Cuando se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba mucha gente, preguntó qué sucedía. Le respondieron que pasaba Jesús de Nazaret. El ciego se puso a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Los que iban delante lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando lo tuvo a su lado, le preguntó:”¿Qué quieres que haga por ti?”. “Señor, que yo vea otra vez”.Y Jesús le dijo: “Recupera la vista, tu fe te ha salvado”. En el mismo momento, el ciego recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios. Al ver esto, todo el pueblo alababa a Dios.
San Lucas 18,35-43
“Queremos ponernos frente al Señor y preguntarle qué es lo que quiere mostrarnos y a dónde quiere llegar con su mirada” @Pjaviersoteras — Radio María Arg (@RadioMariaArg) noviembre 17, 2014
“Queremos ponernos frente al Señor y preguntarle qué es lo que quiere mostrarnos y a dónde quiere llegar con su mirada” @Pjaviersoteras
— Radio María Arg (@RadioMariaArg) noviembre 17, 2014
Hay veces que tenemos la sensación de “ver” el horizonte y proyectar varios años para adelante, otras veces quizás sólo el mes que tengo por delante, o una semana… y algunas veces únicamente vemos lo de hoy, y nada más. Desde el evangelio, siempre lo que importa es lo que se juega en lo de cada día. Hoy pediremos insistentemente al Señor como el ciego de Jericó, “Señor, que vea”. Al comenzar la semana, nuestro grito se hace compartido con el del ciego de Jericó y con la humanidad, pidiendo ver con claridad: “Señor que vea”.
En la relación con Jesús se adquiere claridad, de cara a Él. Comenzamos a ver al encontrarnos con la luz. San Ignacio recomienda pensar en que Dios me mira durante un Padrenuestro: o sea, aproximadamente durante un minuto. Así conviene comenzar el encuentro con el Señor, sabiendo que aún cuando yo tengo oscuridad y confusión, el Señor con su luz viene a penetrar los rincones oscuros. Sin embargo, puede convenir alargar este tiempo por la importancia y trascendencia de este primer momento de la oración ignaciana. Y ahí conviene dejarnos llevar por los sentimientos que en nosotros suscite esta mirada del Señor sobre nosotros.
Puede ayudarnos a mantener esta consideración de la mirada del Señor, el Salmo 139: “Señor, tú me sondeas y me conoces […]. Mira si mi camino se desvía”. Pedir a Dios que cuando no tenemos la suficiente claridad, en su mirada encontremos lo que no podemos ver por nosotros mismos.
Pero San Ignacio no dice solamente que consideremos la mirada del Señor, sino que añade que hagamos “una reverencia o humillación” (EE 75). Recordemos que, en el Principio y fundamento, uno de los objetivos de la creación del hombre –de todo hombre- era “hacer reverencia a Dios nuestro Señor (o sea, Jesucristo)” (EE 23). ¿Cómo hacer para encontrar la luz? Dejarnos mirar por Jesús por un tiempo, saber que nos está mirando, que me mira amándome y hacer un gesto de reverencia y confianza, sabiendo que el Señor nos va a conceder nuestro pedido de ver.
Sería un inclinarnos ante el Señor y por el rato de un Padrenuestro dejarnos mirar por el Señor. Bastaría un gesto muy simple, como arrodillarse o inclinarse profundamente, ponerse frente a una imagen. Esto puede ayudarnos a recuperar la conciencia de quién frente a quién está. Hagamos la prueba y, si nos resulta beneficioso, no dejemos en delante de hacerlo.
– “…Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios […] para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble […] y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor” (Flp 2, 6 ss., con notas de BJ).
– “Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col 1, 15 ss., con notas de BJ). Nosotros somos invitados al reconocimiento de esa primacía de Dios.
Puede ayudarnos en la consideración de la mirada del Señor tener e cuenta la enseñanza similar de Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia universal –como la declaró Pablo VI-, cuyo magisterio específico es el de la oración.
Para Santa Teresa, “no es otra cosa oración sino el trato de amistad con quien sabemos nos ama” (Vida, cap. 8 n. 5). Es un tratar de amistad con el amado, sabiendo que su mirada penetra a lo hondo del corazón descubriendo nuestra verdad. “Procuren, pues estar sola, tener compañía. Pues ¿qué mejor que la del mismo Maestro…? Representate al mismo Señor junto a vos […] y creeme, mientras puedas, no estés sola sin tan buen amigo” (camino de perfección, cap. 26, n. 1).
