“Cristo se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz”

viernes, 29 de marzo de 2024
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26/03/2024 – La Cruz es todo un acontecimiento en la historia de la humanidad, que hace que las grandes preguntas del hombre sobre todo el dolor, la muerte, el sufrimiento, la enfermedad, el conflicto, encuentre respuesta.

Qué misterio que en medio del dolor y de la muerte esté la vida latiendo como signo de esperanza. Hay mucho dolor dando vuelta, mucho sufrimiento, mucha lucha y búsqueda. Ahí está la cruz de Jesús como faro para iluminar nuestros proyectos de vida

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”.Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed.Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca.Después de beber el vinagre, dijo Jesús: “Todo se ha cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Jn. 19,25-27

«Cristo se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8).

¿Cómo apartar la mirada de Jesús, que muere en la Cruz? El profeta afirma: «no tenía apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado y repudiado por los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro» (Isaías 53, 2-3).

En su rostro se condensan las sombras de todos los sufrimientos, las injusticias, las violencias padecidas por los seres humanos de cada época de la historia. Pero ahora, delante de la Cruz, nuestras penas de cada día, y hasta la muerte, aparecen revestidas de la majestad de Cristo abandonado y moribundo.

El rostro del Mesías, sangrante y crucificado, revela que Dios se ha dejado implicar, por amor, en los hechos que atormentan a la humanidad. El nuestro ya no es un dolor solitario, porque Él ha pagado por nosotros con su sangre derramada hasta la última gota. Ha entrado en nuestro sufrimiento y ha roto la barrera de nuestro llanto desesperado.

En su muerte adquiere sentido y valor la vida del hombre y hasta su misma muerte. Desde la Cruz, Cristo hace un llamamiento a la libertad personal de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y llama cada uno a seguirlo en el camino del total abandono en las manos de Dios. Nos hace redescubrir hasta la misteriosa fecundidad del dolor.

Orar desde el dolor

En la angustia, el Señor permanece orando. No se endurece como un estoico ni se encierra en sí mismo, sino que se abre al Padre y, con gran amor, le manifiesta su angustia.

La actitud de Jesús constituye por sí misma una enseñanza de raíz: el marchar delante de ellos camino a Jerusalén (Mt. 10, 32); más que una decisión, es un deseo que es oración. Y en el huerto ora, hasta tres veces (Lc. 22, 44), sumido en la angustia, insistiendo más en la oración.

En Hbr 5, 7 dice: “El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión”. No salvándolo de la muerte, sino resucitándolo después.

La angustia pone en el corazón humano de Jesús el sufrimiento y la queja; clama al cielo Padre, Dios.

Cuando el dolor nos golpea y nos desconcierta, si aprendemos a recibir y a decodificar los sentidos que abre ese sufrimiento, comprendemos su valor, su aporte, su significado, el regalo que nos esconde detrás de esa bofetada que el dolor nos da.

Aprendemos a entender la pregunta que está en la base de todo sufrimiento humano, y que Jesús expresa en la cruz: ¿por qué, para que? Aprendemos a vislumbrar la luz, que se va abriendo como en destellos después de haber atravesado determinados dolores y sufrimientos en la vida.

La angustia del Señor llega al colmo en el momento en que muere en la cruz. El Señor ha sido familiarizado con el dolor desde el principio, desde su nacimiento, cuando al ser perseguido por Herodes sus padres huyen a Egipto. Luego, cuando comienza su Ministerio, confronta con los fariseos, los escribas, los letrados… sufre el hambre, la sed, las cavilaciones que se hacen sobre Él. Todo ha sido una preparación para esa hora. La hora de Jesús es la hora de la Pascua y de la muerte.

Esa hora encuentra su plenitud en la expresión: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Esta frase ha dado lugar a muchas interpretaciones. Algunos han querido ver en este grito la expresión de desesperación desesperanzada. Pero no es así, porque cuando tomamos el Salmo 22 de donde la frase se inspira, ahí se expresa una angustia esperanzada.

No hay que irse al otro extremo y creer que el Señor no sufrió la desolación. En principio, el Salmo 22 expresa esta desolación extrema. Y esto corresponde a lo que Jesús está sufriendo en la cruz, como separado del Padre, abandonado por Él, en el sentido de que Él no interviene. No le viene más que una cierta compañía de ángeles. Pero no le es suficiente. Jesús ha tomado esta consecuencia del pecado, este dolor para cargarlo sobre Él, haciéndose maldición (Gal 3, 13), Él, que no tuvo pecado. Dice Pablo (2Cor 5,21): Dios lo hizo pecado por nosotros.

En un momento determinado, Jesús carga con todos los pecados y esta experiencia de ausencia de Dios la siente como lacerante, crucificándolo, más aún que por los clavos, que por los latigazos, la flagelación, la corona de espinas… Este estar en el abismo de la vida y desde ese lugar, clamar por el sentido.
Todo el saber está en la cruz. Es una locura para algunos, una necedad para otros. Para nosotros, los que creemos, es la fuente de la sabiduría. La gracia de la sabiduría se esconde en el madero.

Gabriela Mistral, Premio Nobel de Literatura 1945:

¡De qué quiere Usted la imagen? Preguntó el imaginero:
Tenemos santos de pino,
Hay imágenes de yeso,
Mire este Cristo yacente,
Madera de puro cedro,
Depende de quién la encarga,
Una familia o un templo,
O si el único objetivo
Es ponerla en un museo.

Déjeme, pues, que le explique,
Lo que de verdad deseo.

Yo necesito una imagen
De Jesús El Galileo,
Que refleje su fracaso
Intentando un mundo nuevo,
Que conmueva las conciencias
Y cambie los pensamientos,
Yo no la quiero encerrada
En iglesias y conventos.
Ni en casa de una familia
Para presidir sus rezos,
No es para llevarla en andas
Cargada por costaleros,
Yo quiero una imagen viva
De un Jesús Hombre sufriendo,
Que ilumine a quien la mire
El corazón y el cerebro.

Que den ganas de bajarlo
De su cruz y del tormento,
Y quien contemple esa imagen
No quede mirando un muerto,
Ni que con ojos de artista
Sólo contemple un objeto,
Ante el que exclame admirado
¡Qué torturado mas bello!.

Perdóneme si le digo,
Responde el imaginero,
Que aquí no hallará seguro
La imagen del Nazareno.

Vaya a buscarla en las calles
Entre las gentes sin techo,
En hospicios y hospitales
Donde haya gente muriendo
En los centros de acogida
En que abandonan a viejos,
En el pueblo marginado,
Entre los niños hambrientos,
En mujeres maltratadas,
En personas sin empleo.

Pero la imagen de Cristo
No la busque en los museos,
No la busque en las estatuas,
En los altares y templos.

Ni siga en las procesiones
Los pasos del Nazareno,
No la busque de madera,
De bronce de piedra o yeso,
¡mejor busque entre los pobres
Su imagen de carne y hueso ¡

_”Gabriela Mistral”