Reconciliación y Eucaristía en el Padre Pío

lunes, 4 de julio de 2011
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 “Este es mi Cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria Mía. Después de la Cena hizo lo mismo con la copa diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza que está sellada con mi Sangre y que se derrama por ustedes”.

1.- Misterio Eucarístico

         “Desde las dos y treinta de la madrugada el Padre Pío se recogía en la oración para prepararse a vivir el Misterio Eucarístico. En la sacristía, mientras se revestía con los ornamentos sagrados, estaba absorto, casi ausente dicen algunos. Al tañido de la pequeña campana agitada por el sacristán se dirigía al altar. Avanzaba encorvado, cada vez más encorvado, como si fuera aplastado por el peso de lo invisible. Entraba el al altar del Señor y el rumor de la gente que estaba en la Iglesia cesaba. Durante el “Yo confieso”, los testigos dicen que era tan particularmente significativo el modo como con sus manos llagadas golpeaba su pecho que al pedir perdón por los pecados se sentía que era por sí mismo pero su pecho era golpeado para que llegara al corazón del mismo Dios que estaba en profunda comunión con el en amor por todos los pecadores. En la observación que muchos testigos traen de las misas en que participaban junto al padre Pío, se destaca como se sumergía en el texto de la Palabra, y como si una dulce miel estuviera el paladeando, recibía él el mensaje que las lecturas traían. Una invisible presencia lo deslumbraba, lo retenía, en un misterioso diálogo y que se podía percibir en los movimientos de los labios y en el asentimiento con la cabeza que hacía frente a lo que recibía en su corazón de la Palabra viva y eficaz. Estaba penetrado en el misterio de la redención. En más de una oportunidad rompía en llanto. Entre los sollozos muchas veces pronunciaba con dificultad la oración litúrgica. Encomendaba al creador a toda la humanidad, a los enfermos, a los pobres pecadores, a sus hijos espirituales con dificultades, por sus necesidades también ofrecía sus dolores. “Oren hermanos”, y con humildad, sintiéndose incómodo por haber pedido una oración por sí mismo, bajaba la mirada. El tiempo corría rápidamente pero el estaba como fuera del tiempo, como en sintonía con lo que la eternidad le acercaba del misterio que se repetía una y otra vez.”

Queremos pedirle al Señor en esta catequesis de hoy, la gracia de una profunda renovación en la Celebración del Misterio Pascual Eucarístico, a la luz de la vida de este gran testigo de la Eucaristía en su propia carne y en su modo de celebrarla, el padre Pío de Pietrelcina. ¿Cómo puedo mejorar el modo de participar en la Eucaristía? ¿Qué puedo hacer yo para que mi participación eucarística sea más conciente, más festiva, más alegre, más comprometida, entregada, vivenciada, más claramente compartida junto al Señor que se entrega de manera renovada en la Pascua?

“Los relatos cercanos a la vida del padre Pío en torno a la Eucaristía, que es donde concentraba particularmente todas sus fuerzas, dicen que acercaba sus labios a la hostia que sostenía entre sus dedos evocando lo que sucedió en la noche en la que el Redentor fue traicionado, con ternura infinita exclamaba: “Jesús, alimento de mi alma”. Tenía hambre y tenía sed del Cuerpo y la Sangre de Cristo y consciente de los límites, de la fragilidad de la naturaleza humana, repetía en voz alta: “Señor, no soy digno” Se golpeaba con la mano derecha el pecho. Escribió el padre Vicente Fresa: Aquellos golpes eran tan fuertes que uno se maravillaba, no se podía suponer que las manos llagadas estuvieran tan graves, que aquél pecho herido pudiera resistir golpes tan duros, tan profundos. El padre Pío, en ese momento, no deseaba otra cosa que saborear la dulzura del cuerpo inmaculado de Dios. Su rostro se iluminaba, se transfiguraba. Una indecible serenidad borraba todo signo de sufrimiento. El hambre, la sed de Jesús sacramentado, habiendo recibido las sagradas especies, en lugar de aplacarse, aumentaban, los latidos de su corazón tenían un ritmo más acelerado. Toda su persona, como si estuviese encendida, quemada por el fuego divino, inmóvil, como si estuviera sin vida, permanecía rezando con los ojos cerrados, hasta que alzando los brazos despedía a la asamblea. La oración de la misa del padre Pío no era solamente signo visible, tangible, expresión de Epifanía de su espiritualidad, por el contrario, era sobre todo fuente de su primer manantial. La suya no era solo una celebración del misterio Eucarístico sino una participación suya activa en la renovación del sacrificio del Señor.”

