“Tu eres Pedro, y te daré las llaves del Reino de los Cielos”

martes, 22 de febrero de 2022

22/02/2022- Compartimos la catequesis del día junto al padre Gabriel Camusso, en el día de la Cátedra de San Pedro reflexionamos en torno a la figura de Simón desde el Evangelio del día:

 

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?”. Ellos le respondieron: “Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas”. “Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?”. Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y Jesús le dijo: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo.
Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.

 

San Mateo 16,13-19.

 

 

La página de Mateo contiene una alabanza de Jesús a Pedro, constituyéndolo como autoridad en su Iglesia.

Ante todo, la alabanza. Jesús pregunta, hace una encuesta, un sondeo de opinión, sobre lo que dicen de él: unos, que un profeta, o que el mismo Bautista. Y, ante la pregunta directa de Jesús, «y ustedes, ¿quién decís que soy yo?», Pedro toma la palabra y formula una magnífica profesión de fe: «tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

Jesús le alaba porque ha sabido captar la voz de Dios y, con tres imágenes, le constituye como autoridad en la Iglesia, lo que luego se llamará «el primado»: la imagen de la piedra, Pedro = piedra = roca fundacional de la Iglesia, la de las llaves, potestad de abrir y cerrar en la comunidad, y la de «atar y desatar».

En nosotros pueden coexistir una fe muy sentida, un amor indudable hacia Cristo y, a la vez, la debilidad y la superficialidad en el modo de entenderle, como ocurrió con Pedro en tantas oportunidades, una de ellas, y muy significativa, la que se da a continuación de este relato, cuando Pedro quiere apartar a Jesús del camino de la cruz y recibe aquella amonestación del mismo Jesús, “apártate de mi satanás, los pensamientos de los hombres no son los de Dios”.

No se podía dudar del amor que Pedro tenía a Jesús, ni dejar de admirar la prontitud y decisión con que proclama su fe en él. Pero esa fe no es madura: no ha captado que el mesianismo que él espera, fruto de la formación religiosa recibida, no coincide con el mesianismo que anuncia Jesús, que incluye su muerte en la cruz.

Todos tendemos a hacer una selección en nuestro seguimiento de Cristo. Le confesamos como Mesías e Hijo de Dios. Pero ya nos cuesta más entender que se trata de un Mesías «crucificado», que acepta la renuncia y la muerte porque está seriamente comprometido en la liberación de la humanidad.

No nos agrada tanto que sus seguidores debamos recorrer el mismo camino. Como a Pedro, nos gusta el monte Tabor, el de la transfiguración, pero no, el monte Calvario, el de la cruz.

A Jesús le tenemos que aceptar entero, sin «censurar» las páginas del evangelio según vayan o no de acuerdo con nuestra formación, con nuestra sensibilidad o con nuestros gustos.

Más tarde, ayudado en su maduración espiritual por Cristo, por el Espíritu y por las lecciones de la vida, Pedro aceptará valientemente la cruz: cuando se tenga que presentar ante las autoridades que le prohíben hablar de Jesús, cuando sufra cárceles y azotes, y, sobre todo, cuando tenga que padecer martirio en Roma. Valió la pena la corrección que Jesús le dedicó.

 

 

 

Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo? Yo – soy pregunta con humildad a los discípulos: “¿Quién soy yo?”, para introducirlos en su misterio. No es una crisis de su identidad: está en juego la identidad de ellos. Jesús les dirige al pregunta cn una intensa expectativa_ ser reconocido en el deseo fundamental del amor que se revela. La respuesta personal a esta pregunta suya constituye al discípulo.

El cristianismo no es una ideología, una doctrina o una moral, sino mi relación con Jesús, “mi” Señor a quien amo como Él me ama a mí, como escribe San Pablo en Gálatas 2,20.

A los discípulos les pregunta ante todo qué dicen los hombres y después les pregunta a ellos, para sugerir que su respuesta no debe ser como la de los otros. Ni la carne ni la sangre, sino solamente el Padre puede revelar quién es el Hijo.

Estamos en el viraje decisivo del Evangelio: finalmente Pedro y los que están con Él reconocen que Él es el Mesías y el Hijo de Dios. Aferrados a Él, de ahora en adelante podrán recibir el don de ese conocimiento de Él que sólo se da a quien lo ama.
El trozo es un diálogo entre Jesús y los discípulos, los versículos 13 al 16 contienen las dos preguntas acerca de su identidad y las dos respuestas de los discípulos, la segunda de las cuales está resevada a Pedro.
Vendrá luego la bienaventuranza a Pedro porque ha acogido la revelación, y por eso le comunica la función de “piedra” para la Iglesia, junto cn su mismo poder de atar y desatar.
El trozo presenta el reconocimiento de Jesús y la colocación de la primacía a Pedro. Reconocer a Jesús como el Cristo y el Hijo de Dios es el centro de la fe. El papel de Pedro e ser “piedra” sobre la cual se edifica la comunidad que profesa esa fe.
Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Ésta es la fe cristiana que los discípulos han madurado y nos han transmitido.
La Iglesia tiene la bienaventuranza de vivir esta fe, revelada directamente por el Padre. Pedro tiene la función de “piedra”, de fundamento sobre el cual el Señor edifica su Iglesia; a él, además se le confía el servicio de las llaves del reino, la función de interpretar auténticamente lo que es conforme a esa fe y lo que no lo es.

Volvamos sobre la figura que hoy nos convoca con su profesión de fe: Pedro. A la luz del evangelio siempre volvemos a encontrarnos: celebrando a Pedro como apóstol (29 de junio) y celebrando a Pedro como roca (22 de febrero). No son dos perspectivas opuestas, pero sí diferentes. La figura de Pedro da pie para ello.

¿Quién no conoce la historia de Pedro? Debió de ser un hombre decidido, entusiasta, generoso, fiel a su maestro y amigo, desde el día en que lo miró Jesús y le cambió el nombre de Simón por el de Cefas, piedra sobre la que iba a edificar su Iglesia. Tenía, no obstante, sus debilidades. Es el que puede ir andando sobre las aguas. Pero es el que luego comienza a hundirse. Es el que alardea de que, aunque todos los discípulos negasen a Jesús, él nunca lo haría. Después lo hizo. Negó a Jesús, pero sintió sobre sí la mirada de amor de su maestro y “lloró amargamente”.Por eso, más tarde, después de la resurrección, ya no presumirá de amar a Jesús más que sus compañeros. Se limitará a decir esa bella frase con la cual nos sentimos tan identificados: “Tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”. Tras la resurrección de Jesús, el rudo pescador se convierte en un apasionado predicador y padre de nuevas comunidades. “No hay Iglesia sin Pedro”, el que tiene el poder de atar y desatar, el que tiene también la función de “confirmar a sus hermanos”.

“No hay Iglesia sin Pedro”; o lo que es lo mismo: no hay Iglesia sin referencia a aquel que simboliza la unidad y la firmeza de una fe que se funda en Jesucristo.

“No hay Iglesia sin Pedro”; o, dicho de otra forma, prescindiendo de aquellos que en la historia hacen las veces de Pedro.

Es esencial que los hombres y mujeres de hoy, todo los creyentes, sigamos mirando a ese Pedro que es piedra y que da firmeza, coherencia y serenidad a nuestra fe.