Ver desde la mirada de Dios

lunes, 16 de noviembre de 2015
image_pdfimage_print

16/11/2015 –  Cuando se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba mucha gente, preguntó qué sucedía. Le respondieron que pasaba Jesús de Nazaret.

El ciego se puso a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”.  Los que iban delante lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.  Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando lo tuvo a su lado, le preguntó:  “¿Qué quieres que haga por ti?”. “Señor, que yo vea otra vez”.  Y Jesús le dijo: “Recupera la vista, tu fe te ha salvado”.

En el mismo momento, el ciego recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios. Al ver esto, todo el pueblo alababa a Dios.

Lc 18,35-43

 

¡Bienvenidos a la #Catequesis! ¿Donde sentís que la mirada del Señor tiene que depositarse en tu vida para tener más claridad? ¿En qué lugar de tu vida necesitás clamar “Señor, que vea”?

Posted by Radio María Argentina on lunes, 16 de noviembre de 2015

 

Señor que vea

Hay veces que tenemos la sensación de ver el horizonte y proyectar varios años para adelante, otras veces quizás sólo el mes que tengo por delante o una semana y algunas veces únicamente vemos lo de hoy, y nada más. Desde el evangelio, siempre lo que importa es lo que se juega en lo de cada día. Que tampoco es poco, que implica no dejarse llevar por el pasado que fue ni por el futuro que no es.  Hoy es un día para pedir insistentemente al Señor como el ciego de Jericó, “Señor, que vea”. 

En la relación con Jesús se adquiere claridad, de cara a Él. Comenzamos a ver al encontrarnos con la luz. Solamente estando por el tiempo de un Padrenuestro en su presencia, diría San Ignacio, y dejar que me mire. Así conviene comenzar el encuentro con el Señor, sabiendo que aún cuando yo tengo oscuridad y confusión, el Señor con su luz viene a penetrar los rincones oscuros en donde nos movemos sin horizonte. Sin embargo, puede convenir alargar este tiempo por la importancia y trascendencia de este primer momento de la oración ignaciana. Y ahí conviene dejarnos llevar por los sentimientos que en nosotros suscite esta mirada del Señor sobre nosotros. Quizás con eso baste, con dejarse mirar  y ahí sentirnos vencidos por el amor de Dios. Siempre la contemplación termina siendo una respuesta de mirada a Dios ante una mirada recibida. 

En el Salmo 139: “Señor, tú me sondeas y me conoces […]. Mira si mi camino se desvía. Tu sabes si me acuesto o me levanto”. Este Dios que nos sondea que nos conoce, que conoce las honduras del corazón, nos trae luz, porque de allí viene el horizonte, de sabernos profundamente amados por el Padre. Pedir a Dios que cuando no tenemos la suficiente claridad, en su mirada encontremos lo que no podemos ver por nosotros mismos.

Pero San Ignacio no dice solamente que consideremos la mirada del Señor, sino que añade que hagamos “una reverencia o humillación” (EE 75). Recordemos que, en el Principio y fundamento, uno de los objetivos de la creación del hombre –de todo hombre- era “hacer reverencia a Dios nuestro Señor (o sea, Jesucristo)” (EE 23). ¿Cómo hacer para encontrar la luz? Dejarnos mirar por Jesús por un tiempo, saber que nos está mirando, que me mira amándome y hacer un gesto de reverencia y confianza, sabiendo que el Señor nos va a conceder nuestro pedido de ver.

Puede ayudarnos en la consideración de la mirada del Señor tener en cuenta la enseñanza similar de Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia universal –como la declaró Pablo VI-, cuyo magisterio específico es el de la oración. Para Santa Teresa, “no es otra cosa oración sino el trato de amistad con quien sabemos nos ama” (Vida, cap. 8 n. 5). Es un tratar de amistad con el amado, sabiendo que su mirada penetra a lo hondo del corazón descubriendo nuestra verdad.  “Procuren, pues estar sola, tener compañía. Pues ¿qué mejor que la del mismo Maestro…? Representate al mismo Señor junto a vos […] y creeme, mientras puedas, no estés sola sin tan buen amigo” (camino de perfección, cap. 26, n. 1).

