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Somos más parecidos a Dios cuando amamos
miércoles, 16 de abril de 2008
“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los profetas: todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios, sólo Él ha visto al Padre. Les aseguro que, el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida. Sus padres en el desierto comieron el maná y murieron. Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente. El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.”
Juan 6, 44 – 52
El caminar de la vida es ir al encuentro con Dios, por la fe. Caminamos para este encuentro. La vida toda se orienta hacia ese encuentro. De las manos de Dios, por un acto de creación y de amor, participado en la entrega de nuestros padres, nosotros vinimos a la vida. Mientras ésta se va desarrollando, nuestro peregrinar en la vida tiene un objetivo: el mismo lugar de donde salimos, a ése vamos. A Dios, que nos creó por amor. A Él vamos que nos redime por amor.
Este ir hacia Dios, dice Jesús, ocurre porque el Padre atrae. Y es Él el que nos pone en contacto con el que ha enviado, para que así sea. El guía, el Maestro, el Peregrino Jesús que nos muestra un Camino.
El Padre nos atrae desde la persona de Jesús.
San Agustín, comentando este texto, hablando acerca de en qué consiste la atracción del Padre que suscita la fe, dice: “es el amor en definitiva. El amor es nuestro propio peso. Los judíos que criticaban a Jesús, en su Palabra, que se mostraba como el pan de vida, no creían en Él porque no eran capaces de abrirse a la experiencia del amor.”
El camino de fe a la plenitud del encuentro con Dios se da por medio de esta atracción del amor, que en Jesús la Palabra hecha carne, se hace comunicación. Toda comunicación supone un encuentro entre un yo y un tú, para llegar a construir un nosotros. Es la dimensión comunitaria del vínculo comunicacional y de la experiencia de la fe. Es el estilo, el modo, es el ser del misterio trinitario. Es Dios Padre, que se entrega al Hijo, y la entrega del Padre al Hijo y del Hijo, que responde en ese mismo modo de ofrenda al Padre, que genera la persona del Espíritu. Es el nosotros que brota del misterio trinitario, que se comunica a nosotros para que en esa misma clave aprendamos, desde el amor, a construir lo nuevo que nos hace ir más allá de la pobre mirada de nosotros mismos.
Es el Padre que los atrae. Nadie viene a mí, dice Jesús, si el Padre no lo atrae. Es decir, si el Amor de Dios no se derrama en abundancia sobre sus corazones, si se dejan llevar por la fuerza de este amor. En definitiva, el encuentro, el encuentro renovado con Dios, como persona en Cristo, se da a partir de una experiencia de amor.
Todo encuentro interpersonal tiene como grados de desarrollo, de crecimiento. Uno, podríamos decir es el contacto con un contexto determinado, en un espacio, en un tiempo. Viste que por ejemplo, yo recién compartía que llegaba a la radio y me saludaba con Javier (que está en la puerta), o con Pablo, Romina, Alejandro, a los que vi. “Hola, qué tal, cómo están?”, y un abrazo, un saludo, un apretón de manos, una tarea por llevar adelante.
Es un espacio y un tiempo determinados, que nos permiten reconocernos compartiendo un mismo lugar. Es como una primera consideración, un estar en un espacio común, en un lugar común. Es como el primer grado del encuentro. El reconocimiento de que esto ocurre, acontece en un contexto al que pertenecemos, y del cual ninguno de nosotros se siente dueño. Porque es algo distinto de nosotros, de lo que allí nos encontramos.
Un segundo espacio, o un segundo grado del encuentro es el diálogo o la conversación, donde entra en juego la palabra y el interés por el otro. Y sus ideas, sus actividades, sus perspectivas y su preocupación. Es como una dimensión un poquito más desarrollada de interacción.
Un tercer momento, o un tercer grado es la comunión. Es ya no solamente tener una conciencia de lo propio y una conciencia, un poquito más desarrollada de lo del otro, sino una comunión de reciprocidad, de coincidencias afectivas. Finalmente de un amor que corre en el vínculo. Verdaderamente allí es donde se produce el clímax, el lugar más alto del encuentro, que no necesita de concatenaciones lógicas, que no se puede explicar razonablemente. Pasa por la vivencialidad del mismo.