Estamos ante una enseñanza de Teresa que, por su importancia, debe figurar entre las notas más típicas de su espiritualidad. No basta comenzar la oración con Jesús. Es, además necesario continuarla en su compañía: “Creeme, mientras puedas, no estes sin tan buen amigo. Si te acostumbrás a traerle con vos, y él ve lo que haces con mayor amor y que andas procurando contentarle, no podras, como dicen, echarlo de vos, no te faltará para siempre” (Camino de perfección, cap. 26, n. 1).
Para tenerlo de “compañero”, no hay necesidad de elevados pensamientos ni de hermosas fórmulas. Basta mirarlo sencillamente: “Si estas alegre, miralo resucitado. […] Si estas con trabajos o triste mirale cargado con la cruz […] y olvidará sus dolores consolar los tuyos, sólo porque vais con Él y y vuelvas la cabeza a mirarle. ¡Oh Señor del mundo…! Le podés decir vos, si no sólo quieres mirarle, sino que te atreves a hablar con él, no con oraciones compuestas, sino de la pena de tu corazón” (Camino de perfección, ca. 26, nn. 4-6).
Este método teresiano –como el ignaciano- no es bueno solamente para algunas personas o propio de algunos estados –superiores o místicos- de la vida espiritual. Es excelente para todos, asegura Santa Teresa: “Este modo de traer a Cristo con nosotros aprovecha en todos estados –de vida espiritual-…” (Vida, cap. 12, n. 3). Teresa decía de sí misma que ella no era muy buena para reflexionar pero sí para amar. En esto de vincularnos con el Señor desde su mirada y desde allí encontrar la claridad, se da en el vínculo en el amor ese encuentro. “Mira que te está mirando y cuánto te ama” dice Santa Teresa.
Nosotros queremos ponernos frente al Señor y preguntarle dónde quiere poner su mirada, qué es lo que quiere mostrarnos y a dónde quiere llegar con su mirada en nuestra vida.
“No les pido ahora que piensen en él, ni que saquen muchos conceptos, ni que hagan grandes y delicadas consideraciones con su entendimiento. No les pido más que le miren. Pues, ¿Quién te quita volver los ojos del alma, aunque sea un momento, si no podes más, a este Señor?” (Camino de perfección, cap. 26, n. 3).
Siempre es posible esta mirada de fe y contemplación. La santa da así testimonio de su experiencia: “¡Oh las que no pueden tener mucho discurso en el entendimiento, ni pueden tener el pensamiento sin gusto! ¡Acostumbrense, acostumbrense! ¡Miren que yo sé que pueden hacer esto, porque pasé muchos años por este trabajo, de no poder sosegar el pensamiento en una cosa!” (ibid., n. 2).
Es ponerse frente a una imagen, detenerse frente a ella, y dejar que el Señor nos hable. Por ejemplo en el texto de hoy, imaginarnos el andar de Cristo entre la multitud. Y de repente, entre todos, hay uno que grita, y que grita con tanta fuerza que le llama la atención a Jesús. Captar que hay un sonido que llega al corazón del Maestro porque lo toca en sus entrañas misericordiosas. Deternos y observar cómo Jesús se da vuelta: ¿quién es? ¿quién me llama?. Y cómo los discípulos una vez más se sorprenden. Si son miles los que gritan, cómo descubrir a uno en medio de todos… Jesús que me distingue de en medio de la multitud. “¿Qué quieres que haga por tí?”… y detenernos frente a esa imagen. El sentir, la emoción del hombre al descubrirse mirado con atención y escuchado por Jesús. Y a partir de ahí rumiar, dejarnos un espacio, y ver qué me dice la Palabra a mí.
Quizás viendo la escena pueda ubicarme en un lugar en donde perciba que yo también tengo ceguera y necesito volver a ver, reencontrar el rumbo. Quiero volver a ver, salir de mis pasos atropellados y recomponer la mirada. Dialogar con Jesús como un ciego más. Y ahí detenerme para sacar provecho. “Señor que vuelva a ver”.