Estamos ante una enseñanza de Teresa que, por su importancia, debe figurar entre las notas más típicas de su espiritualidad. No basta comenzar la oración con Jesús. Es necesario continuarla en su compañía: “Creeme, mientras puedas, no estes sin tan buen amigo. Si te acostumbrás a traerle con vos, y él ve lo que haces con mayor amor y que andas procurando contentarle, no podras, como dicen, echarlo de vos, no te faltará para siempre” (Camino de perfección, cap. 26, n. 1).

Para tenerlo de “compañero”, no hay necesidad de elevados pensamientos ni de hermosas fórmulas. Basta mirarlo sencillamente: “Si estas alegre, miralo resucitado. […] Si estas con trabajos o triste mirale cargado con la cruz […] y olvidará sus dolores consolar los tuyos, sólo porque vais con Él y y vuelvas la cabeza a mirarle. ¡Oh Señor del mundo…! Le podés decir vos, si no sólo quieres mirarle, sino que te atreves a hablar con él, no con oraciones compuestas, sino de la pena de tu corazón” (Camino de perfección, ca. 26, nn. 4-6).

Este método teresiano –como el ignaciano- es bueno para todo tiempo y para toda persona, en todos los estados –superiores o místicos- de la vida espiritual. Es excelente para todos, asegura Santa Teresa: “Este modo de traer a Cristo con nosotros aprovecha en todos estados –de vida espiritual-…” (Vida, cap. 12, n. 3). Teresa decía de sí misma que ella no era muy buena para reflexionar pero sí para amar. En esto de vincularnos con el Señor desde su mirada y desde allí encontrar la claridad, se da en el vínculo en el amor ese encuentro. “Mira que te está mirando y cuánto te ama” dice Santa Teresa.

Nosotros queremos ponernos frente al Señor y preguntarle dónde quiere poner su mirada, qué es lo que quiere mostrarnos y a dónde quiere llegar con su mirada en nuestra vida.

Descubrir que estoy ciego

“No les pido ahora que piensen en él, ni que saquen muchos conceptos, ni que hagan grandes y delicadas consideraciones con su entendimiento. No les pido más que le miren. Pues, ¿Quién te quita volver los ojos del alma, aunque sea un momento, si no podes más, a este Señor?” (Camino de perfección, cap. 26, n. 3).

Siempre es posible esta mirada de fe y contemplación. La santa da así testimonio de su experiencia: “¡Oh las que no pueden tener mucho discurso en el entendimiento, ni pueden tener el pensamiento sin gusto! ¡Acostumbrense, acostumbrense! ¡Miren que yo sé que pueden hacer esto, porque pasé muchos años por este trabajo, de no poder sosegar el pensamiento en una cosa!” (ibid., n. 2).
Es ponerse frente a una imagen, detenerse frente a ella, y dejar que el Señor nos hable. Por ejemplo en el texto de hoy, imaginarnos el andar de Cristo entre la multitud. Y de repente, entre todos, hay uno que grita, y que grita con tanta fuerza que le llama la atención a Jesús. Captar que hay un sonido que llega al corazón del Maestro porque lo toca en sus entrañas misericordiosas. Detenernos y observar cómo Jesús se da vuelta: ¿quién es? ¿quién me llama?. Y cómo los discípulos una vez más se sorprenden. Si son miles los que gritan, cómo descubrir a uno en medio de todos… Jesús que me distingue de en medio de la multitud. “¿Qué quieres que haga por tí?”… y detenernos frente a esa imagen. El sentir, la emoción del hombre al descubrirse mirado con atención y escuchado por Jesús. Y a partir de ahí rumiar, dejarnos un espacio, y ver qué me dice la Palabra a mí.

Quizás viendo la escena pueda ubicarme en un lugar en donde perciba que yo también tengo ceguera y necesito volver a ver, reencontrar el rumbo. Quiero volver a ver, salir de mis pasos atropellados y recomponer la mirada. Dialogar con Jesús como un ciego más. Y ahí detenerme para sacar provecho. “Señor que vuelva a ver”. Ponerse bajo la mirada del Señor, no sólo es el comienzo sino también su medio y su término. Tal como dice santa Teresa, si nos acostumbramos a ello, “no lo podréis, como dicen, echar de vos”

 

Padre Javier Soteras