En la vivencia del encuentro recíproco en el amor se entiende el peso que tiene el otro. Esto mismo, podemos decir, ocurre con Dios. Y a esto mismo es lo que invita justamente hoy la Iglesia, en toda la Argentina, cuando llama a la amistad social del diálogo. No es una estrategia solamente, aunque en ello debe haber una estrategia. Es mucho más que una estrategia de vinculación o recomposición de un tejido social. Es una experiencia de amor, que nos permite reconocernos detrás de un mismo camino. Es, en este sentido, el dejar de lado las posiciones egoístas, las miradas mezquinas, las actitudes competentes. No porque haya que licuarlo todo detrás de un igualdad que no respeta las singularidades, sino porque es justamente, a partir de las singularidades que se encuentran bajo el signo del amor, donde éstas se ven fortalecidas en algo que nos hace ser más que lo que vamos siendo cuando nos quedamos clausurados, o encerrados en nosotros mismos.
Es eso que llamamos nosotros, que más que yo y que tú, es más que lo que me parece o lo que te parece. Es más que mi posición o la tuya. Somos nosotros.
Este nosotros se construye sólo desde el Amor. Cuando el Padre atrae
, como dice hoy el Evangelio. Atrae para llevarnos a formar parte de una familia que es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un nosotros que se comunica.
En realidad es, la comunicación interna del misterio de Dios, hacia adentro de la Trinidad la que hace que ésta se exprese para con nosotros, en la Creación y en la Redención, también en ese estilo de comunicación. Y requiere de nosotros un camino a recorrer, que nos haga por el amor ir en ese mismo sentido de identidad con Dios.
Somos más parecidos a Dios cuando amamos.
Y el Padre nos atrae para parecernos a Él, o para asimilarnos a Él desde la fuerza del amor.
Por eso Jesús va a dejar este como el gran camino, el de la caridad. El que vive en la caridad, vive en Dios y su vida se renueva constantemente.
Siempre el encuentro se da en un contexto, parece una cosa obvia, pero es lo que nos permite reconocernos siendo diversos frente a lo diverso. El camino que sigue la fe o el camino de la fe, se da esta misma gradación. Un primer lugar de encuentro es la persona de Jesús, Cristo.
Donde nos encontramos para vivir la fe en la caridad, es la persona de Jesús, que es en la Palabra y en la ofrenda de sí mismo, se constituye un lugar de referencia y de revelación para nosotros. Por eso decimos: ¡Qué distinto que es vincularnos cuando nos encontramos en Jesús! Cuando el contexto, el ambiente, el aire que se respira, la frecuencia en la que se sintoniza, el vínculo en el que establecemos la relación, es la persona de Jesús.
Claro, porque el contexto puede ser un lugar de trabajo, o un lugar familiar. El contexto puede ser un lugar de diversión, de servicio, de estudio. Pero estos contextos cuando están como abrazados por la persona de Jesús, el momento del encuentro se transforma en un lugar de revelación. Y la comunicación entre nosotros y con aquel que está en medio de nosotros, se hace diálogo y respuesta, a una iniciativa suya que es absolutamente amorosa, y que nos invita, básicamente a salir de nosotros mismos. Para que en respuesta el encuentro, por la presencia del amor, se transforme en un vínculo de comunión.
Claro cuando la persona de Jesús es la que nos convoca, Él en el convocarnos nos revela su presencia y su misterio en medio de nosotros. Esta presencia y misterio de Jesús en medio de nosotros, supone una comunicación, que sería como el segundo grado del vínculo, donde damos respuesta a su iniciativa de amor que es revelación. Cuando hablamos de revelación hablamos de novedad de presencia. Un modo de estar de cara a la vida, en un modo y una forma distinta.
Eso como iniciativa de Dios, espera de nosotros una respuesta. Cuando se produce una respuesta a la invitación que Dios nos hace, en el lugar en el que nos convoca, bajo el signo del amor, entonces comenzamos a comulgar unos con otros.
Una expresión muy bella encontré ayer, mientras esperaba la catequesis, siguiendo las enseñanzas de Benedicto XVI en Deus Caritas Est, “ciertamente dice el Papa, el amor es éxtasis. Pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí. Y precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aun hacia el descubrimiento de Dios”.
