Una vida en clave de confianza

martes, 30 de diciembre de 2008
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En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote llamado Zacarías, de la clase sacerdotal de Abías. Su mujer, llamada Isabel, era descendiente de Aarón.  Ambos eran justos a los ojos de Dios y seguían en forma irreprochable todos los mandamientos y preceptos del Señor.  Pero no tenían hijos, porque Isabel era estéril; y los dos eran de edad avanzada.  Un día en que su clase estaba de turno y Zacarías ejercía la función sacerdotal delante de Dios, le tocó en suerte, según la costumbre litúrgica, entrar en el Santuario del Señor para quemar el incienso.  Toda la asamblea del pueblo permanecía afuera, en oración, mientras se ofrecía el incienso.  Entonces se le apareció el Angel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso.  Al verlo, Zacarías quedó desconcertado y tuvo miedo.  Pero el Angel le dijo:  "No temas, Zacarías; tu súplica ha sido escuchada.  Isabel, tu esposa, te dará un hijo al que llamarás Juan.  El será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento, porque será grande a los ojos del Señor.  No beberá vino ni bebida alcohólica; estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, y hará que muchos israelitas vuelvan al Señor, su Dios.  Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto".  Pero Zacarías dijo al Angel:  "¿Cómo puedo estar seguro de esto?.  Porque yo soy anciano y mi esposa es de edad avanzada".  El Angel le respondió:  "Yo soy Gabriel , el que está delante de Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte esta buena noticia.  Te quedarás mudo, sin poder hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su debido tiempo".  Mientras tanto, el pueblo estaba esperando a Zacarías, extrañado de que permaneciera tanto tiempo en el Santuario.  Cuando salió, no podía hablarles, y todos comprendieron que había tenido alguna visión en el Santuario.  El se expresaba por señas, porque se había quedado mudo.  Al cumplirse el tiempo de su servicio en el Templo, regresó a su casa.  Poco después, su esposa Isabel concibió un hijo y permaneció oculta durante cinco meses.  Ella pensaba:  "Esto es lo que el Señor ha hecho por mí, cuando decidió librarme de lo que me avergonzaba ante los hombres".
Lucas 1, 5 – 25
NO

Zacarías entra al templo con una fe amortiguada, como un brasero que tiene los carbones rojos, ocultos entre las cenizas. Así entra al santuario. Y junto a él, los cincuenta sacerdotes de su clase, la de Abías, la octava de las veinticuatro que había instituido David.

Estos grupos de sacerdotes se turnaban por semanas, por lo cual a cada grupo le tocaba sólo dos veces por año estar al servicio del templo. Y aquel día fue grande para Zacarías: reunidos los cincuenta -en forma circular en la sala llamada gazid– se sorteaba, para evitar competencia, quién sería el afortunado que ese día ofrecería el sacrificio en el altar. El maestro de ceremonia decía un número cualquiera; luego levantaba la tiara -como un sombrero grande- de uno de los sacerdotes. Y partiendo de aquél a quien pertenecía la tiara, se contaba hasta el número que el maestro de ceremonia había dicho.

El afortunado era el elegido, a no ser que ya hubiera tenido esta suerte con anterioridad. Porque la función de ofrecer el incienso sólo podía ejercerse una vez en la vida. Esa vez en la vida es la que nos relata el texto evangélico, en esta conmovedora historia del anuncio del nacimiento de Juan el Bautista a su padre Zacarías por parte del ángel Gabriel, el mismo que le anuncia, tiempo después, a María, el nacimiento del Mesías.

Gabriel es el ángel de la buena noticia. Y Zacarías, conmovido, aturdido, turbado, recibe este anuncio del cielo que le despierta en principio temor, miedo, duda e increencia: ¿Cómo puedo estar seguro de esto? Es justamente este lugar de increencia el que hace que Zacarías enmudezca ante semejante misterio. Cuando él sale del templo, todos caen en la cuenta que algo extraordinario ha acontecido en aquel momento de su servicio. Su mudez es todo un signo con el que Dios marca su incredulidad.

Entre el modo de recibir el anuncio de Gabriel por parte de Zacarías por un lado, y por parte de María por otro, reflexionaremos para descubrir cómo es que nuestro espíritu se llena de gozo en el creer; y cómo en la increencia, enmudecemos y entristecemos.