Contaba yo en otras oportunidad que cuando tuve la oportunidad de ir a San Giovanni Rotondo, junto a miembros de nuestra asociación, la presidenta Virginia, mi padre, Gabriela, que estando allí en el templo más chiquito, después se hizo uno más grande cuando toda esta corriente de espiritualidad fue creciendo, llegamos y había un olor a incienso muy particular. Pensábamos que había habido una adoración eucarística y que sencillamente se había incensado para poder celebrar en adoración el misterio eucarístico de Jesús, sin embargo preguntamos y eso no había ocurrido. Con nosotros iba una de las personas que nos acompañaba de uno de los grupos de oración del padre Pío y nos dice que algo muy particular estaba ocurriendo y nos señala al costado un alba que estaba toda con lonjas de sangre. Nos sorprendió y nos dimos cuenta que era de aquél lugar desde donde brotaba este olor a incienso que según el testimonio de muchos es uno de los signos de la presencia cercana del padre Pío a sus hijos, digámoslo así. En este sentido preguntamos que era aquello y nos relataron, mientras hacíamos un recorrido grande por todo el lugar de este bello santuario, que aquella era una de las albas donde se testificaba que la pasión de Cristo se repetía tal cuál mientras él celebraba la Eucaristía y sentía también en su cuerpo la flagelación por la que Jesús atravesaba. Era un alba marcada por la sangre, toda ella manchada por sangre, de haber participado también el padre Pío durante una eucaristía del misterio de la flagelación de Jesús antes de ser crucificado.

Una hija espiritual del padre Pío un día le preguntó: Padre, ¿qué es su misa? Y el le respondió: Es una combinación con la pasión de Jesús, todo lo que el Señor ha sufrido en su pasión, inadecuadamente lo sufro también yo cuánto es posible para una criatura humana, y ello sin méritos míos, solamente por su bondad. Conociendo la pasión de Jesús conocerán la mía. En la de Jesús encontrarán la mía. El padre Fresa estaba profundamente convencido de que si el padre Pío no hubiese sido sacerdote y más aún, si no hubiese celebrado misa, su presencia en el mundo habría sido echada de menos. Por el contrario, la celebración de la Eucaristía había, literalmente, transformado su existencia y la de los que compartían con él el misterio eucarístico. Cada uno renacía a la vida nueva luego de haber asistido a la misa del padre Pío. En cierta manera había logrado entender el inmenso valor del Sacrificio Eucarístico que se renueva en el altar día a día.