El amor, el verdadero amor, está diciendo el Papa, en definitiva, es el que nos hace salir
. Pero cuando es amor ágape, no eros, del cual el Papa hace una hermosísima diferencia, una claridad impresionante. Este ágape que me hace salir en éxtasis, se diferencia el eros, que me hace salir también en éxtasis, pero de manera arrebatada, sin continuidad.
El ágape, el amor cristiano, que no excluye al eros, a la entrega de corporeidad y cierta posesión del bien amado, el ágape, que me hace salir de mí mismo de manera permanente, hace que yo vaya, no sólo al encuentro del otro, sino que en el encuentro del otro yo me encuentre más a mí mismo. Y a partir de allí, también me abra al encuentro con Dios.
Esto, en términos filosóficos es, el personalismo. Justamente, la teoría personalista, filosófica-personalista, invitan a esto. A un proceso de identidad a partir del encuentro con el otro que me revela una parte de lo que complementa mi ser. Soy mientras soy con los demás. Es el encuentro entre un yo y un tú que me hace un nosotros. Sin confusión. Con el respeto de las individualidades. Y al mismo tiempo con la superación de las mismas al partir del dato. Encontrarnos. Salir de nosotros mismos.
A lo largo de todo el mensaje pascual, Jesús lo que busca, justamente es, esto. Romper con el cerrojo que los tiene ahí metidos porque tienen miedo. Sacarlo de la búsqueda de la explicación de qué fue lo que pasó. Los peregrinos de Emaús que caminan intentando entender y discutiendo por qué ocurrieron las cosas que ocurrieron.
Sacarlos de la ceguera. De pensar que, aquel que estaba parado frente a la tumba era el jardinero sin descubrir que era el mismo Jesús. Devolverles la esperanza cuando los hace despertar en la mañana aquella después de la noche infructuosa de pesca, a el tiempo nuevo que se inaugura con la aurora que nace. Porque era allí, justamente, mientras el sol, se va abriendo camino, cuando, ellos empiezan a descubrir que, el Señor es el que está esperándolo con un pescadito, allí asándose.
Toda la gracia de la pascua, es hacerlos salir a los discípulos. Hacernos salir de nosotros mismos. Ir al encuentro de…
Pero no para incomodar, sino para fortalecer la propia identidad, el propio camino. Cuando me abro al encuentro con los otros, cuando soy con otros soy más yo mismo. Y la verdad que el Señor es eso justamente lo que quiere. Devolvernos la semejanza que hemos perdido por la fuerza del pecado. Nos hizo a su imagen y semejanza. El pecado fue haciendo como desdibujar nuestro parecernos a Dios. Como si fuéramos “guachitos”.
Hijos vaya a saber de quien.
Y Dios que es su paternidad nos recoge, nos adopta y nos adopta por la fuerza del amor.
Ha sido el amor el que ha permitido que nosotros, no solamente hayamos aparecido en medio del mundo, con el signo de la vida, sino, con la fuerza de la redención, nos hace recuperar el camino perdido. Ese amor, no solamente puede ser iniciativa de Dios. Espera una respuesta. En la medida en que ésta se da, se produce la comunión donde somos realmente nosotros mismos. Lo que esta en juego en el evangelio de hoy es la comunión. El pan de la vida que es Jesús.
El Señor dice; miren, para que se de esta posibilidad de comunión conmigo, que soy el pan de la vida, ustedes deben abrirse a la fuerza de atracción que tiene el Padre que ama, que los ama profundamente. Al punto de entregarme a mí mismo. Y al punto, atraídos por ese amor, en libertad, y en un proceso, en un camino, animarse a responderle a Dios en amor también. En lo simple, en lo sencillo. Y a partir de allí, podremos decir que estamos en comunión.
Es decir, que nos vamos pareciendo mutuamente. Que vamos siendo uno. Que nos vamos asemejando al misterio de Dios que nos hizo según Él.
Nosotros perdimos esa condición. El amor de Dios, y la respuesta nuestra, a ese amor, nos la devuelve. Un amor que está llamado a ser compromiso concreto. Renovado. En nuestros gestos, en nuestra delicadeza, en nuestra atención. En la liberación de todo resentimiento. En el esfuerzo por la reconciliación. En el trabajar por la mutua comprensión. En animarme a ir más allá de mi propio interés. En animarme a compartir el interés del otro. Un amor que lo envuelve todo y que se hace sabiduría, camino y ciencia, dice Teresita del niño Jesús. En este amor te invito a que vayamos compartiendo este camino.