El gozo en María nace del anuncio que el ángel le hace, pronunciando en su oído y en su interior, y que repercute en todo su ser hasta hacerse carne, la Palabra, en ella; la prometida Palabra que el Espíritu Santo ha derramado con abundancia en el cubrimiento con su sombra.

La Palabra es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se comunica en el espíritu, que llega a los oídos, al corazón y al vientre de María para hacerse en ella carne. Esto hace, en el creer en la oscuridad de la fe de María, que ella cante la grandeza del Señor y que toda su comunicación sea gozo y alegría. Tanto, que al llegar el saludo de María a los oídos de Isabel, su niño salta de gozo en su seno. Sólo con su palabra, su mirada, su presencia; sólo con su decir, y también con su silencio, María comunica el gozo de la fe. Esta fe que no puede comunicar Zacarías, quien fuera visitado por el mismo ángel pero que tomó una actitud distinta a la de María: él queda enmudecido por no poder creer que sea verdad aquello que le están diciendo.

Entre el estado de turbación en el que se encuentra María por la grandeza del misterio revelado, y la confusión en la que queda Zacarías, está la diferencia de la actitud de corazón de uno y de otro. De todos modos, cuando nace Juan el Bautista, Dios le devuelve el habla. Sin embargo, la diferencia es clara: una canta la grandeza del Señor, el otro enmudece. Una cree en el Dios que todo lo puede y para el que nada es imposible; el otro no puede terminar de creer que su mujer anciana y estéril pueda quedar embarazada dando así cumplimiento Dios a la promesa hecha en el silencio de la oración mientras Zacarías estaba en el templo.

Entre el gozo del creer y la tristeza de la increencia, se juega la vida de los que caminamos en la fe o permanecemos a oscuras en la angustia de no creer.

No se puede vivir sin Dios. El corazón se llena de angustia, de sin sentido, sin poder expresar la alegría de ser, como lo hace María al cantar el Magnificat en su visita a Isabel.

El gozo y la alegría del corazón mariano son característicos del cristiano, del que cree. San Francisco de Sales decía que un santo triste es un triste santo. La alegría tiene que ser el signo que marca el camino de la vida del creyente, y es el mejor modo de anunciar el Evangelio. El testimonio lo tenemos en María. No hay anuncio del Evangelio que penetre en el corazón de los que están esperando la buena noticia, que no esté acompañado por el gozo.

Nosotros podemos tener una idea muy clara y racional en torno al anuncio que debemos hacer de la presencia de Dios en el medio de la humanidad. Pero si ese anuncio no tiene la carga interior de gozo y de alegría, es difícil que el corazón al que estamos queriendo llegar con el mensaje de Dios se conmueva ante la llamada, porque no ha encontrado primero eco en nuestro propio corazón el gozo y la alegría. De nosotros se espera un anuncio gozoso.

¡Qué buen testimonio podemos dar si nuestra cara está transparente de gozo, luminosa de alegría! Como María, en su visita a Isabel, feliz, contenta, llevando la luz de Jesús en su vientre, que sacude hasta las propias entrañas de su parienta. El gozo es contagioso. Y permite llegar hasta las fibras de la interioridad de las personas.

Nuestro anuncio mariano debe ser alegre, gozoso. Un anuncio servicial, desprendido, confiado, creyente. Eso es lo que no hubo en Zacarías. Tiene mucho para anunciar, pero no tiene el gozo. Sí conmoción, estupor, entremezclado en la increencia, que ocultan la alegría.

Te invito a renovar tu fe, tu creencia en las promesas de Dios: que Dios obra maravillas entre los que lo servimos con pequeñez y alegría.

La pequeñez que canta María es fruto de la grandeza de Dios. No es fruto de un esfuerzo por hacerse pequeña. No nos sale hacernos pequeños, a no ser que nos encontremos ante el misterio de la grandeza de Dios. La condición humilde -dice Anselm Grum- no nace de un acto moral, de un esfuerzo personal, sino que es una presencia teológica donde se manifiesta la grandeza de Dios y solo nos queda entrar al misterio adorando. No hay otra forma de ubicarse delante de la grandeza de Dios sino caer de rodillas, adorarlo y bendecirlo y proclamar su grandeza.