23/09/2021 – Nuestro corazón humano, para poder crecer y madurar, necesita diferentes cosas. En primer lugar necesita de una ternura de madre, un amor que se exprese, que acaricie, que comprenda; la intensidad de una relación personal con la capacidad de mirarse a los ojos, de acariciarse, de perdonar, un amor que busca sobre todo la felicidad del hijo. Y también necesita firmeza de padre, seguridad, un brazo fuerte que sostenga, que indique el camino justo, que nos corrija cuando nos desviemos, que nos exhorte cuando estemos en el camino equivocado, que pueda levantarnos cuando caigamos y no se caiga con nosotros, que nos aliente al cambio, que nos ponga límites.
San Pablo se daba cuenta que sus discípulos necesitaban ambas cosas, y por eso se presentaba a sí mismo con características del amor materno y del amor paterno siempre unidos: “Nos mostramos amables con ustedes como una madre cuida con cariño de sus hijos. Y como un padre a sus hijos los exhortábamos y alentábamos, insistiéndoles que vivieran de una manera digna de Dios” (1 Tes. 2, 7. 11-12). También el Padre Dios nos ofrece ambas cosas. Así lo reconoce el Catecismo de la Iglesia: “Al designar a Dios con el nombre de Padre el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que es el origen primero de todo y autoridad trascendente, y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. La ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad, que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura” (CEC 239).
Veamos algunos textos bíblicos donde Dios se presenta lleno de la ternura, la compasión, la delicadeza del amor materno: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella te olvidara yo jamás te olvidaré, dice el Señor” (Is. 49, 15). “Así como una madre consuela a su hijo, así los consolaré yo, dice el Señor” (Is. 66, 13). “¿Mi Pueblo es un hijo tan caro para mí, o un niño tan mimado, que después de haberme dado tanto que hablar todavía lo tenga que perdonar? Pues, en efecto, mis entrañas se han conmovido por él, y no me faltará ternura para él” (Jer. 31, 20-21). “Yo mantengo mi alma en paz y en silencio como un niño destetado en el regazo de su madre” (Sal. 131, 2). Este aspecto materno del amor de Dios fundamenta una preciosa invitación a la infancia espiritual, a la entrega confiada en los brazos del Señor, característica eminente de Santa Teresa del Niño Jesús. Ella gustaba decir que “Dios es más tierno que una madre”, y que Dios la trataba “como a una niña mimada”.
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