La fuerza del pecado es la que ha destruido el proyecto de Dios, o ha querido intentarlo.
De hecho lo ha logrado en la vida de cada uno de nosotros. Sólo que esta presencia de iniquidad que destruye, que desarma, que descompone, se reconstituye, se rearma, se recompone a partir de la ofrenda y entrega del Padre, que por amor nos da al propio Hijo, que en la cruz termina con aquella fuerza destructora de la iniquidad destructora del pecado, y comienza como a rearmar la historia, desde la dinámica de amor y de entrega.
Es justamente el grano de trigo que muere, el que comienza a multiplicar su presencia de fruto de amor en el corazón de los que reciben su mensaje. Su mensaje que no es otro que este. Déjense amar profundamente por mi que me entrego por ustedes. La resistencia al Amor de Dios, la ofrece justamente, la fuerza del pecado que habita en nosotros, que se niega a poder recomenzar por un camino donde vayamos como, reconstruyendo aquello que nos hace vivir en paz. En serenidad. En alegría.
Estamos como en la propia casa cuando nos dejamos querer y amamos. Cualquiera sea la fuerza de ese amor compartido. En el trato con Dios en respuesta a su llamada. También en el trato con los hermanos. Como también respuesta a la llamada de Dios. Porque en este sentido, y claramente lo dice nuestra fe bíblica, “el camino del amor no supone, desde el Nuevo Testamento y la enseñanza de Jesús, una oposición entre Dios y el hermano. Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano, está mintiendo. Quien verdaderamente ama profundamente a sus hermanos, en el fondo, revela el misterio de Dios.
En este sentido hay que abrirnos a las experiencias de amor mucho más allá de la confesión de la fe, culturalmente hablando.
Hay muchos hombres y mujeres de este tiempo, que verdaderamente ofrecen ofrendas de su vida en amor y servicio a los hermanos, a los más pobres y desposeídos, los desplazados. Como se dice, los que han perdido todo contacto con la sociedad. A los que hay que ir incluyendo, sumando. Muchos hacen por ellos, sin confesar ningún credo. Y al mismo tiempo, mientras van haciendo su tarea, van revelando el misterio. Porque el misterio de transformación de la humanidad pasa por este lugar. Por el lugar donde somos invitados a reconocernos. A ser nosotros. Superando lo que nos separa, lo que nos divide, enfrenta. Lo que ideológicamente no nos permite compartir un mismo modo de perspectiva.
Qué sano que es descubrir personas que se sientan a conversar en la misma mesa. Siendo distintos.
Pensando diametralmente distinto, y
aprenden como a complementarse
. Aprenden a sumar. Más que a diferenciar. Más que a dividir.
Ahí está el gran desafío. En la sociedad plural en la que vivimos. El gran aporte que el cristianismo puede hacer, en el mundo plural, pasa por este lugar de la caridad.
Del amor que incluye, que suma, que respeta las diferencias.
A un amor que no tiene que primeramente pensar que su ejercicio va a convencer a los otros, de un determinado credo, que se celebra de una determinada forma.
Si aquello se alcanza, bendito sea Dios, que nos permite en la persona de Jesús, terminar a todos por reconocer, su misterio ofrecido para con todos en toda la riqueza que supone en el camino de la trascendencia, en el camino del vínculo fraterno. En el camino de la oración. En el camino de la recuperación de la dignidad en el lugar más increíble, somos hijos de Dios. Pero si a ello no llegáramos, posiblemente sea el gran servicio, creo yo que, en la pluralidad de la gran cultura en la que nos movemos hoy, el ejercicio de la caridad, en Dios y desde Él. Hasta entregar la vida. Hasta dar lo último que tenemos.
Por allí nosotros hemos como abordado el proceso de evangelización del mundo, desde el dar sólo a conocer el misterio de Jesús. Y entendemos por dar a conocer, adoctrinar. Y a veces de manera impositiva. Sin descubrir que la tarea de la evangelización supone antes que una ética, como bien lo dice el Papa en Deus Caritas Est “un encuentro en el amor”.
Y para que alguien te hable del amor tiene que mostrártelo con gestos, antes que con palabras. Con presencias significativas, más que con grandes discursos. Por eso, mejor me callo y que hable la música.
Padre Javier Soteras
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