Renovados en la fe

miércoles, 14 de noviembre de 2012
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Hoy comenzamos un ciclo de catequesis, en el marco del año de la fe, que se desarrollará en torno a las Sagradas Escrituras, a los Testigos de la fe (los santos), a las enseñanzas del Magisterio y de los Padres de la Iglesia, y en particular las enseñanzas de Benedicto XVI que vayan surgiendo -entre otros, el documento que se habrá de promulgar tras el Sínodo de Obispos-. Éste será el camino que seguiremos.

Hoy reflexionaremos sobre el texto de Benedicto XVI del 17 de octubre del 2012[1], que yo titulo “Renovados en la fe”. Desde mi perspectiva, Benedicto XVI propone en una primera parte una fe que humaniza; en un segundo momento la centralidad del kerigma en el camino de la renovación de la fe; y renovarnos desde el Credo.

 

Una fe que humaniza

 

Humanizar implica mejorar tu calidad de vida, desde lo anímico, lo vincular, lo laboral, lo social, la dimensión orante y trascendente de tu vida, el cuidado de tu persona.

Con la carta apostólica Porta Fidei, Benedicto XVI[2] ha dado comienzo al Año de la Fe, “para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo; reavive la alegría de caminar por el camino que nos ha indicado; y testimonie de modo concreto la fuerza transformadora de la fe. La celebración de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II es una ocasión importante para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para reforzar la pertenencia a la Iglesia, «maestra de humanidad», que, a través del anuncio de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad, nos guía a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.”

En realidad, la posibilidad de humanizar nuestra vida en el encuentro con Cristo vivo nace de la riqueza de la confluencia de estas dos realidades, aparentemente distantes, y que en Cristo se hacen una: Dios y el hombre.

“Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva”; y como dan a entender los Obispos en América Latina, en el Documento de Aparecida, Cristo ha seducido de tal manera nuestra vida que nada hay más importante que el encuentro con Él, que ha fascinado nuestra vida.

La vida de Cristo en nosotros “nos transforma en profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios.” Soy un sueño de Dios proyectado sobre la realidad, y esta realidad que soy como hijo de Dios es un bien para mis hermanos y para gloria de Dios: somos un regalo de Dios para los otros. El encuentro con Jesús es lo que nos permite tener esta perspectiva de la dimensión de quiénes somos. Y cuando entramos en esta perspectiva de trascendencia es cuando la vida más profundamente se humaniza.

“El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, de día en día, a mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no es un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, el área del saber intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia verdaderamente todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser peregrinos hacia la Patria celestial.”

“Pero —nos preguntamos— ¿la fe es verdaderamente la fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O es sólo uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser el determinante que la involucra totalmente? Con las catequesis de este Año de la fe querríamos hacer un camino para reforzar o reencontrar la alegría de la fe, comprendiendo que ésta no es algo ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y donándose Él mismo en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud del hombre.”

Y, la verdad sea dicha, lo que transforma y hace nuevas todas las cosas es esta presencia personal de amor de Jesús en nosotros, por el don del Espíritu Santo.

“Hoy es necesario subrayarlo con claridad —mientras las transformaciones culturales en curso muestran con frecuencia tantas formas de barbarie que llegan bajo el signo de «conquistas de civilización»—: la fe afirma que no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios.”

 

La centralidad del kerigma

En el camino de la fe hay un centro, un eje en el que Dios nos convoca. A esta centralidad del mensaje le llamamos kerigma.