Ponerse bajo la mirada del Señor, no sólo es el comienzo sino también su medio y su término. Tal como dice santa Teresa, si nos acostumbramos a ello, “no lo podréis, como dicen, echar de vos”
Podemos ponernos cada mañana desde la mirada del Señor y rezar con el Salmo 62 y desde ahí poder experimentar el anhelo hondo que tenemos de Dios y que no siempre lo tenemos presente en lo de todos los días:
Dios mío, desde la aurora te busco,
mi alma tiene sed de ti.
Señor, por ti yo suspiro
como tierra reseca,
yo quiero contemplarte
ver tu gloria y tu poder.
Porque tu amor vale más que la vida,
mis labios cantarán tu alabanza.
Te bendeciré, cada día elevaré mis manos
invocándote.
Me acuerdo de ti en las noches,
velando medito en ti.
Porque siempre has sido mi refugio,
y soy feliz porque mi alma está unida a ti.
Podemos desde esta oración u otra que te sirva ponernos frente al Señor y pedirle que nos renueve en el anhelo de estar frente a su presencia.
“¿Qué quieres que haga por tí?” le pregunta el Señor a un hombre que desde hacía años aguardaba la luz. Seguramente, nunca en la vida el ciego había escuchado algo semejante. Así es Dios cuando entra en contracto con nosotros, va mucho más allá de las expectativas pobres de nuestra necesidades y nos abre caminos muchos más altos y hondos. El hombre no pide ni riquezas, ni prestigio, ni honra, ni salud… simplemente pidió ver. La visión que alcanzó fue mucho más que la luz que le devolvió la forma de los objetos, sino que la luz que alcanzó lo puso de cara frente a luz misma, Dios. Cuando nos ponemos de cara al Señor, con reverencia interior, el Señor nos regala mucho más de lo que nosotros buscamos.
Puede ayudarnos repasar el texto de Jn 1, 35 donde Jesús mientras ve que los discípulos del Bautista se le acercan les pregunta ¿qué buscan?. “Maestro, ¿dónde vives?”. Vengan y vean. No sólo vieron dónde vivía sino que se quedaron, fue mucho más. El Señor nos muestra caminos siempre más claros, más grandes y más profundos que lo que esperábamos. Siempre cuenta, en el vínculo con el Señor, la sinceridad de lo que buscamos, frente a su pregunta: ¿qué quieres que haga por tí? ¿qué buscan?. Y ahí con sencillez y sinceridad intentar decir qué nos pasa que buscamos. Dios quiere más para nosotros de lo que nosotros pedimos. Porque es Padre, porque quiere lo mejor para nosotros y desde ahí nos muestra un camino que es en todo más grande de lo que nosotros nunca nos hubiéramos animado a pensar.
“El que anda en tienieblas no ve la luz” Jn 12, 35 Cuando vivívimos sin un propósito claro, cuando nos faltan objetivos o cuando los que tenemos toman una parte de la vida nomás y no tenemos un rumbo claro.
El Papa Francisco en la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium advierte como tentación cuando nos encontramos con situaciones oscuras que no nos dejan ser testigos de la alegría del evangelio. Y describe, por ejemplo, cuando para nosotros lo más importante es “estar bien”, que nada me afecte o me quite de la comodidad… ahí achicamos el horizonte y la vida misma no me va marcando el rumbo en el camino sino que creamos corazas alrededor nuestro quizás por miedo o temor a peder el rumbo. Tenemos que liberarnos de esta excesiva búsqueda de “bienestar”. Cuando buscamos la luz para tener claridad como el ciego en la presencia de Dios, con reverencia interior para desde ahí en el resurgimiento de los deseos más hondos que hay en el corazón, son para anclarlos en la vida, para re enfocarnos en el andar y a partir de ahí ponernos en camino.
Que en el comienzo de la semana podamos encontrar la marcha en un Dios que es luz y que nos reorienta en el andar. Nosotros desde nuestras cegueras nos acercamos para clamar humildemente pero con el corazón abierto a su presencia. ¿Qué querés que haga por vos?. Ahondar en el corazón, interrogarnos con interioridad ¿qué deseo para mí y para los que amo? ¿qué estoy dispuesto a recibir de Dios?. Y ahí nos ponemos frente a Él y sin mucho discurso nos dejamos mirar por el Señor para reorientar la marcha, incluir la vida toda y dejar que sea Él Señor de nuestra vida con la luminosidad de su presencia.
Padre Javier Soteras
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