2.- Sacramento de la Reconciliación

Eran los dos grandes amores del padre Pío, el Misterio Eucarístico de Jesús, presente y vivo bajo las formas del pan y del vino, y el misterio de Jesús reconciliándonos desde la cruz a través del Sacramento de la Reconciliación. De una manera muy sencilla pero al mismo tiempo muy entregada, en el confesionario pasaba el largas horas, días enteros de mucha desolación espiritual que le surgía constatando la manera con la que los hombres corresponden mal a los favores del cielo. El decía: “La piedad no los ablanda, los beneficios no los atraen, los castigos no los doman, la dulzura los vuelve insolentes, la austeridad los pervierte, la prosperidad los vuelve engreídos, las asperezas los desesperan y ciegos, sordos, insensibles, ante cada nueva y más dulce invitación, ante cada nuevo y más atroz reproche de la piedad que podía liberarlos y convertirlos, no hacen otra cosa que confirmar su endurecimiento y hacer cada vez más densas sus tinieblas. Pensar que tantos quieren rápidamente justificar el mal en detrimento del Sumo Bien. Eso me aflige, me tortura, me martiriza, me desgasta la mente, me destroza el alma”. Sin embargo el padre Pío amaba a los pecadores como los ama Jesús. Se inclinaba, se agachaba, se acercaba ante el sufrimiento más profundo que hay en el corazón del hombre, el moral. Hasta el agotamiento lo hacía, no sólo de sus fuerzas físicas sino también en una especie de anonadamiento dictaminado por el amor, especialmente por la imitación de Jesús que siendo rico se hizo pobre, que todo lo tomó de la condición humana menos el pecado. El padre Pío no solo confesaba a los pecadores, quedando en cierto modo fuera del dinamismo de la Gracia sino que se sentía como metido dentro. Explicándolo con una metáfora: se transformaba en una especie de catalizador. Nosotros sabemos que un catalizador es el elemento ante cuya presencia se produce una reacción. La presencia del padre Pío movía de tal manera los corazones de la realidad del pecado donde el hombre permanecía y permanece esclavo de sí mismo, que rápidamente esto hacía que se atrajera hacia él a tantos pecadores, de tantas partes del mundo para confesarse y poder librarlo de las más duras de las esclavitudes, la del pecado.

Una de las características que identifica el sacramento de la Reconciliación en el padre Pío es la cardiognosis, es decir, el conocimiento profundo del corazón que Dios le daba de las personas que se acercaban a confesarse a él y de hecho, más de uno ha testificado que en el momento de acercarse a compartir con el padre Pío el dolor de sus pecados, a veces con esa condición que el pecado tiene de querer esconderse detrás de sí mismo y de ocultarse, el padre Pío rápidamente lo captaba y lo daba a conocer poniendo a la persona en evidencia frente a sí misma haciendo caer todo tipo de reacción negativa o de resistencia a la presencia de la gracia, esto hacía que muchas veces el padre Pío actuara con muchísima severidad. Es característico en los relatos que aparecen de su vida, la rudeza frente a quién no estaba suficientemente preparado para recibir el sacramento de la Reconciliación. El decía de sí mismo respecto de esto: Para mí Dios está siempre fijo en mi mente y estampado en el corazón, nunca lo pierdo de vista, admiro su belleza, su sonrisa, sus turbaciones, su misericordia, su espíritu de rigor y su justicia. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece con el mal y no entristecerse con él, y ver que Dios está a punto de descargar su ira? Para pararlo no hay otro modo ni otro remedio que levantar una mano para detener su brazo y la otra dirigirla instigando al hermano por un doble motivo: que haga a un lado el mal y que se aparte de aquél lugar donde se encuentra, ya que la mano de Dios está lista para descargarse sobre él. ¡Ay de mí! ¡Cuántas veces por los hermanos, para no decir siempre, me ha tocado decirle a Dios junto con Moisés: o perdonas a este pueblo o bórrame del libro de la vida!

En más de una oportunidad el padre Pío negó la absolución y un hermano de la comunidad le dijo no estar de acuerdo con ese modo suyo de obrar frente a los penitentes. El padre Pío le contestó: “si supieras cuánto sufro cuando tengo que negar la absolución. Sabes qué, es mejor ser reprendido por un hombre en esta tierra que por Dios en toda la vida”. Todos los que experimentaban la amargura de ser despedidos sin la absolución, inevitablemente, seguidos por las oraciones del padre Pío, eran presos de un profundo arrepentimiento, no tenían paz, vivían en un estado de continua e insoportable agitación que cesaba solamente cuando luego de una radicalidad en el cambio de vida y una total conversión volvían al padre sinceramente arrepentidos. Su llanto de dolor y de vida arrepentida se transformaba en un gesto profundo de alegría. Entonces, el padre Pío era infinitamente dulce, tierno, y con voz solemne, paterna, pronunciaba la ansiada fórmula: “yo te absuelvo”.