“Dios se ha revelado con palabras y obras en toda una larga historia de amistad con el hombre”. Y yo diría que el orden podríamos modificarlo: son obras que se explican con palabras, Dios actúa y explica su accionar. Aunque también hay que decirlo: cuando Dios dice, su decir es un hacer. En este sentido, la Palabra tiene un peso de transformación, que tal vez nosotros hemos desdibujado. Dios ha querido darse a entender a sí mismo como Palabra, se ha revelado con palabras, Él es la Palabra. Y las obras con las que Dios actúa desde el ser Palabra, hacen que la realidad toda, a partir de esa presencia suya, se transforme. Dios se ha revelado con Palabra y obras, en una larga amistad con nosotros, “que culmina en la encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de muerte y resurrección. Dios no sólo se ha revelado en la historia de un pueblo, no sólo ha hablado por medio de los profetas, sino que ha traspasado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como hombre, a fin de que pudiéramos encontrarle y escucharle.” Ha venido a habitar en medio nuestro; su hábitat ha cambiado nuestro paisaje. Esto es lo maravilloso del misterio de la Encarnación: ha hecho de nuestro suelo un espacio nuevo y todo comienza a ser distinto, gracias a esta presencia amiga con la que Dios ha querido quedarse con nosotros. “Y el anuncio del Evangelio de la salvación se difundió desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha hecho portadora de una nueva esperanza sólida: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, Salvador del mundo, que está sentado a la derecha del Padre y es el juez de vivos y muertos.” El cielo y la tierra se han encontrado. Los distintos forman parte de un mismo escenario. Esto es lo maravilloso, y el gran don de la unidad y de la reconciliación: el misterio de Dios que juntó los opuestos. “Éste es el kerigma, el anuncio central y rompedor de la fe.” Decimos rompedor porque rompe toda capacidad humana de comprensión, de racionalización, y nos abre a una nueva dimensión. Es la “regla de la fe”, que nos invita a adherir a esto que se nos propone, sencillamente porque Dios nos lo propone; no hay otro gran motivo para decir “creo”, sino por esta presencia de autoridad seductora con la que Dios se pone propositivamente en medio de nosotros, invitándonos a adherir a su Persona. En este lugar, la vida se transforma y se humaniza.

 

Renovarnos desde el Credo

“Hoy necesitamos que el Credo sea mejor conocido, comprendido y orado. Sobre todo es importante que el Credo sea, por así decirlo, «reconocido». Conocer, de hecho, podría ser una operación solamente intelectual, mientras que «reconocer» quiere significar la necesidad de descubrir el vínculo profundo entre las verdades que profesamos en el Credo y nuestra existencia cotidiana a fin de que estas verdades sean verdadera y concretamente —como siempre lo han sido— luz para los pasos de nuestro vivir, agua que rocía las sequedades de nuestro camino, vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se injerta la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.

No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente cierta para una catequesis renovada, se asentara sobre el Credo. Se trató de confirmar y custodiar este núcleo central de las verdades de la fe, expresándolo en un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro tiempo, a nosotros.”

¿Cómo se hace para vivirlo, orarlo, conocerlo? Sencillamente, actualizarnos en la expresión creyente día a día y hacer actos de fe desde el Credo. Por ejemplo, tomo la expresión “Creo en Dios, Padre”, y me quedo rumiando esto: la pertenencia filial a un Dios que no es un extraño, que no es una idea, que no es un cúmulo de verdades, sino que es una Persona, que ejerce sobre mi persona y los míos la presencia y la vivencia de la paternidad. Posiblemente al rumiar esa frase, me encuentre con algún costado del ejercicio de la paternidad en mi vida que no haya sido muy sano, y entonces tendré que superar, trascender mi experiencia existencial de paternidad y referenciarme a alguna figura paterna más sana de la que yo pueda haber tenido, y a partir de allí, pensar y proyectar toda mi persona y mi ser sobre Alguien que es Dios, que es Padre, más que el mejor de los padres que puedo haber conocido. Y en ese lugar me quedo y descanso, me recreo, reposo y al mismo tiempo recibo la gracia de protección, de cuidado, de providencia con que el Padre, mi Padre Dios viene a obrar en mí. Esto es orar, y no solamente conocer, sino reconocer, vivenciar y profundizar el Credo.

Padre Javier Soteras



[1] Se puede leer el texto completo de la Audiencia General del miércoles 17/10/2012 en el siguiente link: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2012/documents/hf_ben-xvi_aud_20121017_sp.html

[2] A partir de aquí, lo que está entre comillas es cita textual de la Audiencia General del Papa Benedicto XVI del 17/10/2012.