16/06/2020 – En el Evangelio de hoy Jesús nos invita a la misericordia, que inlcuye el amor a los enemigos, a los que nos hicieron daño, a los que consideramos que estan del otros lado. Jesús nos dice que todos estamos del mismos lado. Todos formamos parte de un mismo misterio, de un proyecto común.
La misericordia se hace urgente en el mundo en el que vivimos, un mundo que está como fraccionado en pedacitos. Cada vez que nosotros tenemos un gesto de misericordia, el mundo es reconstruido, un pedacito de este mundo resquebrajado es sanado.
Tu amor misericordioso tiene fuerza transformadora. ¿No te alcanza con tu fuerza? Míralo a Jesús y aprendé del amor del Padre. Le pidamos a Él el don de la misericordia y veremos cómo lo imposible se vuelve posible.
Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo. San Mateo 5,43-48.
Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.
San Mateo 5,43-48.
Lo primero que estamos llamados a hacer por quienes consideramos nuestros enemigos, es pedir por ellos. Seguramente no es fácil. Requiere decisión permitir que aquellos que nos odian o quienes son hostiles a nosotros ingresen a lo más íntimo de nuestro corazón. Las personas que nos hacen la vida difícil, quienes nos han decepcionado, nos han lastimado o inclusive dañado, apenas hallarán lugar en nuestro corazón. Pero cada vez que superemos este rechazo y estemos dispuestos a escuchar el grito de ayuda de quienes nos persiguen, reconoceremos también en ellos a nuestros hermanos.
Invocar perdón para nuestros enemigos es, por lo tanto, un verdadero acontecimiento de reconciliación. Es imposible elevar a nuestros enemigos a la presencia de Dios y continuar odiándolos. La oración transforma al adversario en un amigo, y representa así el primer paso hacia una nueva relación. No existe, por cierto, oración más poderosa que la invocación por ellos. Pero es también la oración más difícil, ya que nos resistimos intensamente a ella. Esto explica porqué ciertos santos consideran a la oración a favor de nuestros enemigos como la característica principal de la santidad.
Si deseas aprender el amor de Dios, debes comenzar por rezar por tus adversarios. No es tan fácil como parece, ya que rezar por una persona significa desearle lo mejor. No es en modo alguno fácil. Y sin embargo, siempre que reces auténticamente por él sentirás que tu corazón se renueva. Pronto notarás que a través de tu oración, tu adversario se convierte en un semejante tan amado por Dios, como tú mismo. De esta forma, desaparecerán los muros divisorios que habías construido entre tú y él. Tú corazón se vuelve más profundo, más amplio; se abre más y más frente a todas las personas que, gracias al amor de Dios, viven en esta tierra.
Un camino concreto hacia el amor es la oración por el enemigo. Nos demuestra que, a los ojos de Dios, no somos ni más ni menos dignos de amor que cualquier otra persona. Nos brinda la conciencia de una profunda solidaridad con todas las personas, y nos conduce hacia un sentimiento universal de solidaridad. Nos da un corazón que no conoce la violencia. Descubrimos que ya no podemos sentir rencor hacia las personas por quienes hemos rezado honestamente. Notaremos que hablamos diferente con ellas y de ellas, y que inclusive estamos dispuestos a hacer el bien a aquellos que, de algún modo, nos han ofendido.
El perdón sucede en dos formas: pedir que nos perdonen y perdonar a los demás. El primer caso es más difícil que el segundo. Ya que pedir que uno sea perdonado nos coloca en una situación de dependencia. Si alguien me dice: “te perdonaré”, quizá le responda: “pero si yo no hice nada”. Es muy importante reconocer que no satisfacemos las expectativas de los demás y que necesitamos del perdón de ellos. Nos resulta difícil perdonar o pedir perdón. Todos necesitamos del perdón. De este modo, nos colocamos en una situación de vulnerabilidad, punto desde el cual puede crearse la comunidad.
Es muy difícil perdonar desde el corazón. Jesús dijo a sus discípulos “Si tu hermano peca contra ti siete veces en el día y siete veces en el día se acerca a ti y te dice: lo lamento, debes perdonarlo”. El perdón de Dios no tiene condiciones: proviene de un corazón que no pide nada para sí mismo, de un corazón absolutamente vacío de egoísmo. Este perdón divino es el que debo ejercitar diariamente en mi vida. Me exige superar todas las objeciones que dicen que el perdón es imprudente, perjudicial, que no conviene. Requiere ubicarme más allá de todas mis necesidades de agradecimiento. Por último, espera de mí dejar de lado la herida de mi corazón, que se siente lastimado, dañado y tratado en forma injusta. Dejar de lado aquella porción de mi corazón, que se siente lastimado, dañado y tratado en forma injusta. Dejar de lado aquella porción de mi corazón que quiere prevalecer e imponer condiciones entre mi persona y aquel que me ha pedido perdón.
La vida debería ser un proceso constante de reconocimiento y perdón. En ello radica la dinámica permanente de una comunidad. Los demonios pierden su fuerza cuando confesamos que estuvimos en sus garras. Cuanto más profunda la confesión, tanto más experimentaremos el amor de Dios que perdona, y tanto más comprenderemos cuánto tenemos por confesar. La vida en la comunidad nos anima a confesar nuestros demonios y nuestro deslumbramiento por ellos, de manera que pueda revelarse el amor de Dios. Sólo mediante la confesión se nos revelará la Buena Noticia del perdón y la salvación, tal como lo enseña el Evangelio, que da prioridad a los pecadores (cf Lc 5,31).
Rezar significa dejar de esperar de Dios la misma mezquindad que descubrimos en nosotros mismos.
Rezar significa colocarse bajo la luz plena de Dios y decir en forma sencilla y sin reservas: “Yo soy un hombre y Tú eres Dios” En este instante se produce la conversión, se restablece la auténtica relación. Un hombre no es alguien que de tanto en tanto comete un error, como tampoco Dios es alguien que de tanto en tanto perdona.
No, los hombres son pecadores, y Dios es amor. Este conocimiento nos permite estar en los brazos de un Dios que perdona.
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