Éste método tan particularmente suyo no podía ni puede ser imitado. Y lo admitió el mismo padre Pío ante un sacerdote amigo que había alejado de su confesionario a un hombre sin absolución y le dijo: usted no puede hacer lo que yo hago. Con mucha claridad expresaba él esto a quiénes querían hacer cosas semejantes a las suyas. Una vez maltrató a una persona, el hermano que lo acompañaba le hizo la siguiente observación: Padre Pío, ha matado a aquella alma. El respondió, no, la habría estrechado en mi corazón. Alguno le preguntó por qué trataba a los penitentes de este modo y el padre Pío explicó: Quito lo viejo y pongo lo nuevo, luego agregó a modo de refrán: mazazos y panecillos hacen bellos a mis hijos.

Decía el padre Pío a uno de sus amigos: “Si supieras cuánto cuesta un alma”. A algunos de sus hijos espirituales les afirmaba esto en más de una oportunidad y luego agregaba: “Las almas no son regaladas, se compran. Ustedes ignoran cuánto le costó a Jesús, bien, con la misma moneda es necesario pagarlas”.

En esto de pagar para ganar un alma cuando decíamos en la reflexión que compartíamos ya casi al final de nuestro encuentro, la película del padre Pío presenta en una de esas noches de combate espiritual frente a las fuerzas del mal que buscaban siempre derribarlo del camino o robarle el fervor con el que habitualmente el celebraba la eucaristía y participaba en todo su ministerio, en particular el confesionario, en una de esas noches quedó muy pero muy mal tratado, hasta lastimado físicamente por aquél combate, y cuando los hermanos intentaron retenerlo para que no fuera a celebrar la misa el dijo que no, que tenía que celebrarla más que por testarudez, por certeza de que faltaba un último tramo en un combate muy especial que el llevaba adelante y que tenía que ver con una liberación de una persona que estaba poseída diabólicamente. De hecho así fue, cuando salió a celebrar la misa, esta persona estaba fuera del templo y el sin haberla visto pidió que la hicieran pasar sabiendo que estaba allí, y cuando entró en todo ese modo agresivo con la que la fuerza del mal atenta contra el que ataca lo insultaba y riéndose le decía: pensé que no te ibas a levantar. Lo decía la fuerza del mal. Al final el padre Pío dijo que la dejaran tranquila a esta Persona poseída, el celebra la misa y en un momento determinado, ya después de comulgar las personas, invita a que la hagan pasar adelante y ahí hace la oración de liberación y la persona sin darse cuenta vuelve a estar en sí misma y comienza todo un camino de novedad en Cristo, de seguimiento en Jesús, esto es por esto de “Cuánto cuesta” y por eso también aquello de Teresita del Niño Jesús, a quién venimos acompañando por estos días, que lo que cuesta, cuando nosotros tenemos alguna cosa que verdaderamente nos resulta difícil, compleja, no entendemos modos de cómo abordarlo, de lo personal, de lo que tenemos que trabajar, de las dificultades del ambiente en el que nos movemos, de las situaciones que nos tocan vivir y que nos duelen, las personales y las familiares, las sociales, y cuando estamos particularmente en espíritu de desolación o de oscuridad, es bueno dejarnos guiar por aquello que Teresita decía era lo que levantaba en vuelo y en tránsito la vela de su corazón y de su vida: la caridad. Y tener un gesto de amor en medio de esos momentos complicados y hacerlo y ofrecerlo también por las personas a las que amamos y por las que a veces no conocemos pero necesitan de la misericordia de Dios, tiende a ponernos en comunión con esto que el padre Pío nos invita a reflexionar sobre el valor de la entrega y del sacrificio sencillo, humilde y de corazón en unión y comunión con el único que es capaz de verdaderamente sacarnos de la oscuridad y de la muerte, que es Jesús. Toda entrega y ofrenda hecha en Cristo tiene este valor de comunión con él que es el que hace verdaderamente la obra de redención. Por eso no hay que desaprovechar ni un segundo, ni un minuto de la vida para entregárselo y ofrecérselo al Señor que hace la obra de redención del mundo y nosotros sencillamente completamos lo que falta a lo suyo en la entrega y ofrenda de la nuestra. Cuando no estamos del todo bien y lo hacemos sólo guiados por el amor, y cuando estamos bien y también lo hacemos guiados por esa misma fuerza que nos pone en comunión con él y los hermanos.

 

 

Padre Javier Luís Soteras