17/09/2021 – Decimos que el Padre es la fuente última, el manantial infinito, el origen más profundo de todo lo que existe. Y por eso nuestro corazón, aunque tratemos de olvidarlo, tiene un hondo deseo de llegar al Padre, tiene una sed intensa de alcanzar ese infinito abismo de luz, de vida y de poder. Una vez escuché este hermoso ejemplo: a nosotros nos sucede como a las truchas. Las truchas que nacen en lo alto de los ríos de montaña luego comienzan a descender, a descender, hasta que llega un momento en que una tremenda atracción los impulsa hacia arriba, y comienzan a nadar contra la corriente para volver a su origen, a los manantiales donde el río nace, a la fuente fecunda. ¿Acaso no has sentido muchas veces esa especie de ahogo, ese nudo en la garganta que te hace percibir que estás llamado a otra cosa, más allá de los límites de esta pobre existencia? ¿Acaso no sentimos, aun en medio de nuestro pecado, la atracción del origen, como si recordáramos un maravilloso manantial, nuestro verdadero hogar, el Padre que nos creó?
Un testimonio admirable de esta atracción es San Ignacio de Antioquía. Cuando lo llevaban al martirio, a ser comido por los leones, los guardias lo veían sonreír e ignoraban el motivo de su íntimo gozo. El mismo Ignacio nos dejó unas cartas que escribió en ese trayecto hacia el martirio, y en una de ellas cuenta el motivo de su intensa alegría: “Hay dentro de mí un manantial que clama y grita: ven al Padre”. Y el Padre es Dios, ilimitado, eterno, perfectísimo, inteligencia infinita, bondad pura, sin mezcla de imperfección alguna, puro ser, vida plena e inagotable. Para expresar que él supera todas las cosas decimos que está en el cielo, ya que mirar al cielo nos obliga a ampliar la mirada, a salir de los pequeños límites de nuestra pobre experiencia cotidiana: “¡Señor Dios mío, qué grande eres! Vestido de grandeza y hermosura, te cubres con el manto de la luz” (Sal. 104, 1-2).
Pero esa atracción que sentimos hacia él no significa que tengamos que esperar la muerte para alcanzarlo. Porque él está en todas partes, y en cualquier lugar podemos llegar a encontrarnos con él, a alabarlo porque es la fuente de todo lo que existe, a darle gracias por la vida que derrama en el universo, a sentirnos humildemente agradecidos por esa explosión de vida que él quiso desparramar por todas partes, a reconocer su presencia creadora en cada criatura, a respirar el aire puro, a disfrutar del agua y de las rosas sintiendo que son como una caricia de vida que él creó para nosotros, porque “Dios nos regala generosamente todas las cosas para que las disfrutemos” (1 Tim. 6, 17). El como Padre bueno expresa su amor a través de la lluvia y del sol, y bendice con estos dones también a los pecadores; por eso nos pide que nosotros no amemos sólo a nuestros amigos: “Amen a sus enemigos para que sean hijos de su Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (Lc. 5, 44-45).