La verdad nunca es una sola o, en todo caso, si es una sola, lo es porque encierra muchos aspectos -en sí misma- como un abanico que se despliega o un prisma que descompone -en un espectro de colores- el rayo de luz.

            Muchas veces juzgamos a las personas y a sus decisiones demasiado rápidamente. El Evangelio nos recuerda: “sean misericordiosos como el Padre es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. ¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo? ¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: hermano, deja que te saque la paja de tu ojo sino no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano. No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos” (Lc 6, 36-37. 39-43). (Efecto eco).

            Tampoco podemos adjudicar a Dios la tentación para hacer el mal como creían los antiguos griegos. La Palabra de Dios, en la Carta del Apóstol Santiago, nos ilustra: “nadie, al ser tentado, diga que Dios lo tienta. Dios no puede ser tentar para el mal. No tienta a nadie. Cada uno es tentado por su propia concupiscencia, que lo atrae y lo seduce. La concupiscencia es madre del pecado, y éste, una vez cometido, engendra la muerte.” (1, 13-15). (Efecto eco).

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            La familia real cuya historia se ha narrado ciertamente no es la ideal, ¿y acaso quién tiene la “familia ideal”? La familia ideal es solamente eso: un ideal. El mismo Jesús -hablando de los distintos vínculos familiares- ha dicho unas palabras inquietantes que nos advierten que Él ha venido a poner la espada para que todos estén en contra de todos: ¿piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (12, 51-53). (Efecto eco).

            En este texto no aparece el Jesús de la unidad y de la paz sino el de la fractura y la división, el que provoca rupturas porque cada uno debe pronunciarse frente a Él de manera personal y única. No importa la opción que los otros, incluso los más cercanos, tomen.

            La paz de Jesús no es la ausencia de conflicto sino la determinación de una opción hecha desde la propia seguridad, no juzgando la elección de los demás.

            Tenemos que ser conscientes de nuestra propia singularidad frente a la opción por Jesús, ya sea de adhesión o de rechazo. Todos somos singularmente únicos, con nuestra luz y sombra interior, nuestra ambigüedad y contradicción. El mismo Señor dice de sí mismo que es un “signo de contradicción” (Lc 2, 34). La fe nunca es pacífica. Para ser coherentes tenemos que estar dispuestos a enfrentar nuestras más profundas contradicciones. Ser sabios es aceptar todo lo que somos y lo que hacemos, incluso lo que no nos gusta.

            Hay que aceptarse sin que eso sea conformismo e intentar madurar pese a todo. Hay que decirse a sí mismo: aunque todo conspire, voy a estar bien es una decisión. Ésa es una decisión que está al alcance de mí, ahora. 

Frases para pensar.

1.      Hay quienes resuelven su vida sin considerar las consecuencias para los demás, especialmente para los más cercanos.

2.      Muy a menudo la existencia nos ofrece todo a la vez, simultáneamente –lo doloroso y lo gozoso, lo lindo y lo feo- todo junto, sin que uno pueda elegir. 

3.      Cuando se experimentan, a la vez, las dos caras de la vida –la comedia y la tragedia- pareciera que el interior, que es uno solo, se abriera y partiera.

4.      ¡Cuántas veces tenemos al unísono el displacer y el placer, sintiendo –desgarrado- el corazón partido y extenuado de tanto vivir!

5.      La verdad tiene muchos y complejos rostros simultáneos que hay que saber descubrir al unísono. No todo resulta “blanco” o “negro”, “bueno” o “malo”. Los corazones tienen una especie de mixtura que amalgama luces y sombras.

6.      La misericordia redime toda venganza.

7.      Tenemos preguntas pendientes que no poseen respuestas inmediatas. Hay que aprender a convivir con las preguntas. Ellas son motores que impulsan nuevas búsquedas.

8.      La sabiduría está más en la pregunta que en la respuesta. Las preguntas, siempre abren, despliegan nuevos pasos y esperanzas. Es bueno no tener siempre las respuestas. 


[1] Francisco Álvarez Hidalgo,  Poema “Orestes”, Winnipeg, 22 de octubre de 1999.