Permanecer en la verdadera humildad (Teresa de Avila)

martes, 26 de julio de 2011
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 “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes.”

Juan 14,15-16

 

Este texto seguramente ha tomado el corazón de Teresa de Jesús, quien ha permanecido en la verdad. Desde muy pequeña, aspirando a lo eterno, se encontró con la verdadera humildad.

 

La humildad es andar en verdad

 

Dice ella en su autobiografía: “Me han pedido que ponga por escrito todos los favores que me ha hecho el Señor, aunque yo hubiera preferido escribir detalladamente sobre mis grandes pecados y mi vida ruin, pero esto no me lo han permitido. No sé quién leerá este relato de mi vida. Sea quien sea, tenga bien presente la bajeza de mi proceder.”

 

“Traté de consolarme con la vida de los santos, pero fue inútil. Ellos, una vez comenzado el seguimiento de Cristo, no lo volvían a ofender. Yo, no sólo volví a ser peor, sino que parecía que me empeñaba en resistir las gracias que me daba el Señor. Sea por siempre bendito Dios, que tanto me esperó y a quien todo mi corazón suplico me ayude para con claridad y absoluta verdad escriba lo que mis confesores me han mandado sobre mi vida. Que estas líneas sean para gloria y alabanzas del Señor y para que mis confesores, conociéndome de este modo mejor, ayuden a mi flaqueza, para que pueda servir mejor a Su Majestad, único merecedor de toda la gloria y alabanza, amén.”

 

Escribiendo respecto de su infancia, decía: “Si no hubiese sido tan ruin (tan poco a la altura de lo que Dios pedía), hubiera sido suficiente para ser buena el tener padres virtuosos y piadosos.” Y comienza a describir como era su familia: “Mi padre leía continuamente libros buenos y los ponía a nuestro alcance para que los leyéramos también nosotros, mis hermanos y yo. Mi madre cuidaba de que rezáramos y se preocupaba de que fuéramos devotos de la Virgen y de algunos santos. Mi padre era muy caritativo con los pobres y los enfermos y con los criados de la casa. Nunca nadie lo vio jurar ni murmurar. Era un hombre muy recto. Mi madre también fue de grandes virtudes y pasó la vida con grandes enfermedades. Siendo muy hermosa, nadie jamás notó que ella se preocupara de eso. Murió cristianamente a los treinta y tres años de edad.”

“Éramos tres hermanas y nueve hermanos. Todos, gracias a Dios, muy virtuosos, excepto yo, aunque era la más querida de mi padre. Era muy compañera de uno de mis hermanos, que tenía casi mi misma edad. Leíamos juntos vidas de santos. Al leer los martirios que habían padecido por Dios muchos de ellos, nos parecía que habían conseguido muy fácilmente ir a gozar de Dios para la otra vida. Yo deseaba también morir así, no por amor a Dios, sino por ir a disfrutar de inmediato de los grandes bienes del cielo. Y junto con este hermano hacíamos planes para conseguir el martirio. Iríamos a tierra de moros, para que allí nos cortaran la cabeza. Ahora veo que era el Señor quien nos daba ánimo en tan tierna edad. Nos asombraba mucho en aquella época el leer que tanto la condenación como la gloria son para siempre. Conversábamos mucho sobre eso y nos gustaba repetir muchas veces para siempre, siempre, siempre.

“El Señor quiso que me quedara impreso desde la infancia el camino de la verdad. Como vimos que era imposible ir a tierra de moros para que nos mataran por Dios, decidimos ser ermitaños. Y en un jardín que había en casa, tratamos de hacer pequeñas capillas con piedritas que se nos venían en seguida abajo. Al considerar ahora aquello, me da mucha devoción ver cómo me daba Dios tan tempranamente lo que yo perdí por mi culpa.”

“Recuerdo que cuando murió mi madre tenía yo doce años y muy afligida fui ante una imagen de la Virgen suplicándole con muchas lágrimas que Ella fuera mi Madre. Creo que aunque lo hice ingenuamente, me lo dio para siempre. Me he encomendado a Ella, me ha escuchado; en fin, me atrajo hacia sí.”

 

Teresa de Jesús empieza luego como a apartarse de Dios. En su biografía dice: “Comencé a leer libros de caballería y al mismo tiempo se me fueron enfriando los buenos deseos de antes. Comenzaron a faltarme las fuerzas para hacer el bien.” En realidad, en su relato se descubre que la muerte de su madre ha sido un golpe duro para Teresa, en su temprana edad y hasta su adolescencia.

“Me parecía que no estaba haciendo nada malo, empleando muchas horas del día y de noche en esas inútiles lecturas, y sin embargo leía a escondidas de mi padre. Había llegado a tal extremo que, si no tenía libro nuevo cada vez, me sentía muy infeliz. Comencé a usar adornos y a desear que me admiraran. Me arreglaba muy bien las manos y el peinado; también me perfumaba y cuidaba de cantidad de otras vanidades. Todo sin tener mala intención, pues no quería que nadie ofendiera a Dios por mi causa. Durante muchos años viví en esos cuidados, sin darme cuenta de lo malo que eran para mí. Tenía muchos primos y primas con los cuales tratábamos frecuentemente. De todas las buenas amistades que podía elegir, justo elegí la peor. Me encariñé con una parienta muy mundana que venía a menudo por casa. Pasaba a conversar por largo rato con ella de pasatiempos y vanidades, sin que llegara nunca a pecado grave y sin haber perdido el temor de Dios. Ahora me doy cuenta del daño que hace una mala compañía. Si no lo hubiera experimentado, no lo podría creer. Ojalá los padres se dieran cuenta del daño que hace a sus hijos una mala amistad. En mi caso personal, aquellas huecas conversaciones barrieron mis buenos deseos y mis inclinaciones que brotaran en mi infancia. Lo único que me preocupaba en ese entonces era mi propio honor y lo demás me tenía sin cuidado.”

“Mucho tiempo transcurría en pasatiempos y vanas conversaciones, hasta que mi padre, cuando yo tenía dieciséis años, me llevó a un convento para mi educación. Los primeros ocho días los pasé realmente muy mal, pero luego quedé más contenta que en mi propia casa, ya que en realidad estaba algo cansada de tantas vanidades. No había dejado de tener gran temor de Dios. En cuanto lo ofendía trataba de confesarme lo antes posible.”

“Aunque en aquel entonces me repugnaba el pensamiento de hacerme monja, sin embargo me alegraba ver tan buenas y piadosas monjas en ese lugar. Con su ejemplo y conversación, poco a poco volví al bien de la primera infancia. Me parece que el Señor andaba mirando por dónde atraerme de nuevo junto a su lado. ¡Bendito seas, Señor, que tanto me aguardaste!”

 

En el convento donde entró había una monja encargada de las alumnas, que según Teresa hablaba muy bien de las cosas de Dios. “Era muy discreta, y realmente era santa. Me daba mucho gusto oírla, y por su medio el Señor comenzó a darme luz. Su trato y su conversación fueron desterrando de mi corazón las malas costumbres que habían sembrado las malas compañías. Retornaban a mi mente aquellos buenos deseos de cosas eternas. Comenzó a desvanecerse la inquina que tenía contra la posibilidad de ser monja. Cuando veía que alguna se conmovía y llegaba a llorar en sus oraciones, sentía una gran envidia de ellas, porque yo tenía un corazón tan duro que, aunque leyera toda