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13/12/2016 – El adviento es tensión entre el Señor que ya está y que a la vez viene de una forma distinta. El Señor viene a darnos plenitud de vida, porque nos quiere salvar de todo lo que en nuestra vida por pecado o por distracción nos desvía del camino.
“Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4)
El Concilio Vaticano II, que nos ha dado una doctrina rica y universal sobre la Iglesia, atrajo nuestra atención también hacia la liturgia. A través de ésta no sólo conocemos qué es la Iglesia, sino que experimentamos día a día de qué vive. También nosotros vivimos de ella, pues somos Iglesia: “La liturgia… contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es característico de la Iglesia ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina” (Sacrosanctum Concilium, 2). Es una tensión permanente la que la iglesia vive entre lo humano y lo divino, estando en el mundo sin ser de él y al mismo tiempo siendo peregrina. La iglesia vive en tensión en el “ya sí, pero todavía no”. El Señor ya está y a la vez viene para llevar a su plenitud la creación. Esta tensión define el adviento.
La Iglesia ahora está viviendo el Adviento. Adviento significa “venida”: vino y está viniendo. La iglesia es misterio de Dios que está y viene. La iglesia está en el mundo y a la vez es peregrina y muestra el rostro del Dios invisible.
La liturgia del Adviento se funda principalmente en textos de los Profetas del Antiguo Testamento. En ella habla casi todos los días el Profeta Isaías. En la historia del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, él era un “intérprete” particular de la promesa que este pueblo había recibido de Dios hacía tiempo en la persona del fundador de su estirpe: Abraham. Como todos los demás profetas, y quizá más que todos, Isaías reforzaba en sus contemporáneos la fe en las promesas de Dios confirmadas por la Alianza al pie del Monte Sinaí. Inculcaba sobre todo perseverancia en la expectación y fidelidad: “Pueblo de Sión, el Señor vendrá a salvar a los pueblos y hará oír su voz majestuosa para dar gozo a vuestro corazón” (cf. Is 30, 19. 30). Esta voz de consuelo sale también al encuentro de los pueblos que peregrinan en este tiempo diciéndonos: “Ánimo, levantá la mirada. El Señor está cerca”. ¿Son malos los tiempos? Como decía Hurtado, seamos buenos nosotros y los tiempos serán mejores. El Señor nos quiere constructores de un mundo nuevo y eso depende de cuánta bondad, en expectante caminar con la mirada puesta en las promesas de Dios. Todo puede ser distinto porque llega la Navidad, y Dios sale a nuestro encuentro.
Cuando Cristo estaba en el mundo aludió una y otra vez a las palabras de Isaías. Decía claramente: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 21).
¿Por qué viene Dios? ¿Por qué quiere venir hasta el hombre, hasta la humanidad? Busquemos respuestas adecuadas a estas preguntas; y busquémoslas en los orígenes mismos, es decir, antes de que comenzara la historia del pueblo elegido. Las grandes respuestas al sentido de nuestra existencia tiene sus respuesta a la altura del corazón. Necesitamos adentrarnos en el corazón amante y misericordioso de Dios para buscar razones.
La liturgia del Adviento es de carácter histórico. La expectación de la venida del Ungido (Mesías) fue un proceso histórico. De hecho impregnó toda la historia de Israel, que fue elegido precisamente para preparar la venida del Salvador.
Por tanto, buscando una respuesta a la pregunta ¿”por qué” el Adviento?, debemos volver a leer otra vez atentamente toda la descripción de la creación del mundo y, en particular, de la creación del hombre. Es significativo cómo cada uno de los días de la creación terminan constatando “vio Dios ser bueno”. Y después de la creación del hombre: “…vio ser muy bueno”. Esta constatación se enlaza con la bendición de la creación y, sobre todo, con la bendición explícita del hombre.
Llegamos a fin de año y el Señor no quiere dejarnos con la manos vacias Viene a renacer en esta #Navidad Tu corazón es el pesaebre — Javier Luis Soteras (@Pjaviersoteras) 13 de diciembre de 2016
Llegamos a fin de año y el Señor no quiere dejarnos con la manos vacias Viene a renacer en esta #Navidad Tu corazón es el pesaebre
— Javier Luis Soteras (@Pjaviersoteras) 13 de diciembre de 2016
En toda esta descripción está ante nosotros un Dios que se complace en la verdad y en el bien, según la expresión de San Pablo (cf. 1 Cor 13, 6). Allí donde está la alegría que brota del bien, allí está el amor. Y sólo donde hay amor, existe la alegría que procede del bien. El libro del Génesis, desde los primeros capítulos, nos revela a Dios que es amor (si bien esta expresión la utilizará San Juan mucho más tarde). Es amor porque goza con el bien. Por consiguiente, la creación es a la vez donación auténtica: donde hay amor, hay don.
El libro del Génesis señala el comienzo de la existencia del mundo y del hombre. Al interpretarla, debemos ciertamente construir, como lo ha hecho Santo Tomás de Aquino, una consiguiente filosofía del ser, filosofía en la que quedará expresado el orden mismo de la existencia. Sin embargo, el libro del Génesis habla de la creación como don. Al crear el mundo visible, Dios es el donante, y el hombre es el que recibe el don. Es aquel para quien Dios crea el mundo visible, aquel a quien Dios introduce desde los comienzos no sólo en el orden de la existencia, sino también en el orden de la donación. El hecho de que el hombre es “imagen y semejanza” de Dios significa, entre otras cosas, que es capaz de recibir el don, que es sensible a este don y que es capaz de corresponder a él. Por esto precisamente establece Dios desde el principio con el hombre —y sólo con él— una alianza en libertad de donación: Dios se da y espera del hombre una respuesta semejante.
Por eso, este tiempo de adviento, en el que Dios vuelve a renovar su entrega, es tiempo para disponer el corazón y decirle a Dios que también nosotros estamos dispuestos a darnos. La fortaleza de nuestra condición está en vaciarnos de nosotros mismos para ser todo de Dios.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a una Catequesis del Papa Juan Pablo II el miércoles 13 de diciembre de 1978
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